Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 16 de marzo de 2022

REBECCA WEST. LA FAMILIA AUBREY; LA NOCHE INTERRUMPIDA; LA PRIMA ROSAMUND

Hola, buenas tardes. Sed bienvenidos a Todos los libros un libro, el programa de reseñas literarias de Radio Universidad de Salamanca. Esta semana continuamos con la serie femenina que, durante el mes de marzo y con ocasión de la celebración, la pasada semana, del Día internacional de la mujer, centra nuestro espacio con propuestas de libros escritos y, como ocurre en mi triple recomendación de esta tarde, también protagonizados por mujeres. 

Hoy os traigo a una autora que ya ha estado presente en nuestra emisión. Hace ahora casi once años, en mayo de 2011, os hablé aquí de Rebecca West y de la que, quizá, es su obra mayor -al menos la más popular y difundida-, El regreso del soldado, una maravilla que pese a haber sido escrita ni más ni menos que en 1918 (aunque su autora revisó el texto en 1980, tres años antes de su muerte) no llegó a ver la luz en nuestro país hasta un muy tardío 2008. Rebecca West es el seudónimo literario -extraído, al parecer, de una obra de Ibsen- de Cecily Isabel Fairfield. Las distintas notas biográficas que he podido consultar nos la presentan, con machacona reiteración, como escritora, periodista, crítica y feminista, incluyendo esta última condición como una muestra más de sus desempeños profesionales. Londinense nacida a finales del siglo XIX, en 1892, de vida longeva -murió en la capital británica en 1983-, fue, durante largos años, amante de H.G. Wells, con quien llegaría a tener un hijo. En 1930 se casó con un banquero norteamericano, por lo que gran parte de su carrera periodística y de su compromiso político se llevó a cabo en los Estados Unidos. Allí colaboró de modo habitual con distintas publicaciones, como The New Yorker, The New Republic, Sunday Telegraph y el Herald Tribune neoyorquino, además de su constante participación en medios socialistas y feministas, de cuyas causas siempre fue defensora. Combativa y con personalidad, su implicación como partidaria del Frente Popular en la guerra española y sus críticas al comunismo tras la segunda contienda mundial, le granjearon críticas y acusaciones desde posiciones políticas diversas y hasta opuestas (lo que siempre resulta una magnífica señal de libertad, independencia y criterio propio). Viajera impenitente, fue amiga de Doris Lessing y Virginia Woolf y amante, al parecer, de Charlie Chaplin. Tuvo un pequeño papel en Reds, la película de Warren Beatty sobre la revolución rusa. 

Su obra está bastante presente en nuestro mercado editorial, con una decena de libros traducidos, entre los que se cuentan El regreso del soldado, ya mencionado, un par de notables ensayos, Un reguero de pólvora y El significado de la traición, que editó Javier Marías en su Reino de Redonda, y, por supuesto, la trilogía que ahora os presento. De corte claramente autobiográfico, el ciclo centrado en la familia Aubrey se compone de tres novelas, The fountain overflows, publicada en 1956, This Real Night, que apareció en 1984, tras la muerte de su autora, y Cousin Rosamund, también póstuma, de 1985. En nuestro país los tres libros aparecen, con títulos distintos, La familia Aubrey, La noche interrumpida y La prima Rosamund, en 2019, 2020, 2021, respectivamente, todos en Seix Barral y con la traducción de Andrés Barba y Carmen Mercedes Cáceres, los dos primeros, y Andrés Barba en exclusiva, el tercero. 

No quiero dejar de hacer aquí un apunte acerca de un par de aspectos relativos a la edición, accesorios, pero, también, con una cierta significación. Con respecto a la traducción, se deslizan, en ocasiones -escasas y que no desmerecen el trabajo ni entorpecen la lectura-, ciertas deficiencias. A modo de único ejemplo, este párrafo extraído del tercer volumen: había cometido un ligero error, apenas visible, en el bordado, un error que amenazaba con hacer que la prenda no fuera perfecta, y ella había salido y pagado de su bolsillo un nuevo material para hacer el trabajo de vuelta [la negrita es, obviamente, mía]. Traducir de modo literal un previsible to do the work back por “hacer el trabajo de vuelta”, en vez de “volver a hacer el trabajo” o “recuperarlo” o “rehacerlo” no parece, ciertamente, la opción más “elegante” (y debo hacer constar, aunque me lloverán las críticas de los escasos entusiastas que me lean, que no he podido acceder a la edición inglesa original ni, de haberlo hecho, me hubiera servido de mucho, dado que mi conocimiento de la lengua de Shakespeare es sólo ligeramente superior al que tengo de la escritura cuneiforme, que, a su vez, es idéntico al del swahili, en donde no paso del hakuna matata). 

Mi segunda consideración preliminar tiene, en cambio, un alcance de mayor calado, pues afecta al actual debate sobre los límites de la libertad de expresión, las estrecheces intelectuales que impone la corrección política, la revisión del pasado con criterios ideológicos presentes, y todas sus derivaciones en forma de petición de perdón por presuntos crímenes cometidos por nuestros supuestos antepasados, destrucción de estatuas de próceres de trayectoria “no intachable”, borrado de obras literarias, rechazo de las inconcebibles “apropiaciones culturales” o cancelación de aquellos aspectos de la creación artística que no encajan en los puritanos parámetros que imponen las visiones reduccionistas de unos fanáticos “nuevos sacerdotes” guiados por la angostura de su reaccionaria moral. En este caso la sangre no llega al río, aunque sí resulta revelador del estado de cosas dominante sobre estos asuntos en nuestros días el que la editorial española, por su cuenta y riesgo, se considere obligada a incluir, al comienzo de La prima Rosamund, una nota a pie de página (“N. del e.”, nota del editor, figura en ella; doy por hecho que su responsable es, pues, Seix Barral) que, literalmente, reza (no se me ocurre verbo más apropiado) así: Ni las hermanas Aubrey ni otros personajes de este volumen escapan al racismo, el sexismo y a la homofobia de la época: Rebecca West los mostrará, en ocasiones, aferrados a sus prejuicios en un mundo cambiante, si bien en su escritura pervive inequívocamente la defensa de las libertades y su sensibilidad feminista. ¿De verdad cree el editor que algún lector de Rebecca West carece de la inteligencia y la sensibilidad, del espíritu crítico y la independencia intelectual suficientes como, para por su cuenta y sin “dirigismos” ni tutelas, poder formarse su propia opinión acerca de la visión del mundo de la autora (defensa de las libertades y sensibilidad feminista, claro está, comme il faut)? ¿La estulticia y el infantilismo generalizados han llegado hasta tal punto que nos vamos a ver obligados, a cada paso, a tener que leer -o peor aún, que formular nosotros mismos- disculpas anticipadas que se adelanten a la más que probable furibunda reacción de algún ignaro “ofendidito”? ¿Es indispensable que todo el mundo -en este caso el editor- tenga que poner la venda antes de la previsible herida -mero “postureo” narcisista para que uno mismo quede bien ante el espejo- infligiendo al resto del universo -aquí, el lector- la tortura que supone soportar el que se nos diga, con insufrible insistencia, cuál es el “modo correcto” de pensar (ponderando, de paso, el hecho de que el que habla o escribe se sitúa, obviamente, en ese lado “cool” de la vida; insisto: defensa de las libertades y sensibilidad feminista)? ¿Va a ser necesario que los autores, creadores, editores, empresarios teatrales o cinematográficos, distribuidores y tutti quanti, nos prevengan (en el fondo: se excusen de modo pueril) cada vez que un personaje -en el cine, en el teatro, en el arte, en la literatura- defienda unos postulados o se exprese en unos términos o muestre un enfoque de la realidad que no encaje en las mojigatas prescripciones que exige la ridícula modernidad? Y luego nos extraña que hasta el debate sobre las canciones de Eurovisión dé paso a una controversia pública -y hasta política- en la que reivindicativos apéndices mamarios e identitarias lenguas autóctonas interfieren en el juicio meramente musical. En fin, simplemente estomagante. 

Al margen de los apriorismos ideológicos y pese a los dictados de la corrección política, la serie de la familia Aubrey es una obra sobresaliente. Los Aubrey son una familia singular. Mis padres siempre habían sido incapaces de hacer ciertas cosas que suelen resultarle sencillas a la gente corriente. Mi padre no consiguió dar a su mujer y a sus hijas un hogar que no estuviera permanentemente amenazado por la ruina. Mi madre era incapaz de vestirse de una manera convencional, casi podría decirse que ni siquiera lo bastante pulcra como para no llamar la atención al salir a la calle. Pero al mismo tiempo los dos hacían cosas que sobrepasaban la capacidad de la gente corriente, afirma Rose, una de las hijas, la voz que narra en las tres novelas. 

El padre, Piers, es filósofo, periodista, escritor, un pensador inteligente, un aventurero objeto de admiración (había atravesado los Andes a lomos de una mula, había cruzado el cabo de Buena Esperanza en cuatro ocasiones y había vivido todo un verano bajo el Pike’s Peak), pero incapaz para la “vida normal”, para la cotidianidad convencional que impone el compromiso con una esposa y cuatro hijos. Papá era valiente, cruel, deshonesto, amable […]. A esa lista de paradójicas cualidades podría añadir que no tenía un céntimo, que estaba desacreditado. Despilfarrador, proclive al juego -y a la ruina que conlleva-, siempre ausente, poco fiable, inconstante, especulador, irresponsable, no tendrá reparo alguno en vender los muebles de la familia, hipotecar sus bienes y esfumarse dejando un interminable rastro de deudas y abocando a los suyos a una vida de ruina y pobreza. De nuevo Rose: Desde hacía mucho sabía que papá era un hombre maravilloso, pero no tan maravilloso como progenitor. Y también: Tenía un padre glorioso y a la vez ningún padre en absoluto

La madre, Clare, fue una famosa pianista de éxito internacional (la gran Clare Keith, una intérprete que se había retirado demasiado pronto y que había tocado el Concierto en do menor de Mozart y el Carnaval de Schumann mucho mejor que ninguna otra mujer en el mundo), retirada de su carrera para dedicarse al cuidado de sus hijos (Cordelia, Mary, Rose y Richard Quin). Esplendorosa y radiante en el pasado, avejentada ahora (envejezco y cada vez soy más fea), sobrevive, cansada, con poco ánimo, entre deudas y preocupaciones, con sus torturados nervios, agostada prematuramente por las desgracias y oscilando de continuo entre la difusa esperanza de recuperar a su veleidoso marido y la constatación de su pobreza, de su triste e inestable presente, del que solo la salva la entrega a su prole, la lucha por sacar a flote a la familia y la confianza en que la aptitud musical heredada por Rose y Mary, sus talentosas gemelas, pueda fructificar en una carrera artística estimable que las libere del sometimiento a un marido. 

La hija mayor, Cordelia, tiene dos años más que sus hermanas, de las que la alejan un carácter superficial, un acusado egoísmo y un absurdo empecinamiento en convertirse en una virtuosa del violín, tarea en la que no hereda las aptitudes de su madre y que excede sus muy limitadas cualidades y su nula capacidad de emoción. La común coexistencia es un fastidio atroz, y ella una plaga doméstica con la que teníamos que convivir, apuntará, de nuevo, la narradora. Mary y Rose son, pese a su corta edad, pianistas prodigiosas que participan de la general excentricidad familiar, manifestada en ellas por su rechazo al mundo exterior, ajeno, extraño, de una fealdad incomprensible y hostil. Urgidas, por tradición familiar y por vocación, a un destino extraordinario, todo en ambas es extravagancia, inconformismo, singularidad, diferencia. Por fin, el pequeño Richard Quin, se manifestará desde muy chico como un genio, de sabiduría y sensibilidad acentuadas (Vivía para el placer, un placer delicado: la tranquila explotación de su mente y su cuerpo), con un excepcional don musical, un ser único, privilegiado, dotado de un carismático magnetismo. 

Hay, además, un cuadro de personajes construidos con solvencia y verosimilitud, entre los que destacan Kate, la fiel criada, el siempre cercano señor Morpugo, la extraña señorita Beevor, “enamorada” de Cordelia, la prima de la madre, Constance, y su arrebatadora hija Rosamund, la tía Lily y su problemática hermana, la señora Philllips, la hija de ésta, Nancy, el tío Len, su esposa Milly. 

La primera novela nos presenta a la familia -siempre desde la perspectiva subjetiva de Rose- en los últimos días del siglo XIX y primeros del XX. Las niñas son pequeñas y West borda el retrato de su muy especial infancia, recién llegadas a Londres tras una estancia en Edimburgo, viviendo en la casa de Lovegrove unos años extraordinarios, convulsos y felices, marcados por la austeridad y las carencias, por la intermitente presencia del huidizo progenitor, por el mágico influjo de la madre, por la extravagancia de sus costumbres y la conciencia de su propia singularidad, por su despreocupada libertad (En nuestro horario doméstico sin relojes, el tiempo, más que decirse, se deducía, basándonos con frecuencia en premisas incluso menos sólidas que aquélla), por su vivencia apasionada de la vida (Estábamos unidos, por regla general, por la fascinación ante las cosas que nos pasaban), por la entrega a la música. 

En La noche interrumpida, las chicas han crecido, son ya adolescentes. El padre parece haber desaparecido para siempre, aunque, para desahogo de Clare, la situación económica mejora por la venta de algunos cuadros valiosos, propiedad, hasta entonces desconocida, de los Aubrey. Rose y Mary siguen concienzudamente entregadas a su formación como pianistas. Cordelia abandonará sus insensatas aspiraciones artísticas para ocuparse en el estudio de un marchante de arte, mientras Richard Quin encamina su destacada inteligencia en dirección a Oxford. No obstante, la Primera Guerra Mundial irrumpirá en el mundo y en la novela, con sus trágicas repercusiones. 

La prima Rosamund nos presenta a las dos hermanas convertidas ya en exitosas pianistas profesionales. Viajan por el mundo entero y, pese a desenvolverse en ambientes refinados y cosmopolitas, no logran liberarse de los recuerdos de su particular y sobresaliente pasado. El tiempo ha transcurrido, llegan los años veinte, la Gran Depresión, son ya adultas, ha habido importantes pérdidas en su vida, han alcanzado una suerte de madurez, pero, en el fondo, siguen siendo unas niñas, algo alocadas, que buscan, todavía, colmar la ausencia de sentido de sus existencias. 

La presentación del ambiente familiar en la primera de las tres novelas es memorable. La vida infantil es desordenada y algo caótica, pero libre y, pese a las limitaciones, feliz. Éramos como piedras sin desbastar. Realmente era cruel tener que tocar tanto el piano, y que mamá tuviera que hacer las compras y ayudar con las labores domésticas y gestionar las preocupaciones de papá, de tal modo que nunca podía arreglarse y estar bien vestida como las otras madres. Cuando íbamos a la escuela siempre llamábamos la atención de nuestros profesores por lo desatendidas y apresuradas que íbamos, resume Rose su situación. Acostumbradas desde pequeñas a la “vida salvaje” en Escocia, son valientes y decididas, rebeldes e independientes, por lo que cuando se reincorporan a la “civilización” londinense son percibidas como raras, provocan el rechazo de sus compañeras por su inteligencia y su espíritu libre. Carentes de prejuicios, son imaginativas, construyen fantasías e historias quiméricas, fabulan, hablan con animales inexistentes (y desprecian a quienes no lo hacen: Nunca se había inventado un animal en su vida, lo que nos parecía casi terrible), viven entregadas a sus aventuras mentales (salvo Cordelia, sensata y, ya, adulta), ajenas a las convenciones sociales, sin conciencia del tiempo y las costumbres “reales”. Son aún niñas en acelerado camino hacia la madurez y son, sobre todo gracias a la música, insensatamente felices, en contra de lo que podría suponer la austeridad de su vida (Agradeced esa rareza que os ha mantenido a salvo durante estos años terribles). 

Ese apasionante retrato de la infancia bebe claramente de las fuentes de la propia biografía de Rebecca West. La madre pianista, la incompetencia financiera y el abandono del padre, las tres hermanas, ciertas peripecias familiares, el ambiente intelectual y culto de su hogar, son, indudablemente, rasgos autobiográficos, de modo que no resulta difícil asociar la primera persona de la Rose narradora con la voz de la propia autora. A ello contribuye, también, el recurso técnico con el que West presenta su historia. La primera novela del ciclo se publica en 1956, cuando Rebecca tiene ya sesenta y cinco años. Su mirada al pasado, con la sabiduría y la madurez retrospectivas que da la edad, coinciden con la de la propia narradora que, de continuo, hace acotaciones aludiendo a la época y los episodios descritos como remotos desde su presente contemporáneo. Todas estas cosas sucedieron hace más de cincuenta y cinco años, dirá. Y también: Ni siquiera los Phillips tenían teléfono, hasta ese punto era distinto aquel mundo del actual. Hay, igualmente, alguna referencia expresa al proceso de construcción de la memoria -que es el juego central de la literatura- que conlleva todo recuerdo (según lo reconozco ahora con ayuda de la literatura de la época). No es, pues, una niña precoz, adelantada y prematuramente madura la que habla, sino una mujer adulta, bien traspasada ya la frontera media de su vida, inteligente y segura, experimentada y reflexiva, juiciosa y lúcida. Por el libro pasan entonces, fruto de la penetrante sutileza de West, algunos de los temas esenciales de cualquier vida, universales, por tanto. La infancia y la familia, claro está, con sus encantos y sus complejidades, con sus claroscuros, sus contradicciones y sus ambigüedades, el peso del pasado, los recuerdos, la libertad, la vida como aventura y experimentación, el paso del tiempo, la muerte, el marco social, el feminismo, la función salvadora de la música. 

La descripción de la infancia y la vida familiar es, ya se ha dicho, uno de los mayores alicientes de la trilogía, singularmente de su primera entrega. La ambivalente influencia de la madre (Tener a una madre que era un genio era la maldición y la bendición de mi vida. Que hubiese puesto sobre mí sus talismánicas manos era mi único motivo para tener esperanza de que podía sobrevivir a pesar de mi debilidad en aquel mundo hostil; pero como era tan inferior a ella sentía que si el mundo me destruía iba a acabar perdida), el dolor por la ausencia (y por la distraída presencia, cuando se da) del padre (sabía de todo, había viajado por el mundo entero, hasta a China, sabía dibujar y tallar madera y hacer figuritas pequeñas para las casas de muñecas. A veces jugaba con nosotras y nos contaba cuentos y entonces era casi imposible de soportar, cada instante nos producía un placer tan intenso, tan impredecible, que no se podía estar preparada para eso. También es cierto que a veces no nos prestaba atención durante días y que aquello también era insoportable), la poderosa e imborrable impronta de ambos, las dificultades económicas (Nosotras éramos niñas y éramos pobres, por lo que éramos víctimas por partida doble) y, por encima de todo, la alegría, la felicidad, la luz, la rebeldía y el ansia de explorar, la fuerza de la vida, se abren paso en una infancia plagada de pobreza, milagros y música, contada a través de la voz madura y escéptica, perspicaz y crítica, curiosa e indagadora, profunda y sabia, también -claro está- infantil, de la niña. 

El universo particular de los Aubrey, encarnado en las maravillas que encierra Lovegrove, está hecho de rebeldía (Mary y yo sentimos una punzada de rebeldía frente a nuestros destinos), de rechazo a las costumbres sociales (Mary pensaba que las personas que íbamos a conocer allí serían tan aburridas como el resto de las niñas y las profesoras de Lovegrove), de soledad fecunda y de complaciente aceptación de la propia marginalidad (a esas personas las acabaríamos conociendo de todas formas porque estarían al margen, como nosotras. Mary decía que aun así no debíamos tenerle miedo a la soledad porque en casa ya había bastante gente como para darnos la compañía que necesitábamos […] Para qué queríamos más gente, decía Mary. Pero yo replicaba que merecía la pena explorar un poco el terreno fuera de Lovegrove, porque tenía que haber gente como los personajes de las novelas y las obras de teatro. Los escritores no se los podían haber inventado de la nada), de imprevisible excentricidad (Kate llevaba la consecuente mirada pétrea que manifestaba su creencia de que la familia para la que trabajaba había llegado demasiado lejos en su camino hacia la locura y que tenía la obligación de llamarlos al orden), de imaginación y juego y creatividad (Ese mismo día nos dimos cuenta de que no había ninguna razón por la que —igual que hacíamos con los animales— no pudiéramos inventarnos también las flores, y después de aquello hubo para nosotras un árbol de fuego junto al lago, al fondo del paseo de hierba, no lejos de las azaleas y las magnolias, y también un conjunto de altos lirios dorados, más altos que un hombre no lejos del jardín rocoso; los recordaba tan bien durante mi vida adulta que me costaba creer a los botánicos cuando afirmaban que no se conocía ninguna especie con esas características, señala Rose, comentando sus paseos por los Kew Gardens).

Hay en ellas, sin embargo, pese a su excepcionalidad, pese a sus rasgos de genio, un ansia de normalidad (Lo dejaría todo por servirlo y no me supondría ningún sacrificio, porque sería una vida ordinaria y con eso sería suficiente, no había ninguna necesidad de tener un destino extraordinario), un rechazo de esa mirada ajena que etiqueta y estigmatiza (No me había molestado tanto su ignorancia de nuestra pobreza como el comentario de que Mary y yo no nos parecíamos a nadie. Odiaba que compartiera esa obstinada convicción del mundo de que había algo extraño en nosotras), en los que se aprecia el deseo de reconocimiento (No sabemos cómo vivir solas […] seguimos siendo niñas abandonadas) y la aceptación de su condición en el fondo infantil (Se parecían a los niños de los libros infantiles, realmente distintos de los adultos y preocupados por otros intereses, justo lo opuesto de lo que había sido nuestra familia). Esta ambivalencia del universo familiar y, por encima de todo, de la sensibilidad y la inteligencia de Rose (el desconcierto, la extrañeza, la ansiedad, y, a la vez, la pertenencia, la alegría y el amor: Todo en nuestras vidas era como esa conversación, agradable pero impregnado de angustia) se ponen de manifiesto en el significativo texto que os dejo como cierre a mi reseña. 

Ya sin tiempo para más profundidades, sí quiero mencionar brevemente la presencia de la “cuestión” femenina y la defensa del poder transformador de la música como elementos destacados de la obra. En un entorno familiar en que el feminismo estaba en el aire, y desde la cuna, en un momento en que el feminismo se expandía como un bosque en llamas, la sutil y aguda mirada de Rose pone de manifiesto, incluso en el primer libro, cuando la perspectiva es la de una niña, las contradicciones de la condición femenina de la época. Las novelas están pobladas así de lúcidas apreciaciones sobre la distinta consideración que se daba a la valentía en niños y niñas, sobre la sujeción a la encorsetada moda imperante como una forma de humillación de la mujer (Cuando Rosamund bajó llevaba colgando del brazo una nube de tafetán blanco y nos dijo que tenía que terminar de bordar una enagua. Yo di un grito de angustia, porque ése era el tipo de prenda femenina que mis hermanas y yo odiábamos con más amargura, la considerábamos un insulto a nuestra fuerza natural. En aquella época, las colegialas se vestían con bastante sensatez y nosotras éramos felices con nuestras blusas y faldas y nuestros cinturones de lazo con hebillas de plata, pero el traje adulto propio de nuestro sexo nos esperaba a la vuelta de la esquina como una especie de estorbo y de humillación, pesado, paralizante, cargado de hileras de botones, corchetes, ojales que no paraban de abrirse y que había que volver a coser una y otra vez y varillas en todas las partes posibles donde puede romperse una varilla. Me daba la sensación de que Rosamund había abrazado la esclavitud antes de lo necesario), sobre la esclavitud que suponía el matrimonio, sobre el rechazo que suscitan a la narradora las inalterables condiciones que favorecen al hombre, hasta el punto de que Rose apele a una gallarda protesta feminista. Además, en unos libros en los que el telón de fondo de la época queda reflejado en un Londres en el que vemos los primeros vehículos a motor, las farolas de gas, los conciertos benéficos, las huelgas, el impacto de la Gran Guerra, no puede sorprender que comparezcan también, si bien de modo tenue y tangencial, la literatura propagandista o el movimiento sufragista. 

De mucha mayor entidad y con un papel más relevante aún en la estructura de la trilogía, la música se configura como la clave de la existencia de Mary y Rose (también, desde otra lógica, de la de Cordelia) y, por supuesto, aunque ya, quizá, sólo en el pasado, para la madre, Clare. Agradeced esa rareza -les dirá esta- que os ha mantenido a salvo durante estos años terribles, pero no penséis que se lo debéis a ninguna virtud personal. Se lo debéis exclusivamente a vuestro talento para la música. La música que os he enseñado a tocar os ha hecho comprender que hay una buena parte de la vida a la que no afecta lo que a una le pase. También la técnica os ha resultado de más ayuda de lo que pensáis. Si no sois unas blandas es precisamente gracias a esa técnica que habéis dominado, os ha endurecido

La música -en este juego de ambigüedades y contradicciones que recorre las novelas- es, a la vez, la felicidad y la angustia, la plenitud y la limitación, la libertad y la cárcel, la posibilidad de realización e individualidad, y la asfixiante e imborrable “marca” de los padres, como en estos dos largos fragmentos con los que pongo fin a mi reseña: 

Fue en ese momento, lo recuerdo bien, cuando mi felicidad llegó a un punto tan extático que volví a sentir el deseo de vivir lentamente, igual que se puede tocar un instrumento con lentitud. Lo que ocurría allí era un episodio de lo más difuso en realidad, una materia compuesta por leves sonrisas y semitonos de ternura; una mujer al final de su mediana edad, cuatro muchachas y un colegial que miraban dos parterres de flores corrientes sin hablar demasiado, apenas cruzándose unas palabras amistosas, como niños que se pasan una caja de bombones. No entendía por qué me zumbaba la sangre en los oídos y sentía que aquello era exactamente de lo que hablaba la música, pero el momento pasó antes de que pudiera explicarme su importancia; alguien nos llamó desde la casa. Nos volvimos con desgana, molestas de que hubieran roto aquel círculo. 

Eché un vistazo a esa habitación cubierta de libros de música y me sentí como si estuviera en una cárcel, me habían encerrado en un cubo de música y ni siquiera podía moverme por mi celda, ya que la mayor parte de ella estaba ocupada por aquel piano enorme que ya no me parecía el instrumento que había estudiado con un resultado exitoso hasta la fecha, sino una máquina que a lo largo de todos esos años había ejercido un poder tiránico sobre mi vida y que ahora imponía, y seguiría imponiendo ya para siempre, hasta mi destrucción total. 
Por eso era estúpido que tratara de convertirme en música. No tenía más talento musical que aquel que me había transmitido mi madre y además había disminuido dolorosamente en la transmisión. Yo era muy poca cosa comparada con ella. Si tocaba bien alguna pieza era sólo porque mamá me había enseñado, y yo sabía que mis interpretaciones, incluso si se las consideraba reproducciones de las suyas, estarían siempre llenas de defectos. No quería ser música. No quería crecer. No podía afrontar la tarea de convertirme en un ser humano, porque no existía plenamente. Los que existían eran mi padre y mi madre. Los veía como dos manantiales que brotaban de un risco pedregoso, bajaban por la ladera de una montaña en un torrente y se unían para fluir por el mundo como un gran río. Yo era tan inferior que no importaba que fuera prudente y huyera de la ruina a la que se había entregado mi padre. Entendía ahora que su ruina estaba más cerca de la salvación de lo que nunca podría estar mi pequeña seguridad. Deseé ser yo, en lugar de Cordelia, quien se hubiera metido en la cama, y entendí que su retirada no era simple cobardía, es más, que su terquedad la había llevado hasta la cima de una valiente autodefensa al haber renunciado a la imposible tarea de vivir en la misma escala que nuestro padre y nuestra madre. 
—Me gustaría escapar —le dije a Mary. 

En unas páginas repletas, como resulta evidente, de música, no ha resultado difícil seleccionar alguna pieza como cierre para mi comentario de esta tarde. Será uno de los Nocturnos de Chopin, que suenan en varios pasajes de las novelas el que acompañe ahora mi reseña. Se trata, en concreto, del Nocturno Opus 9, No. 2 en mi bemol interpretado por Arthur Rubinstein.

Sabíamos que no gustábamos a la gente en la escuela, y sin duda hubiésemos deseado que las cosas fueran de otro modo, yo incluso había comentado aquella desgracia con Rosamund, pero también pensábamos que parte de ese desagrado en realidad hablaba bien de nosotras. Gracias a mamá y a papá conocíamos el significado de muchas palabras largas, íbamos muy avanzadas en francés y tratábamos de hablarlo con un acento apropiado y reconocíamos los cuadros que la profesora de arte colgaba en la pared. Por supuesto que las chicas a las que se les daba bien la gimnasia y el hockey pensaban que éramos tontas y también había muchas profesoras que habían nacido de mal humor. Sabíamos que parte de nuestra falta de popularidad era culpa nuestra. Con frecuencia nos comportábamos de modo extraño o nos tropezábamos con las cosas, nos sumíamos en nuestros pensamientos y al despertar nos dábamos cuenta de que se esperaba algo de nosotras, pero no sabíamos qué, y entonces todo el mundo prorrumpía en una carcajada. Claro que es gracioso cuando todo el mundo se sienta y sólo dos personas se quedan de pie, aunque también es posible que se rieran más de la cuenta, porque, si es verdad que es gracioso, tampoco es para tanto. Pero lo que entonces decía Cordelia era que, si no gustábamos a la gente, la responsabilidad de ese veredicto tenía que ver con unas faltas graves por nuestra parte, no era sólo que fuéramos despistadas, sino que había un defecto real, algo molesto y censurable en nuestro comportamiento.

No la creímos. Sabíamos que siempre había sido tonta y que siempre lo sería. Lo acababa de demostrar ahí mismo con todas aquellas tonterías sobre el dinero. Nunca sería capaz de ayudarnos en ese sentido y tampoco habría necesidad, porque ganaríamos cuanto necesitáramos cuando creciéramos, pero tampoco podíamos dejar de creerla completamente porque sabíamos que estaba mucho más cerca que nosotras de la gente de la escuela, y al fin y al cabo los números también cuentan: no es tan natural que cientos de personas se equivoquen y sólo dos estén en lo cierto. Aquello provocó que desde ese día Mary y yo nos sintiéramos con menos fuerza que nunca para hacer amigos. Hasta entonces habíamos pensado que la frialdad que nos mostraban los extraños podía invertirse si éramos amables con ellos, pero desde ese momento nos sentimos limitadas en el trato con cualquier persona que no fuera conocida, temíamos que cuanto más supieran de nosotras, menos les gustaríamos.
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Rebecca West. La familia Aubrey

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