Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 2 de marzo de 2022

S. J. BENNETT. EL NUDO WINDSOR

Hola, buenas tardes. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. En esta primera emisión del mes de marzo quiero ofreceros una sugerencia lectora que, por un lado, entronca con la serie policíaca que nos ha mantenido “ocupados” desde finales de enero y, por otro, sirve de apertura a un nuevo ciclo, a desarrollar en las próximas cinco semanas -incluyendo la presente-, que recogerá obras escritas, y en casi todas las ocasiones también protagonizadas, por mujeres que, como es costumbre en nuestro programa, aparecerán aquí con la innecesaria excusa de la celebración marceña del Día Internacional de la mujer. 

Desde esta lógica, el título elegido como especial bisagra entre ambos enfoques, es El nudo Windsor, la entrañable primera novela publicada en nuestro país de S. J. Bennett, una autora inglesa nacida en 1966 y que cuenta con varios libros en su haber, algunos de ellos en el ámbito de la literatura infantil y juvenil. Con el que ahora os comento, que presenta en nuestro país la editorial Salamandra en traducción de Patricia Antón de Vez, parece haber inaugurado una serie, bajo la rúbrica genérica de "Su Majestad, la reina investigadora", de la que a finales de 2021 ya ha visto la luz en su país la segunda entrega, “A Three Dog Problem: The Queen investigates a murder at Buckingham Palace”, que no dudo veremos en España en los próximos meses. Como se deduce de modo obvio de ambos títulos, es Isabel II, la nonagenaria reina de Inglaterra, quien, en un perfil insólito, pero no descabellado, ejerce de sagaz detective en las novelas, ambientadas en el palacio de Windsor, la primera, y en el de Buckingham, la más reciente. 

S.J. Bennett es una experta conocedora de la corte “isabelina”. Su padre, militar, frecuentaba, al parecer -imagino que por razones profesionales-, a la reina, de modo que la escritora tuvo ocasión de acceder, de modo casi directo, a la información sobre sus hábitos, su personalidad, las interioridades de sus residencias, sus costumbres cotidianas (muchas muy divulgadas por los medios y, por tanto, casi de dominio público). Así lo pone de manifiesto en los agradecimientos finales del libro, en los que la autora se acuerda de sus padres, Marie y Ray, por hacerme dos valiosos regalos: el amor por la novela policíaca y una vida entera de anécdotas sobre la familia real británica, y también, como resulta natural y obligado, de la propia reina Isabel II, por haber sido una fuente constante de inspiración, tanto literaria como de otra clase. Cosmopolita y viajera, estudió y vivió en distintas ciudades, Berlín, Hong Kong, París, Roma, Florencia o Venecia. Doctorada en Literatura Italiana por la Universidad de Cambridge, trabajó como consultora, simultaneando su actividad laboral con la escritura de libros. El éxito internacional de este El nudo Windsor, la ha lanzado al “estrellato” literario y mediático, aunque ya antes alguna de sus obras había alcanzado una cierta repercusión (Love song, su novela de 2016, había obtenido un premio de literatura romántica). 

El libro se abre con Isabel II pasando unas semanas en el Palacio de Windsor. De entre todas sus residencias, ésta -el castillo habitado más grande y más antiguo del mundo (levantado a finales del siglo XI)- es la favorita de Ia reina, que la prefiere frente a las demás por nostálgicas razones vinculadas a su infancia, pues fue en Windsor donde, de pequeña, se había refugiado en los aciagos días de la Segunda Guerra Mundial (Ni el palacio de Buckingham —que era como vivir delante de una rotonda en un bloque de oficinas bañado en pan de oro—, ni Balmoral, ni Sandringham, por mucho que las llevara en el corazón. Windsor era su hogar, ni más ni menos. Aquí había pasado los días más felices de su niñez —el Royal Lodge, las obras de teatro en Navidad, los paseos a caballo—, y aquí venía todos los fines de semana para descansar de las extenuantes formalidades de la ciudad). Estamos en la primavera de 2016, una semana después de Pascua (la reina tiene por costumbre pasar un mes en el castillo de Windsor, llamado por ello la Corte de Pascua). El carácter más recogido e informal del lugar le permite organizar encuentros y reuniones, más “familiares”, en los que poder invitar a solo una veintena de personas frente a la larga centena habitual en las estrictas ceremonias de Buckingham. Su hijo Carlos se ha apropiado de una de esas invitaciones especiales, que incluyen cena y pernocta, para sacar adelante uno de sus proyectos, necesitado de un aporte de capital, que involucra a unos millonarios rusos. Al encuentro asistirá una fauna variopinta de invitados: el magnate Yuri Peyrovski y su esposa, la joven, bellísima, deseada e inaccesible Masha Peyrovskaya; Jay Hax, un gerente de fondos de inversión de alto riesgo especializado en los mercados rusos y con fama de ser un verdadero plomo (en un recurso técnico, la voz indirecta de la reina, que la narradora, que “habla” en tercera persona, aprovecha a menudo para deslizar las agudas e irónicas reflexiones de la soberana, impregnadas, siempre, de un muy inteligente humor); el muy popular sir David Attenborough, naturalista y divulgador científico, conocido sobre todo por sus documentales televisivos (en otra muestra significativa del “tono” de la obra: la mezcla de personajes reales y de ficción; y así el lector se topará con Vladimir Putin, el matrimonio Obama, cuya visita es inminente, Angela Merkel, Peter Cameron o Shinzō Abe, no demasiado conforme con el Brexit; y en otro ámbito no político, aparecen también la fotógrafa Annie Leibovitz o las cantantes Kylie Minogue, Shirley Bassey, entre otros); el caballerizo mayor de Su Majestad, encargado de los caballos de competición de la reina; el arzobispo de Canterbury; el último embajador británico en Moscú, recién regresado a su país; una escritora y su marido guionista, cuyas películas tiernas y divertidas eran un maravilloso compendio de arquetipos británicos; el rector de Eton y su mujer, que vivían a la vuelta de la esquina y nunca se perdían estos encuentros; una oscarizada actriz de ascendencia rusa; Meredith Gostelow, arquitecta, que en esos días estaba construyendo un ostentoso edificio anexo en un museo ruso; una catedrática de literatura rusa y su marido; una pareja de muy esbeltas bailarinas de danza clásica que interpretaran en la sobremesa, con música pregrabada, fragmentos de El lago de los cisnes al estilo del ballet imperial ruso. 

De entre todos ellos, en el acto había descollado un joven protegido de Peyrovski, Maksim Brodsky, talentoso pianista, que “entretuvo” a los asistentes tras la cena con un exaltado concierto. Con veintipocos años, guapo, sensible y arrebatado, su interpretación había entusiasmado a los presentes, en particular a las mujeres, que habían caído rendidas, embelesadas, ante su atractivo, siendo objeto de atención de todas, deseosas de bailar con él, cuando, ya avanzada la velada, el reposado piano dio paso a la agitada danza. Hasta la reina, que se retiraría pronto a sus aposentos, bailó una pieza con él, cautivada por su encanto. 

A la mañana siguiente, Brodsky aparecerá sin vida en su cama, en un fallecimiento debido, en una primera aproximación, a causas naturales. Pronto, sin embargo, el secretario personal de la reina, sir Simon Holcroft, comunicará a su “jefa” las extrañas circunstancias en las que se encontró el cadáver, desnudo, en el interior de un armario, ahorcado con el cordón de su batín, con ropa íntima femenina en el cuarto, indicios todos que apuntan a algún ritual de “asfixia autoerótica” y que modifican la calificación del deceso, que habría sido así un infortunado y no pretendido accidente. No obstante, el rápido informe de la patóloga forense cambiará de nuevo el “diagnóstico” de lo ocurrido en la estancia palaciega ocupada por el carismático pianista: la disposición del nudo que, supuestamente, ahorcó a Brodsky indica a las claras que no fue el extraño juego sexual la causa de la muerte, sino que el joven fue asesinado y, con posterioridad, el asesino “construyó” el escenario, colgando el cadáver en el ropero, atando el cordón al picaporte al que apareció enlazado y “decorando” la escena con pistas falsas que pudieran inducir en los investigadores una impresión de acto fortuito. 

A partir de este germen inicial, que se nos presenta en las primeras páginas de la novela, entrarán en acción los responsables de seguridad del palacio: el inspector jefe de Homicidios David Strong, que dirige el equipo policial en el castillo, Ravi Singh, experimentado y competente comisario de la Policía Metropolitana, y Gavin Humphreys, recién nombrado director general del MI5, el servicio de inteligencia británico, un gris y anodino tecnócrata al que la reina no puede soportar por la condescendencia y el aire de superioridad con que se dirige a ella (en una explícita manifestación del sutil tono feminista del libro, que la propia Isabel II encarna, en este caso al denostar el recurrente ejercicio del mansplaining -la Real Academia sugiere el uso en castellano del horrible “machoexplicación”- por parte del infatuado personaje). 

La investigación oficial pronto se adentra en hipótesis geopolíticas, encabezada por el inefable Humphreys que ve en el suceso extrañas conexiones con el espionaje ruso y, tras ellas, la mano en la sombra de Putin (que, es sabido, está detrás de muchas sospechosas muertes “reales” de ciudadanos rusos, periodistas, opositores, críticos con su corrupción y su despiadado poder, algunas en territorio británico). Humphreys cree que todos trabajamos para el Kremlin, afirma un personaje. Y así, con las anteojeras de esta interpretación apriorística, se buscan los vínculos entre el personal de palacio y la siniestra influencia del Kremlin y se detiene a un camarero y un archivero de Su Majestad en virtud de lejanísimos nexos con Rusia (uno de los sospechosos lo es porque estudió Historia y Lengua Rusa en la universidad, y su pareja se dedica a la compraventa de arte ruso). Los disparatados derroteros por los que se desenvuelve la indagación policial llevan a la reina -curiosa, inteligente, intuitiva, perspicaz- a interesarse por su cuenta en el esclarecimiento de los hechos, abriéndose entonces la trama a otros frentes, otros personajes, otras interpretaciones y, por desgracia, otros cadáveres. Sin perder de vista el enfoque geopolítico -aflora así China, su “Iniciativa de la Franja y la Ruta” (el grandioso plan de China para conectar Asia, África y Europa. Conceptos tremendamente confusos, en realidad, puesto que «franja» se usa para las zonas terrestres, que a menudo son rutas, y «ruta» para las marítimas, que nunca lo son), el afán expansionista de su presidente Xi-, la madeja se enreda, pues la noche del crimen Windsor había albergado también una reunión de expertos, analistas, académicos, altos funcionarios y agentes secretos especializados en el país asiático, para compartir información clasificada sobre cómo están actuando los chinos y hacer recomendaciones de alto nivel sobre la respuesta del Reino Unido, incrementando así la lista de posibles asesinos. 

Pero más allá de los apasionantes recovecos de la trama, que tiene también evidentes ecos de la novelística clásica británica, con Agatha Christie como referente inequívoco (espacios cerrados, ambientes refinados y hasta aristocráticos, elenco limitado de sospechosos, resolución no violenta de los crímenes), El nudo Windsor resulta sobresaliente, a mi juicio, por la poderosa y convincente construcción literaria de su personaje principal, la entrañable Isabel II, y de su singular ayudante, que supondrá su vínculo con el “mundo” ajeno al palacio, la excepcional Rozie Oshodi. 

La reina, que en los días en que se desarrolla la historia está a sólo dos semanas de cumplir noventa años (nació el 21 de abril de 1926; accediendo a la Corona el 6 de febrero de 1952, por lo que hace unos días, ya con noventa y cinco, se convirtió en la primera monarca británica que alcanza los setenta años de reinado), se nos presenta como una mujer compleja, profunda e interesante, culta y bien informada, lúcida, inquieta intelectualmente, también apacible y comprensiva, aunque exigente y, en general, bienhumorada. La vemos preocupada por seguir “dando la talla” al comienzo de esa muy avanzada década; molesta por el hecho de que la imagen pública que proyecta no se corresponda con su realidad (La gente daba por hecho que no leía: Dios sabría por qué, pues probablemente leía más periódicos en un mes que la mayoría de gente en toda su vida, y nunca le hacía ascos a una buena historia de espías); sabedora de que provoca “terror” en sus súbditos, pero orgullosa porque, casi sin excepción, la respetan e incluso la aman (todos le tenían terror, pero su adoración era más poderosa que el miedo); consciente de su inevitable soledad (Para tratarse de alguien que siempre estaba recibiendo a gente, llevaba una vida muy solitaria). La reina de Bennett, sin embargo, refulge, resplandece, irradia carisma, cercanía, afabilidad. Rodeada de sus perros, corgis y dorgis, a menudo su mejor compañía (Gracias a Dios, sus perros la acompañaban); disfrutando de los esporádicos paseos con sus amados caballos; soportando con “profesionalidad” las tediosas obligaciones de su cargo (con profesionalidad y la inestimable ayuda de una reconfortante bebida que siempre tiene a mano: Sir Simon la esperaba con un delgado fajo de papeles que firmar. A su lado, un lacayo sostenía una bandeja con un vaso, hielo y limón, una botella de Gordon’s y otra de Dubonnet. La reina miró los documentos con expresión de enérgica eficacia y la bandeja con una punzada de añoranza. Cinco minutos más y, durante un ratito al menos, podría relajarse); aceptando en apariencia un papel subordinado (con tanto hombre brillante a su alrededor, la reina debería quedarse ahí sentada y mostrarse agradecida, y aunque es una de las mujeres más poderosas del mundo […] se pasa todo el maldito tiempo viéndose obligada a escucharlos y a que ellos no la escuchen); tolerando, con afable condescendencia e indisimulado amor, a su muy singular marido, Felipe de Edimburgo, muerto hace apenas un año (en nuestra realidad, no en la novelesca), que se nos dibuja como un desprejuiciado e insustancial bocazas, políticamente incorrecto, ingenioso, cáustico, independiente, poco sensible, nada tierno, aunque, a su manera, pese a su lenguaje malsonante y sus frecuentes meteduras de pata, solícito y cariñoso (además de uno de los hombres más guapos que había conocido). La reina, sin embargo, rechaza muy sutilmente ese rol secundario, pasivo, esa condición de “florero” inane, de sumisa solvencia institucional. Por el contrario, piensa y actúa por sí misma, con independencia, personalidad, cordura, buen juicio y muy atinado criterio propio. La reina resuelve misterios -dirá una antigua cercana colaboradora, introduciendo así la dimensión investigadora de la soberana y “fundamentando” de este modo, el planteamiento de fondo de la serie novelesca de Bennett-. Resolvió el primero cuando apenas tenía doce o trece años, o al menos eso es lo que me contaron en su día. Y lo hizo sola. Es capaz de ver cosas que otros no ven, a menudo porque la están mirando a ella. Sabe muchísimo sobre multitud de cosas. Tiene ojos de lince, olfato para las sandeces y una memoria prodigiosa. Su personal debería confiar más en ella. Hasta el punto de que, en un ejemplo más del humor que impregna el libro, esa misma asistente la calificará como la verdadera reina del crimen

El problema que impide a la reina canalizar su innegable talento detectivesco viene dado por las limitaciones que le impone su responsabilidad institucional, por las exigencias de su cargo, por las restricciones de movilidad a las que obliga una posición pública expuesta de continuo al escrutinio de decenas de colaboradores, asistentes, ayudantes, doncellas, edecanes, mayordomos y demás “fauna” palaciega. Ella ha tenido que averiguar por sí misma lo que se le da bien, lo que es capaz de hacer. Y lo que hace bien es reparar en las cosas, ver cuándo algo «no cuadra». Descubrir por qué y deshacer el entuerto. De hecho, es genial haciendo eso. Pero suele necesitar ayuda

Y aquí es donde entra en acción el segundo gran personaje del libro, Rozie Oshodi, secretaria personal adjunta de la reina y colaboradora principal “externa” en las pesquisas que su “jefa” necesitará hacer fuera de palacio para resolver los enigmas que su reflexión y sus intuiciones le van planteando. Rozie es negra, de Nigeria, nacida en una familia humilde (su abuelo, llegado a Inglaterra a principios de los sesenta, había empezado lavando cuerpos en el depósito de cadáveres; su padre, trabajador del metro de Londres; su madre, comadrona y voluntaria en la comunidad local), criada en un modesto apartamento de dos habitaciones en Notting Hill. Rosemary Grace Oshodi, su nombre completo, se pagó los estudios con trabajos ocasionales cuidando los caballos en los establos de la “gente rica”. Inteligente, acostumbrada a la exigencia, la universidad le pareció coser y cantar. Se alistará en el Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales, hará carrera en el ejército como soldado de las Fuerzas Armadas de Su Majestad, se incorporará a un banco de inversiones desde donde accederá a su actual puesto, en el que sólo lleva seis meses. Pese a su solvente trayectoria, Rozie es incapaz de entender el que se confíe en ella para las delicadas tareas, en algún caso bordeando la ilegalidad, que le exige -le sugiere- la reina (¿Por qué se las confiaba a una joven empleada como ella, con sólo tres años de experiencia en la Real Artillería Montada y apenas unos meses como asesora bancaria? La reina podía recurrir al MI5 y a la Policía Metropolitana. Incluso al primer ministro. O si prefería que la cosa quedara más en casa, al propio sir Simon o a su caballerizo mayor. «¿Por qué recurre a mí?»). La exótica apariencia de la muchacha (su radical corte de pelo […] sus inmaculadas cejas […] las curvas de su atlético cuerpo enfundado en una estrecha falda de tubo y una chaqueta entallada […] los zapatos de tacón alto) la pone en el disparadero de la prensa sensacionalista, pero Rozie, orgullosa de sus orígenes humildes y sus innegables logros, desempeñará sus funciones con eficacia y discreción y acabará por crear, más allá de su labor profesional, unos sutiles pero firmes vínculos personales con su superiora. 

En fin, por distintos motivos merece la pena adentrarse en la excelente novela que os he presentado en esta ya muy larga reseña. No dejéis de leerla, os procurará horas de inteligente esparcimiento. Como acompañamiento musical a mi propuesta, os dejo con Celos, un tango que se baila en la fiesta posterior a la cena en palacio que desencadenará la acción en El nudo Windsor. La pieza, muy conocida, fue compuesta por el violinista danés Jacob Gade, y aquí aparece en la versión del argentino Sexteto Mayor. 


Durante el resto del día, la reina pudo percibir cómo la sombra del miedo y la incertidumbre se posaba inexorablemente sobre el castillo. Ella y el personal de su casa se regían por un código de lealtad absoluta, y esa lealtad era mutua. Ellos no cotorreaban, no vendían historias al The Sun o al Daily Express, no pedían ni esperaban los exorbitantes salarios que habrían exigido a gente como Peyrovski, no hacían preguntas impertinentes ni permitían que las inevitables fricciones o los problemas personales de los de abajo afectaran en lo más mínimo a la gestión fluida de los asuntos de su soberana, o por lo menos no muy a menudo. A cambio, ella los respetaba y protegía, valoraba sus sacrificios y recompensaba su servicio de toda una vida con medallas y otros honores que para ellos representaban un tesoro más valioso que el oro. 

Dignatarios, presidentes y príncipes extranjeros quedaban maravillados ante la precisión y profesionalidad de esos hombres y mujeres, siempre atentos a todos los detalles durante el tiempo que durase la visita. Los familiares de la reina le tenían mucha envidia, y de cuando en cuando trataban de robarle alguno de los más excepcionales, y a veces lo conseguían. De Balmoral al palacio de Buckingham, de Windsor a Sandringham, el ejército de miembros del personal a su servicio, varios cientos, era de hecho su familia. Ellos la habían cuidado durante casi noventa años muy complicados, habían amortiguado el embate de las mareas de desafecto que a veces se daban el gusto de mostrar sus súbditos, y trabajaban incansablemente para conseguir que una tarea en ocasiones muy difícil pareciera no requerir esfuerzo alguno. Actuaban sobre la base de la confianza mutua, y ahora el servicio de inteligencia estaba minando esa confianza con sus insidiosos interrogatorios.
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S. J. Bennett. El nudo Windsor

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