Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 9 de marzo de 2022

REGINA PORTER. LO QUE SEMBRAMOS
  
Hola, buenas tardes, bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de sugerencias de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Tras las recomendaciones de las últimas semanas, que se han movido, como quizás recordáis nuestros seguidores más asiduos, en el ámbito de la novela policial retomamos ahora el planteamiento que abríamos el miércoles pasado, vinculados a la literatura femenina con la excusa del Día internacional de la mujer, que celebrábamos ayer mismo, con una muy interesante novela, de lectura simultáneamente atractiva y difícil, como luego veremos, que es la primera de su autora, la norteamericana Regina Porter, que contaba hasta el momento con una podríamos decir que consolidada carrera profesional en el mundo del teatro. Lo que sembramos, que esa es la muy particular rúbrica con la que se ha presentado en español el título original, The Travelers, ha sido finalista en su país del premio PEN/Hemingway al mejor debut literario del año. Por cierto, y a propósito de la extraña traslación del título, he podido leer una reseña en el diario francés Libération, en la que se valora el buen criterio del editor galo, Gallimard, por haber elegido para presentar la obra en el país vecino el encabezamiento Ce que l’on sème (Lo que sembramos), el mismo que el de la edición de Seix Barral en España, al considerar que contiene un apreciable vínculo fonético con Ce que l’on s’aime (Lo que amamos), un juego que, obviamente, no puede argüirse como explicación de la insólita “adaptación” en el caso de nuestro idioma. El libro está vertido al español por Javier Calvo Perales, escritor él mismo y reconocido traductor. 

En síntesis -y debo anticipar que resulta difícil resumir una obra de estructura tan compleja, con un copioso número de personajes cuyas vidas se entrecruzan y mezclan, con tramas que se desenvuelven en distintos planos cronológicos, en un constante ir y venir en el tiempo, a lo largo de un par de generaciones-, la novela cuenta la historia de dos familias, una negra y otra blanca, aunque ambas “sangres” se unirán con el paso de los años, cuyas peripecias se inscriben en un “arco” de seis décadas, desde los primeros cincuenta del pasado siglo, con el recuerdo aún cercano del fin de la guerra mundial, hasta la llegada de Obama a la Casa Blanca. El relato se abre así a tres planos de interés: en primer lugar, la narración de las propias vicisitudes personales de sus protagonistas, contada con una sobresaliente fuerza literaria, que provoca una lectura, en muchos casos, apasionante; por otro lado, el recorrido que la autora hace por la evolución de la sociedad norteamericana de la época, con un particular énfasis en la guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles y la cuestión racial (Regina Porter es una muy militante afroamericana de Savannah, en la sureña e históricamente esclavista Georgia), la plaga del sida en los ochenta y los daños que causó el crack, años después, entre la población negra, conformando un escenario social que no opera como un mero telón de fondo sino que aflora con una presencia significativa y poderosa, permeando el libro entero; y, por último -en una vertiente, a mi juicio, no menos importante-, la dimensión universal de las vivencias narradas, por cuanto las existencias de los personajes, en su núcleo esencial, son, más allá del particular contexto en que se inscriben, las de cualquier ser humano. 

El libro sorprende, de entrada, por su peculiar estructura, una intrincada malla, un rompecabezas complejo en el que, en un deliberado desorden cronológico, se nos presentan unos como flashes de las vidas de los protagonistas, los cuales, además, se van entremezclando en sus distintas edades, en lugares diferentes y en cambiantes contextos sociales, compareciendo aquí y allá, ahora en un episodio aislado en los sesenta, más adelante, ya ancianos, a finales de la primera década de los dos mil, y luego un retazo suelto de treinta años atrás, y después cruzándose en la vida de otro personaje, casándose con un tercero del que habíamos tenido noticia varios capítulos antes, encontrándose azarosamente con un cuarto que fue crucial en su vida juvenil… y así de continuo, conformando un todo al que resulta ciertamente complicado dotar de una cierta unidad. Se me dirá que así es la vida, espontánea y caótica, y que solo la ingenua necesidad de controlarla y reducirla a dimensiones manejables impone a nuestras mentes la ficción de un orden, un relato que dé coherencia al desconcierto. Pero, ¿qué es, en último término, la narrativa más que la creación de un significado asible? Al término de la lectura -por otro lado, insisto, casi siempre subyugante-, se puede tener la impresión -ese ha sido mi caso- de que la autora, llevada por una, por otra parte, valorable intención experimental, hubiera creado en su imaginación esa tupida red de vidas, un cuadro completo que recogiera el transcurso de las existencias de una treintena de seres humanos, para, una vez conformado el marco general, romperlo en pedazos, con un punto de arbitrariedad (no estamos ante cuadriculadas teselas de un mosaico uniforme, impecablemente geométrico, sino, más bien, frente a jirones independientes unidos en un patchwork algo heteróclito), presentándolo en piezas sueltas, inconexas -o conectadas por un sutil y muchas veces enrevesado hilo conductor-, lo que provoca, en primer lugar, que haya que estar interrumpiendo constantemente la lectura para consultar el elenco de personajes que se ofrece en las páginas preliminares, perdido el lector (y no solo yo, esa percepción la han tenido también los autores de las distintas recensiones, francesas y británicas, de la novela que he podido leer) en esa confusa turbamulta de nombres (como prueba indiscutible de la validez de mi juicio os dejo, aquí en el blog, un gráfico que aparece en la página web de la propia Regina Porter en el que se muestra la nebulosa pléyade de personajes del libro y los inextricables lazos que los unen). Y hay, además, una segunda consecuencia, también, a mi juicio, negativa, de la opción estructural elegida por la autora, y es que la trama y, lo que resulta aún más grave, la propia lógica que anima a Porter acaba por hacerse difícil de seguir, en ocasiones, imposibilitando, por tanto, la adecuada comprensión de su propósito último. 

Ello no quiere decir que el artificio literario que se nos ofrece en Lo que sembramos no sea, sin duda, atractivo en sí, pues nos obliga a reflexionar sobre algunos asuntos de interés: la superposición de “capas” en la narración, en la que cada nuevo “reencuentro” con el personaje aporta un elemento inédito -o conocido bajo otra óptica- lo que nos ayuda a completar su retrato, como en tantas ocasiones sucede en la realidad; la discontinuidad en el tiempo, fenómeno tan común en nuestras vidas, hechas de momentos de intensidad que una y otra vez reaparecen en nuestra memoria con recurrente insistencia, y largos períodos vacíos de inapreciables y olvidadas lagunas; el desorden natural de la existencia, con gentes que entran y salen del “escenario” y llenan y dotan de sentido a nuestros días para, poco después, por el contrario, no significar nada para nosotros, hundidos en una niebla difusa y evanescente en la que apenas sobreviven como sombras; las profundas conexiones entre el pasado y el presente, siendo como somos, todos, una amalgama de secretos y omisiones, de recuerdos y pérdidas, de evocaciones y olvidos, de la poderosa huella del ayer y de las muchas veces irrelevantes, paradójicamente, señales que nos deja el huidizo momento actual. También resultan apreciables ciertas intromisiones del narrador en su relato, proyectando con anticipación el futuro de sus personajes en comentarios ajenos al episodio que se cuenta, contribuyendo a ese evidente propósito de la autora de cuestionar la cronología lineal y ampliando el eco de los hechos descritos (Por entonces Jimmy no podía saberlo, pero el B-52 de Lukas Fall sería abatido durante una misión en Vietnam; Durante el último año de Hank en la universidad, Charles Pierre Camphor moriría en un accidente de navegación), o la incorporación de párrafos en los que, de una línea a otra, cambia la voz que habla y, en consecuencia, la perspectiva desde la que se narra; así como otras interesantes rupturas de las convenciones narrativas más previsibles que consiguen expandir los límites de la obra de manera sobresaliente. 

Pero siendo ello cierto, es, a la vez, legítimo, creo, plantearse si esa opción estilística no es también algo superfluo, innecesario, un mero fuego de artificio, algo impostado, sin “peso” real en aquello que se quiere comunicar. ¿Era indispensable este planteamiento? ¿Nada de lo que se ha querido contar hubiera podido transmitirse sin utilizar esta fórmula? ¿Obedece el esquema elegido a una genuina voluntad expresiva o es, tan solo, un ejercicio “acrobático” que revela la destreza y el virtuosismo de quien lo emplea sin ir más allá, sin mayor trascendencia? Y todas estas preguntas resultan aún más pertinentes cuando la proliferación de recursos “técnicos” utilizados lleva consigo el que la lectura pueda hacerse muy ardua, hasta el punto -estoy seguro, ya hay ejemplos en mi entorno, por otro lado buen lector- de disuadir a quien en él pretende adentrarse. 

Pero es que, además, este “juego” va acompañado de otras demostraciones “rupturistas” que me han parecido algo vacías, superficiales, mera “parafernalia” profesional, retóricas en el peor sentido del término, y que más de una vez dan la impresión de haber sido introducidas en el texto por obligación, como exigencias que los tiempos imponen al escritor experimental, como prescripciones “innovadoras” que cualquier novelista “rompedor” debe incorporar a su obra. En este sentido, creo que es revelador el hecho de que Regina Porter se haya graduado en el prestigioso programa de Escritura Creativa de la Universidad de Iowa, como se recoge en la nota con la que la editorial presenta el libro, pues muchos de estos tics son típicos de los “recetarios” al uso en estas instituciones que enseñan la creatividad literaria. Al igual que un actual estudiante de Bellas Artes ve preterida la instrucción convencional -el dibujo, la copia de modelos, las proporciones, la reproducción de la realidad, el dominio de la perspectiva, la maestría en el trazo- en favor del experimento, la modernidad y lo original, de modo que los egresados, al poco de salir de las Facultades con el título bajo el brazo, se lanzan a la práctica de extravagantes performances e inundan el mundo de ladrillos apilados y rodaballos envasados y paraguas envueltos en radiografías y plátanos pegados a las paredes de las salas de exposiciones y muy transparentes vasos de agua reposando en un estante de la galería de arte, así, algunos de sus “colegas” literarios se ven obligados a poblar sus novelas de todo tipo de novedades (que a estas alturas del siglo ya no lo son en absoluto). Y así, Regina Porter encabeza cada capítulo con una foto -ya lo hizo, hace más de veinte años, W.G. Sebald, entonces con más coherencia-, de presencia prescindible (¿qué aporta -literariamente- una foto de unas patatas para acompañar un texto en el que se habla… de patatas? ¿o un marinero blanco y otro negro compartiendo el camarote de un submarino en un capítulo en que se nos cuenta que un negro y un blanco compartieron camarote en un submarino?), pero que refuerza, quizá, como ilustración gráfica, aquello de lo que se hablará en él. Y también así, cada nueva sección se abre con la mención de una serie de años -todos juntos; por citar solo los que abren el capítulo primero: 1946, 1954, 1964, 1971, 1986, 2000, 2009, de los que este último aparece misteriosamente en negrita- en los que, supuestamente -pero el vínculo resulta difícil de discernir y confunde al lector (yo, llamadme ignorante, no he sido capaz de averiguar la clave oculta)- tendrá lugar el episodio relatado o transcurrirá la vida de su protagonista o se producirán en ella hechos significativos. Y de nuevo así, se intercalarán cartas, páginas de cuadernos escolares, fragmentos de obras de teatro (la pieza dramática, de raíz shakespeariana, Rosencrantz y Guildenstern han muerto, de Tom Stoppard, desempeña un importante papel en la novela), insólitos listados -desconcertante el de la página 147-, menús, recetas (algunas de las cuales se detallan en la página web de la autora, para que se elaboren en los clubes de lectura que se ocupan de la novela), transcripciones de definiciones del diccionario, ejercicios de escritura de una aspirante a dramaturga, poemas, juegos tipográficos, un diagrama con el alfabeto húngaro y toda suerte de ingeniosas muestras de la muy acusada voluntad “creativa” de la autora, como ocurre, por ejemplo, con el reconocimiento explicito del carácter inventado de algunas afirmaciones que el narrador ha presentado como ciertas en el texto pocas páginas atrás, queriendo ilustrar así con ello, quizá, la soberanía del autor, su absoluto dominio sobre su obra y la capacidad de “engañar” a su antojo al lector, o siendo exponente también, quizá, de la relativización del valor de la verdad literaria, un “constructo” en el fondo irrelevante. Hay una manifestación muy notable de esta “trampa” metaliteraria -otro fuego fatuo, en realidad- en un pasaje en el que se nos refiere -en tercera persona- un incidente ocurrido en un desierto, en algún punto de la carretera entre Memphis y Porsmouth, para, al término del “lance” afirmar: En el camino de Memphis a Portsmouth no hay desierto, pero así es como se cuentan las trolas. Así es como la ficción se vuelve verdad y los recuerdos falsos se vuelven leyendas

Hay, por último, otra, a mi juicio enojosa señal de esta artificiosidad impostada: la asumida “obligación” -decretada por la pacata y puritana moral de la época y de la que se hace obediente eco la autora- de que en el elenco de personajes de un libro estén representados los diferentes colectivos postergados -es obvio que de modo injusto- en la vida social. Lo que sembramos se nos muestra de este modo -esa ha sido mi sensación al leerlo- como una apoteosis de la corrección política, con su dosis requeridas -las cuotas- de pobres, negros, mujeres o personas LGTBI… En fin…
Y sin embargo la novela es muy apreciable y a mí me ha resultado muy atrayente en los tres frentes ya mencionados: las propias vidas de los protagonistas, repletas de episodios, sucesos y vicisitudes de interés; el correlato histórico, que puntea la narración, a través de, ya se ha dicho, algunos grandes hitos de la historia reciente de los Estados Unidos; y por fin la “resonancia” universal de los sentimientos y las emociones de los personajes, pues sus preocupaciones, sus dudas, sus secretos, sus pasiones, sus afanes, sus temores, sus expectativas, sus frustraciones, sus culpas, sus esperanzas, sus arrepentimientos, son, a la postre, comunes a muchos seres humanos. 

Las dos grandes líneas familiares que vertebran el libro son la de los Vincent y las de los Christie. A los primeros, blancos, los conocemos inicialmente a través de la figura de su “patriarca”, James Samuel Vincent Hijo, que llegará a ser un prestigioso abogado de Manhattan, y al que la autora nos lo presenta en unas primeras páginas en las que de un modo vertiginoso, formidable, concentrado e intenso, se recorre su existencia entera (¿de ahí el juego de los años introduciendo el capítulo?; pero las fechas no encajan). El largo fragmento que, pese a todo, se “devora” en un muy elocuente suspiro, es un magnífico ejemplo de las distintas claves, formales y estilísticas pero también de contenido, por las que la novela resulta sobresaliente. Os lo dejo íntegro para su disfrute al cierre de esta reseña. Los Christie, negros, surgen de la unión de Agnes, una muchacha que en su juventud vivirá un cruel episodio de violencia racista que la cambiará para siempre, y Eddie, un veterano de la marina norteamericana, con una experiencia dolorosa en Vietnam. El que algunos de los personajes, complejos, bien perfilados, con hondura y densidad psicológica, acarreen en las profundidades de su alma las huellas de hechos traumáticos que condicionarán sus vidas es otro de los elementos relevantes del libro, que incide así en cuestiones como el recuerdo, la culpa o los secretos. El relato de las trayectorias vitales de las dos familias -que acabarán por unirse con la boda de un hijo de James y una hija de Agnes-, de sus ramificaciones y de las de otros personajes con ellas relacionados, es muy sugestivo y, como digo, constituye una de las razones fundamentales del atractivo de Lo que sembramos

Como lo es el repaso de la época histórica en la que los hechos se desenvuelven, con dos ejes destacados: la guerra de Vietnam y los movimientos por los derechos civiles con las protestas y la lucha contra las discriminaciones raciales. Hay capítulos “ambientados” en puertos asiáticos, en Filipinas o Vietnam, que logran transmitir, sin recurrir a aparatosos “efectos especiales”, los aspectos más crudos de la vida lejos del frente en aquella contienda desquiciada: en los opresivos submarinos, en los burdeles de los puertos, en los bares nocturnos. La presencia bélica se hace también patente en las destrozadas vidas de los excombatientes, almas en pena incapaces de acomodarse a la normalidad, afectados por dolencias físicas y, sobre todo psíquicas, sin cuento. 

El asunto de la raza es nuclear en el libro pues, de una u otra forma, todos los personajes viven las consecuencias de la intolerable segregación. La acción se desplaza -entre otros escenarios: la Bretaña francesa, Berlín, Los Ángeles y la costa oeste californiana- del Manhattan neoyorquino al profundo y racista sur de Buckner County, en Georgia, y en todos esos escenarios el conflicto racial impregna la “acción”. La muerte de Martin Luther King o la reivindicación de los Panteras Negras se incorporan al relato, que está penetrado de un tono abiertamente militante, con numerosas referencias a la causa negra, presentes también en un significativo número de fotografías de las que acompañan al texto. 

Confiesa la autora -así he podido leerlo en alguna entrevista- su necesidad de investigar y documentar la época de la que da cuenta, no solo por la obvia exigencia de dotar de verosimilitud “histórica” al libro, sino para poder “levantar” al personaje en toda su complejidad. En este sentido, resulta muy elocuente la presencia de la música que comparece en numerosas referencias que permiten repasar los últimos sesenta años de la historia norteamericana. Oigamos, en relación con este asunto, a Regina Porter: ¿Cómo se mueve este personaje a través de la Historia? ¿Es consciente de cómo la Historia lo está afectando? Algunas veces lo son y otras no. Pero mientras escribía, a menudo me detenía y decía "¿cuánto costaba una botella de leche en 1966?" ¿Y qué más estaba sucediendo ese año?” Y lo buscaba y pensaba cómo integrar eso en la vida de ese personaje. Y creo que eso me ayudó a situarme, al igual que lo hizo la música. Pensé que un personaje como Jebediah, bueno, Jeb, escucharía “What’s going on” de Marvin Gaye. Creo que sería una canción que le encantaría. Y digamos que a James padre le encajaría "It was a very good year" de Frank Sinatra. Estas canciones permiten situarte. Quiero decir que la música es fabulosa para anclar una historia y también para poder acceder al punto de vista del personaje. Yo creaba el personaje y luego me detenía y pensaba: "¿qué es lo que ocurre con la vida de este personaje y su contexto histórico?" Pero nunca quise que la vida de un personaje fuera eclipsada por los elementos históricos del relato. Muy a menudo no damos sentido a la historia mientras está sucediendo, solo lo hacemos de manera retrospectiva

Destacan, además, el tratamiento, muy abierto y desprejuiciado, de las “escenas” de sexo, la reivindicativa presencia -como ya he comentado- de la homosexualidad, la muy documentada ambientación de los distintos entornos en los que se desarrolla la trama: Vietnam, los buques de la Armada, las fuerzas aéreas de Estados Unidos, los escenarios berlineses y bretones, la vida cotidiana en distintas poblaciones de Norteamérica en épocas y entornos diferentes; y en todos los casos la autora revela un minucioso conocimiento de la presencia en ellos de los afroamericanos, de las dificultades para su integración. 

La novela, en fin, esta surcada por abundantes menciones literarias -la ya citada de Shakespeare, Joyce, Strindberg, Mark Twain o Robinson Crusoe- y artísticas -Jackson Pollock, Lee Krasner-, pero también de referencias de la cultura popular, series televisivas, infinidad de discos de éxito o películas conocidas, lo que también la abre a dimensiones más universales, capaces de interesar a un número mayor de lectores. 

En fin, una lectura muy aconsejable, la de este Lo que sembramos, de Regina Porter, pese a sus muchos elementos a mi juicio discutibles. De entre las muchas citas de canciones que pueblan el libro, me quedo, para ilustrar musicalmente esta reseña, con Bye Bye Baby, aquí en la voz de una energética Mary Wells en una grabación de hace sesenta años.

PÁSALO 

1946 1954 1964 1971 1986 2000 2009 

Cuando el niño tenía cuatro años, le preguntó a su padre por qué la gente necesitaba dormir. Su padre le dijo: «Para que Dios pueda arreglar todo lo que la gente jode». 
Cuando el niño tenía doce años, le preguntó a su madre por qué se había marchado su padre. La madre le dijo: «Para poder follarse todo lo que se mueve». 
Cuando el niño tenía trece años, quiso saber por qué había vuelto su padre a casa. Su madre le dijo: «Porque tengo cuarenta y un años y no me apetece salir a buscar a alguien con quien follar». 
A los catorce años, cuando las palabrotas parecían manar de las bocas de sus amigos como el agua de una tubería rota, al chico ya no le atraía decirlas. En absoluto. Ni por asomo. 
A los dieciocho, el chico (Jimmy Vincent Hijo) abandonó su pueblo natal, Huntington, Long Island, para asistir a la Universidad de Míchigan. Por lo que cuenta todo el mundo, Jimmy era muy buen estudiante y tan apuesto que no te dejaba concentrarte. Podría haber conseguido a cualquier chica que hubiera querido, pero, como suele pasar, acabó decantándose por una muchacha maravillosamente insulsa llamada Alice. Jimmy se convenció a sí mismo de que amaba a Alice y durante el primer curso disfrutaron de un sexo encandilado y acrobático. Encantada de su buena fortuna, Alice abrazaba a Jimmy muy fuerte con agradecimiento y decía: «Oh, Dios. Oh, yo. ¿Yo? Joder, joder, joder». 
Después de Míchigan, Jimmy regresó a la Costa Este. Encontró trabajo de asistente jurídico en un bufete de abogados de alto copete y conoció a una chica alta de Nueva Inglaterra. Jane era estudiante de Medicina, pero podría haber pasado por modelo de pasarela. No decía palabrotas y cada vez que entraban juntos en algún local la gente se los quedaba mirando. Era una chica con la que Jimmy no sólo podría haberse casado, sino a la que podría haber querido, incluso a la tierna edad de veintidós años. Y se la llevó a casa de sus padres en Nochebuena, que daba la casualidad de que también era su primer aniversario como pareja. 
Después de una encantadora cena que la madre de Jimmy se había pasado el día entero cocinando con su libro de recetas favorito, el padre de Jimmy entró tranquilamente en el salón y se sentó entre Jimmy y Jane. Se puso a dar sorbos de Madeira y a rememorar su infancia en el Maine rural. «La patata caliente cura el orzuelo. La patata cruda en el sobaco funciona mejor que el desodorante. Métete una patata en el zapato y ya te puedes despedir del resfriado. Os presento el diccionario del joven granjero. Cambié una sarta de campos de patatas por otra. Long Island solía estar llena de patatales, por si no lo sabíais.» Cuando Jane se fue a la cocina para ver cómo iba la madre de Jimmy, su padre se giró hacia él y le dijo: «Hijo, ¿te estás tirando a esa? No la dejes marchar. No la cagues, Jimmy, ya la querría yo para mí». Jimmy, a quien siempre habían llamado Jimmy Hijo, decidió en aquel instante que prefería que lo llamaran James. Cuando a James lo admitieron en la Facultad de Derecho de Columbia, se distanció de Jane. 

                                         El menú de Navidad de Nancy Vincent 
                                            «Capricho de costillas asadas» 
Costillar asado de ternera, patatas al horno, aros de cebolla fritos, brócoli con salsa holandesa, ensalada de aros de manzana, bollos dorados con forma de abanico, pastel en forma de vela, café caliente, tazones de leche. 
Better Homes and Gardens: Special Occasions (Meredith Press, Nueva York, 1959) 

Cuando James tenía treinta y un años, lo hicieron socio del bufete. Tenía bastante dinero, aunque no era escandalosamente rico. James había visto cómo sendos ataques al corazón habían dado pasaporte a dos socios del bufete no mucho mayores que él, de manera que reservaba tiempo para viajar, tanto a su pueblo natal como al extranjero. Se dio el gusto de salir con un surtido impresionante de mujeres. Se casó con una guapa chica de Middlebury, en una colina de Vermont poblada de arándanos azules cerca de la universidad donde ella estudiaba. James y Sigrid se compraron un apartamento de tres dormitorios con vistas a Central Park. Su encantadora esposa tenía un defecto, una cicatriz en la nariz, regalo de un transeúnte desconocido que la había tirado de su bicicleta Schwinn rosa cuando iba pedaleando con sus padres por Prospect Park. «Aparta, coño», le había dicho aquel desconocido vestido con ropa de licra cuando había pasado zumbando junto a ella con unos patines de ante. James le veía algo profético a esta historia. Quería a Sigrid tanto como ella lo quería a él. Sigrid le hacía reír de buena gana. Tuvieron un hijo. Lo llamaron Rufus. Y lo apodaron Ruff. Sigrid le dijo a James que no quería tener más. Después de un año de baja por maternidad, Sigrid volvió a su trabajo de correctora. 
Cuando tenía cuarenta años, nada emocionaba a James. Había leído en alguna parte que la gente a los cuarenta no era feliz, pero James se conformaba con llevar a su Ruff a ver partidos de béisbol en el estadio de los Yankees y a aparcar el aburrido pero provechoso trabajo del bufete de viernes a lunes. Se encontró a sí mismo dando clases en su alma mater, Columbia, y descubrió que le gustaba más que ejercer la abogacía. 
Cuando tenía cuarenta y dos años, a James sí se le despertaron emociones: sobre todo cuando vio a su anciano padre enterrado en la tumba familiar que tenían en Cabot, Maine. Un colega del bufete se llevó aparte a James antes del funeral y le dijo: «Tienes suerte de haber conocido a tu padre de adulto. No todos llegamos a los ochenta y uno». A James le entraron ganas de decirle: «Vete a la mierda. No conocí a mi padre para nada». Pero lo que dijo fue: «Gracias por viajar hasta Maine. Muchas gracias». 
Cuando James tenía cuarenta y cinco años, Sigrid le dijo que pasaba demasiado tiempo sola en su apartamento y que le hacía falta un cambio. Estaban en su viaje anual a Vermont, a un tiro de piedra del centro de esquí que había en la misma colina poblada de arándanos donde él le había pedido matrimonio. Resultó ser un fin de semana anodino. James consultó al mismo colega que había asistido al funeral de su padre. «La menopausia es un problema —le dijo su colega—. Es hora de cambiarla por una nueva.» A James le pareció un poco prematuro y le preguntó a su madre. Ella le mandó una receta de Better Homes and Gardens. Mientras cenaban un plato de risotto de setas que él se había pasado la mayor parte de la tarde cocinando, James le dijo a Sigrid: «El cambio vital puede ser tu enemigo o puede ser tu mejor amigo». Sigrid cogió a su hijo, Rufus, y se mudó a la otra punta del país, a un apartamento de estilo colonial español en Los Ángeles. En la actualidad corre casi todas las mañanas por la playa y bebe cerveza Sapporo por las noches con su novio. 
Cuando James tenía cincuenta años y se estaba acostando con Akemi, su asistenta japonesa mucho más joven que él, Rufus lo llamó un día llorando desde Venice Beach. «Papá, acaba de pasarme algo muy chungo. ¿Puedes venir a Los Ángeles a recogerme, por favor?» James no estaba preparado para la mala noticia de su hijo. Le colgó el teléfono, pero no sin antes decirle: «Lo siento, Ruff, pero estoy intentando dormir para poder arreglar todo lo que Dios ha jodido». Akemi, que significa «gran belleza» en japonés, vio que James echaba mano de la caja de pizza de V&T que tenía en la mesilla de noche. Se había fijado en que últimamente había empezado a picar comida en la cama. Se tapó hasta los hombros con las sábanas y se negó a fingir que lo amaba. «Aquí no sabéis envejecer.» James le dijo que necesitaba estar un tiempo a solas. Y cuando Akemi se marchó, llamó a Rufus. 
Cuando James tenía cincuenta y ocho años y estaba felizmente casado con Adele, de cincuenta y seis, a quien amaba porque ninguno de los dos necesitaba hablar mucho, fue a visitar a su anciana madre al complejo residencial para la tercera edad que ella ahora consideraba su casa. Su madre tenía el pelo blanco y dentadura postiza blanca y a James le asombraba lo vibrante que era su sonrisa falsa. Nunca le había dicho a su madre que era hermosa. Era la clase de mujer que no habría agradecido el cumplido. —¿Cómo te va, mamá? Su madre lo miró y dijo: —Ya no aguanto más. A James le pareció una declaración necesaria pero poco clara. Se preguntó si su madre estaría planteándose marcharse de allí. Era una salida de cobardes, pero él mismo no la descartaría. Su madre señaló a un viejo con batín raído de seda que estaba a dos mesas de ellos. El carcamal estaba enfrascado conversando con una visitante gordita de mediana edad que quizá fuera su hija o quizá una esposa mucho más joven que él. —No tengo ni un momento de paz. Ese viejo siempre me está tirando los trastos. —Todavía estás de buen ver —dijo James. Su madre sonrió y le pellizcó la mejilla. No era lo mismo que decirle que era hermosa. Pero era suficiente. Echó su silla hacia atrás y le dijo a James que esperaba verlo el domingo siguiente. 
Cuando James tenía sesenta años y Rufus, ahora casado desde hacía tiempo y con gemelos, lo llamó para preguntarle: «¿Cómo puedo salvar mi matrimonio, papá?», James se limitó a decirle: «No divorciándote». Rufus se había casado con una mujer negra llamada Claudia Christie, lo cual significaba que los nietos de James, Elijah y Winona, eran multirraciales, birraciales, parcialmente negros. Allá donde James fuera en Manhattan, se encontraba con gente que era mitad y mitad. Una vez había cometido el error de usar el término mulatos. Rufus lo llevó aparte y le explicó a James que aquella palabra estaba prohibida. Como la dijera una vez más, no volvería a ver a sus nietos. Aun así, cuando James caminaba por la calle con Elijah y Winona, sentía unas emociones tan mezcladas como el color de la piel de los niños. «Son espectacularmente guapos», decía la gente. «Pero no se parecen en nada a mí», le confesó James a Adele. 

Una tarde soleada de agosto, James estaba lanzando pelotas de sóftbol en el jardín con Elijah. Ahora pasaba la mayor parte de los meses de verano y otoño con Adele en su casa de la playa en Amagansett. Rufus y Claudia estaban en un simposio sobre Joyce en Dublín y los habían dejado una semana a cargo de sus nietos. A James y a Adele les gustaba tomarse unos martinis a mediodía. Los martinis de mediodía se habían convertido en un ritual en Amagansett, a diferencia del golf. Nada de golf. A James le preocupó ver que Adele salía de la cocina con un bañador de los años cuarenta estilo Mildred Pierce y depositaba a Winona en el vetusto flotador. El flotador era azul y blanco y estaba decorado con cangrejos rojos, pero se notaba que era más viejo que Matusalén porque los cangrejos ya estaban de un color rosa oxidado. James dividió su atención entre Winona en la piscina y Elijah, que estaba tirando la pelota de sóftbol con un efecto tremendo. El chico tenía buen brazo. Y según como lo miraras —menuda gracia tenía esto, ¿no?—, se le parecía un montón. 
—Abuelo —dijo Elijah, preparándose para otro lanzamiento, un lanzamiento que golpeó la palma de la mano de James y le arrancó una punzada de dolor—. ¿Por qué la gente necesita dormir? 
Estaban en el caro césped del jardín. Los dos en bañador. Los dos bañadores eran del mismo color aguamarina. A Adele le gustaba que todos los colores de su casa de la playa hicieran juego y fueran luminosos, como el Caribe. La idea de que en una casa de la playa todo tuviera que ser blanco era obscena. Y hablando de Adele. ¿Dónde se había metido Adele? Winona estaba en el flotador, cantando. Pataleando y cantando. Chapoteando y pataleando. Por un momento James se sintió confundido. A veces intentaba retroceder mentalmente hasta 1942, el año en que había nacido.
 —¿Qué has dicho, Elijah? 
—¿Cómo es que todos necesitamos dormir, abuelo? 
James vio a Adele por la ventana del patio. Se estaba sirviendo otro martini. Estaba hablando por teléfono, seguramente decidiendo con alguna de sus amigas artistas adónde iban a llevar a los niños a cenar por la noche. Ahora que todos tenían nietos, la cena formaba parte de su rutina. La cena y los martinis.
—Elijah —dijo James, girándose hacia la piscina. Winona estaba dormitando. Winona estaba dormida. Su cuerpo estaba desplomado sobre el flotador y el agua se la estaba llevando al lado profundo de la piscina. 
—Nadie sabe por qué la gente necesita dormir —se oyó a sí mismo decirle a su nieto—. El sueño es un misterio.

Videoconferencia
Regina Porter. Lo que sembramos

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