Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 23 de marzo de 2022

HOMENAJE A UCRANIA

Hola, buenas tardes. Todos los libros un libro sale al aire un miércoles más con nuevas recomendaciones de lectura que Alberto San Segundo, como director del programa, escoge para vosotros con criterios de calidad, interés y en ocasiones, como ocurre con mi propuesta de esta semana, también por razones de oportunidad. Mañana, 24 de marzo, se cumplirá un mes del comienzo de la invasión rusa en Ucrania. Por este motivo, voy a interrumpir la serie que nuestro espacio estaba dedicando a la literatura femenina, un ciclo que surgió aquí con la excusa de la celebración, el pasado 8, del Día Internacional de la Mujer y que se reanudará dentro de siete días, para ofreceros un programa de homenaje al pueblo ucranio, que tanto está sufriendo el asedio, la ocupación, los bombardeos y las demás devastadoras consecuencias de la cruel y atroz acción rusa, del frío y despiadado ataque de los ejércitos de Putin. 

No es este el lugar (ni constituye, tampoco, mi pretensión), para intentar un análisis de las causas, las implicaciones y las responsabilidades de estos trágicos acontecimientos, lo suficientemente complejos y llenos de aristas, de derivaciones políticas, sociales, culturales, económicas, geoestratégicas, antropológicas, religiosas incluso, que admiten argumentaciones encontradas, como para aventurar explicaciones sobre el asunto, en un ámbito como este -un modesto programa de radio- y por parte de que quien os habla, alguien absolutamente profano en tan abstrusas cuestiones. Pretendo, tan sólo, una nueva -y quizá redundante- manifestación de cercanía, de afectividad, de apoyo y de egoísta solidaridad (egoísta por cuanto se manifiesta desde el confortable sillón de mi acogedora casa, ajeno a los padecimientos de los sufrientes ucranios), con las víctimas de esta nueva muestra de la irracionalidad humana. Va por Ucrania, pues, por sus mujeres y niños, por sus ancianos, por sus valientes combatientes (también los soldados rusos), por todos los que están padeciendo, en pleno siglo XXI, los efectos de esta salvaje y brutal evidencia -una más- de lo que parece la consustancial animalidad del ser humano. 

Y lo voy a hacer -el homenaje a Ucrania que esta tarde os propongo- de la única forma en que puedo hacerlo, hablándoos de libros, sugiriendo la lectura de algunos de ellos en los que la propia Ucrania o las vastas regiones de la Europa central y oriental en las que han germinado guerras y conflictos armados en los últimos ciento cincuenta años, son protagonistas. En los dos largos lustros de existencia de Todos los libros un libro he presentado -de modo recurrente, pues siempre han sido cuestiones que me han interesado especialmente- numerosos libros en los que se muestra a Ucrania, Polonia, Rusia, los países eslavos, como los escenarios en los que se dirimen diferencias étnicas y políticas a través, a menudo y por desgracia, de sangrientos y espeluznantes episodios bélicos. Libros sobre el exterminio judío, sobre la ocupación violenta de los territorios de esa convulsa región de Europa, sobre los desplazamientos y el exilio de millones de personas, sobre la barbarie organizada de los regímenes nazi y soviético, también de los fascistas ultranacionalistas ucranios, sobre el genocidio y los crímenes contra la humanidad, sobre el odio y la venganza, sobre las oscuras fuerzas que han propiciado esas guerras, sobre sus devastadores efectos, sobre la difícil vida en esos países antes, durante y después de las contiendas, las explosiones, los obuses, las bombas, las violaciones, los asesinatos. Hoy quiero recuperar aquí algunas de esas obras, cuyas reseñas originales podéis encontrar en este mismo blog, pero que hoy reaparecen aquí con el (relativo) doble aliciente de su oportunidad, ya mencionado, y de su presentación a través de una fórmula radiofónica distinta a aquella en la que os los recomendé en su momento (un mero comentario escrito, del que no queda registro grabado; o una emisión en audio pero sin el actual “juego” dialogado, en formato de entrevista, en el que se desenvuelven actualmente nuestras emisiones). 

Empecemos en Ucrania, pues, en su capital, Kiev. Y lo haremos con HHhH, el estremecedor e inolvidable libro de Laurent Binet, que publicó la editorial Seix Barral en 2011, en traducción de Adolfo García Ortega. El cerebro de Himmler se llama Heydrich. Esta frase, recurrente en distintos círculos de la Alemania nazi y que en la lengua germánica se dice Himmlers Hirn heisst Heydrich, da título, con sus cuatro haches iniciales, al libro. Himmler es, claro, el comandante en jefe de las SS, uno de los mayores responsables del terror nazi. Menos conocido es, en cambio, Reinhard Heydrich, jefe de la Gestapo, considerado el hombre más peligroso del Tercer Reich y una de las figuras más enigmáticas del nazismo. Su discreto segundo plano en los libros de historia no debe confundirnos acerca de su capital importancia en el proyecto político hitleriano. Heydrich, el carnicero de Praga, siniestro apodo con el que era conocido, el máximo encargado del vertedero de la basura del Tercer Reich, como él mismo se denominaba, fue también el principal impulsor, el inventor en realidad, de la Solución final, el monstruoso, el diabólico plan de aniquilación sistemática y organizada del pueblo judío. Tras la ocupación nazi de Polonia comenzaron las ejecuciones masivas en ese país y en la URSS, pero se confiaban a los comandos de exterminio de los Einsatzgruppen, los escuadrones de ejecución itinerantes, que se limitaban a concentrar a sus víctimas por centenas, incluso por millares, a menudo en un campo o en un bosque, antes de ametrallarlos. El problema de este método era que sometía los nervios de los verdugos a una dura prueba y dañaba la moral de las tropas, hasta de las más curtidas, como la SD, el Servicio de Seguridad, o la Gestapo; el propio Himmler llegó a desmayarse cuando asistió a una de esas ejecuciones en masa. Más adelante, los SS se habituaron a asfixiar a sus víctimas en unos camiones repletos de gente en su interior, hacia donde conectaban el tubo de escape, en una técnica que no pasaba de ser algo relativamente artesanal. De este modo no se resentía el equilibrio psíquico de los ejecutores, pero la supuesta asepsia de la operación presentaba un inconveniente adicional: en palabras de Binet: las personas, cuando se asfixian, tienen tendencia a defecar, y hay que limpiar los excrementos que alfombran el suelo del camión después de cada gaseado. Por fin, y aquí es donde aparece la cruel mano de Heydrich, el exterminio de los judíos fue administrado como un proyecto logístico, social y económico completo, es decir, como una operación de gran envergadura, la solución final, los campos de concentración y exterminio.  

El odio que suscitaba el personaje en la Europa ocupada, junto al innegable valor estratégico de la posición de Heydrich como máxima autoridad nazi en el Protectorado de Bohemia y Moravia, que incluía a las actuales Repúblicas Checa y Eslovaca, provocaron que la resistencia checa y las autoridades británicas idearan la operación Antropoide, un intento de acabar con el brutal carnicero alemán. En 1942, dos miembros de la Resistencia, Jozef Gabčik y Jan Kubiš, aterrizan en paracaídas en Praga con la misión de asesinarlo. Pese a las muchas dificultades que encuentran para acceder a su presa logran por fin su cometido con la ayuda de un tercer hombre, Josef Valčik. Refugiados tras el atentado en una iglesia, son delatados por un compañero traidor, suicidándose ante el asedio de setecientos hombres de las SS. Las furibunda reacción de Hitler tras el atentado se traduce en la completa liquidación de la localidad de Lídice, de donde era natural uno de los resistentes, aunque la represalia se centró en ese pueblo por azar, sin que la organización nazi fuera consciente de esa circunstancia. En una sola noche, un escuadrón de las SS arrasó la población acabando enteramente con sus habitantes. 

La novela reconstruye estos hechos históricos, muy documentados, y nos lleva, en una narración apasionante, a una ciudad del norte de Alemania, prosigue en Kiel, Múnich y Berlín, luego se desplaza por la Eslovaquia oriental, pasa muy brevemente por Francia, continúa en Londres, en Kiev, vuelve a Berlín y para terminar en esa Praga centro de la arriesgada operación. En ese recorrido por los lugares del horror, Binet relata varios episodios, escalofriantes, de una crueldad insoportable, con centro en Kiev. Uno en particular ha vuelto a mi memoria estos días, cuando, ya en las primeras fechas de la ocupación, el ejército ruso bombardeó la torre de la televisión de la capital ucrania, cercana a la plaza de Babi Yar, en la que se ubica un monumento en memoria de una de las más sangrientas masacres de la Segunda Guerra mundial. Allí, entre los días 29 y 30 de septiembre de 1941, 33.771 judíos de Kiev fueron cruelmente exterminados por el Einsatzgruppe encargado de Babi Yar, que obedecía las órdenes, naturalmente, de los altos dirigentes del Reich. Una muestra más de que el ser humano nada aprende de sus errores, inexorablemente condenado, al parecer, a incurrir una y otra vez en ellos. 

Nuestro apesadumbrado recorrido por los escenarios de la guerra nos hace recalar ahora en Leópolis, la ciudad, tan nombrada en estos días aciagos, y que es, en cierto modo, el núcleo central de la obra maestra de Philippe Sands, Calle Este-Oeste, publicada por Anagrama en 2017, en traducción de Francisco J. Ramos Mesa. Aprovecho para adelantaros que a la vuelta de las vacaciones de Semana Santa os hablaré aquí, de manera monográfica y por extenso, de la que por ahora es el último libro de Philippe Sands publicado en nuestro país, el también muy interesante Ruta de escape, que comparte algunos escenarios y la misma temática que este magistral Calle Este-Oeste

Con un subtítulo muy esclarecedor, Sobre los orígenes de "genocidio" y "crímenes contra la humanidad", el relato de Sands nace de una invitación que el abogado, experto en justicia internacional y profesor de Derecho Internacional en el University College de Londres recibió en 2014 de la Facultad de Derecho de la universidad de la hoy ucraniana ciudad de Lviv para dar una conferencia sobre las materias objeto de su especialización, los crímenes contra la humanidad y el genocidio. 

Lviv es una pequeña ciudad, situada en el mismo corazón de Europa, al oeste de Ucrania, a apenas setenta kilómetros de la frontera con Polonia, que resulta un ejemplo paradigmático del trágico destino que ha acompañado al continente en los peores momentos de su historia. Conocida indistintamente como Lemberg, Lviv, Lvov, Lwów y Leópolis, perteneció, en distintas épocas, al imperio austrohúngaro, a la Polonia independizada poco después de la Primera Guerra Mundial, a la Unión Soviética que la ocupó durante la Segunda Guerra Mundial, a la Alemania nazi en 1941, de nuevo a la URSS, que la “reconquistó” tras la guerra, y, desde 1991, a la actual Ucrania independiente, de la que forma parte en nuestros días, resistiendo ahora al asedio de Putin, en una más, de nuevo, de las muchas desgracias que sus calles, sus edificios y sobre todo sus habitantes, han sufrido, una tras otra, en una historia terrible. 

En esta Lviv, y en su vecina Żółkiew, y en tantas otras cercanas poblaciones judías parecidas, confluyen las existencias de las familias de los personajes principales del libro: Hans Frank, ministro de Hitler, juzgado en Núremberg, abogado y perpetrador de la inicua normativa que dio sustento “legal” a la aniquilación de los judíos, de la que él mismo fue despiadado ejecutor como gobernador de Polonia y, por tanto, responsable de la depuración étnica en los, así llamados, Territorios Ocupados; Hersch Lauterpacht, catedrático de derecho internacional, la mente jurídica internacional más preclara del siglo XX, “creador” de la noción de “crímenes contra la humanidad” y padre del actual movimiento pro derechos humanos; Rafael Lemkin, también abogado, además de fiscal, judío como Lauterpacht, e introductor en el corpus jurídico ya universal -en apasionante “carrera” con su colega y rival- de la doctrina sobre el genocidio, igualmente decisiva en la configuración de la justicia internacional de nuestros días; y Leon Buchholz, abuelo del autor, apenas el único sobreviviente de una amplia familia judía masacrada, erradicada, en pogromos y campos de exterminio, en inhumanos traslados, en salvajes ejecuciones, en siniestras cámaras de gas. Los cuatro, casi coetáneos -nacidos entre 1897 y 1904-, están vinculados a Lviv (Buchholz nacido allí; Lauterpacht, en Żółkiew, a escasos kilómetros; Lemkin, residente en el pueblo desde muy joven; y Frank, en tanto gobernador de la zona, visitante del lugar por motivos “profesionales”), que de este modo se constituye, y no sólo por estas razones más o menos azarosas, en el quinto gran protagonista del libro. 

Calle Este-Oeste se presenta así como una indagación, que tiene algo de detectivesco, en tres frentes que se imbrican e interrelacionan, que se mezclan e intercalan: el “buceo” en las biografías de los cuatro personajes y de sus pasos dentro y fuera de su ciudad común, en una pesquisa palpitante y narrada con una capacidad de atracción irresistible; la descripción -con precisión y fidelidad de sobrecogedora crónica periodística- de las sesiones del juicio de Núremberg, en la ya histórica sala 600 de su Palacio de Justicia; y, por último, la exposición de los aspectos jurídicos de la génesis, la evolución y la general aceptación de los dos novedosos y “revolucionarios” conceptos -genocidio y crímenes contra la humanidad- cuya construcción tiene lugar en esos días y que se utilizarán por primera vez frente a los asesinos responsables nazis, para integrar desde entonces un ordenamiento legal internacional -en particular la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948- al que se han acogido hoy día la mayor parte de los estados desarrollados y al que debería acabar por someterse -si confiamos esperanzados en que pronto se reestablezca la paz en la zona- el inicuo tirano ruso. 

Odesa, otra de las ciudades ucranias que está sufriendo -debido, sobre todo, a su situación estratégica al borde del Mar Negro- las aniquiladoras consecuencias de las operaciones militares rusas (esa Odesa que pasó a la historia del arte cinematográfico gracias a El acorazado Potemkin, la película de 1925 del director soviético Serguéi Eisenstein, con la legendaria escena de la escalera y los cosacos disparando contra el pueblo inocente en una prueba más de que, lamentablemente, la Historia se repite), tiene una presencia, accesoria pero significativa, en otro libro formidable, La liebre con ojos de ámbar, escrito por Edmund de Waal y presentado por la Editorial Acantilado en 2012, traducido por Marcelo Cohen. 

Edmund de Waal recibe, tras la muerte de su tío abuelo Iggie en Tokio, en 1994, un extraordinario legado personal: la colección completa de 264 netsuke que su anciano pariente atesoraba desde su infancia. Los netsuke son esculturas en miniatura -del tamaño de una pequeña caja de cerillas- cuyo origen se remonta al Japón del siglo XVI. Aparecieron para satisfacer una necesidad de carácter práctico -como pasadores para sujetar el injo, la caja plana donde se llevaban los implementos de la vida cotidiana, al obi, la faja que ciñe el kimono-, siendo inicialmente de bambú o madera. Durante el siglo XVIII empezaron a elaborarse con otros materiales, como el marfil, y ello hizo que se desarrollara un arte particular, con piezas exquisitas, estilos diferenciados y maestros reconocidos, que despertaron el coleccionismo dentro y fuera del país nipón. La responsabilidad derivada de la aceptación de la herencia, su natural curiosidad y su deformación profesional -De Waal es un reputado ceramista- le llevarán a iniciar una apasionante investigación -retrotrayéndose cuatro generaciones de su ramificada y cosmopolita familia- para conocer el origen de las piezas y su largo y previsiblemente tortuoso camino hasta acabar en sus manos. La liebre con ojos de ámbar es, simultáneamente, una apasionante y adictiva narración novelesca, una suerte de autobiografía familiar del autor, una rigurosa investigación ensayística que rezuma sabiduría y erudición, una profunda lección de historia, una documentada crónica en la que se describe con precisión una época esencial de la Europa de los dos últimos siglos, una conmovedora y poética reivindicación de la belleza y, en definitiva, una obra literaria mayor, un libro inolvidable que de ninguna manera deberíais dejar de leer. 

En su pesquisa, el autor recorre París, Viena, Londres, Tokio, los Alpes suizos, la Costa Azul y esta Odesa, hoy tristemente asolada, lugar de origen de Chaim Efrussi, el gran patriarca de la familia, nacido en 1793 en Berdichev, un shetl -aldea judía- del norte de Ucrania, en la frontera con Polonia, un lugar hoy desaparecido. Establecido en Odesa y aprovechando las posibilidades logísticas que proporciona su puerto y su estratégica ubicación, Chaim convertirá un pequeño comercio de granos en una gran empresa, acaparando el mercado mediante el acopio de trigo -la familia será conocida como les Rois du Blé, los Reyes del Trigo-. A partir de ahí, un imperio financiero, con bancos, ferrocarriles, muelles, canales, construcciones, obras públicas y propiedades varias, bonos y acciones, inversiones, “sostenimiento” de gobiernos, que será gestionado por los dos hijos de su primer matrimonio (habría cuatro más, de un segundo), Leib y Eizak, nacidos ya en Odesa. El palpitante y conmovedor recorrido familiar a lo largo de dos siglos hasta llegar a los muy apreciados netsuke, constituye el núcleo argumental principal de las cerca de cuatrocientas páginas de un libro magnífico. 

La península de Crimea, con una larga y cruenta historia de enfrentamientos bélicos (la guerra allí desarrollada entre 1854 y 1856 fue un hito de la moderna historia de la región), invadida a lo largo del siglo XX por distintos ocupantes, incorporada a Ucrania en 1954, anexionada de manera conflictiva por Rusia en 2014, constituyendo hoy un enclave estratégico como base para los ataques sobre Ucrania, está muy presente en la voluminosa novela Las benévolas, el best seller mundial de Jonathan Littell, Premio Goncourt en 2006, que en España publicó en 2007, traducida por María Teresa Gallego Urrutia, la Editorial RBA. 

El libro narra la historia de Maximilian Aue, un alto oficial nazi, perteneciente a las SS que, décadas después de la finalización de la segunda guerra mundial, ya mayor, casi anciano -había nacido en 1913-, director en Francia de una fábrica, casado y con familia, relata amarga y descarnadamente su experiencia durante los años de la contienda, en los que ocupó cargos de responsabilidad en el ejército alemán, y durante los cuales estuvo presente en todos los lugares y los momentos decisivos del brutal conflicto bélico. Aue formará parte de los Einsatzgruppen, los comandos de exterminio en Ucrania y Crimea, protagonistas de algunas de las más inhumanas masacres de la guerra, el asesinato indiscriminado de judíos y colaboradores comunistas en el Cáucaso; luchará en el frente de Stalingrado, y lo escuchamos narrar el hambre y el terror, el sinsentido y el frío, el miedo y la brutalidad de la insensata campaña alemana en tierras rusas; participará de la organización y gestión de la “Solución final”, el transporte, “aprovechamiento” y eliminación de los prisioneros -no sólo judíos- en diversos campos de concentración, sobre todo en Auschwitz. Su experiencia vital, incluida la huida a Francia provisto de una nueva personalidad cuando el Tercer Reich está envuelto en sus últimos estertores, sirve al autor para, en definitiva, “fotografiar” las principales etapas de la guerra, los hitos destacados de un acontecimiento esencial en la historia de la humanidad. Además, Littell, mientras hace que su personaje recorra los escenarios principales de la guerra, nos introduce, en las mil páginas de prosa arrebatadora y adictiva del libro, en el pensamiento, en la intimidad intelectual y emocional, en las reflexiones filosóficas y morales de un hombre -este Maximilian Auer- que, más allá de ser un indudable asesino y criminal, es también un intelectual, culto y formado, inteligente y refinado, educado y sensible. La novela, desbordante, se mueve así en estos dos planos, el objetivo -la descripción, con precisión propia de un texto de historia, del panorama en el frente y en la retaguardia, en los pueblos asediados y en los cuarteles generales del nazismo, la cotidianidad de la guerra, los rutinarios y pese a ello despiadados hábitos de las campañas de exterminio- y el subjetivo y más “literario” -la peripecia intelectual y vital de Auer, sus luchas internas, su conflictiva biografía-. 

Un país limítrofe con Ucrania y, por tanto, directamente afectado por la actual tragedia, es Polonia, conocedora en su territorio del horror de las guerras y sufriente víctima de una invasión, la de los ejércitos de Hitler en 1939, desencadenante de la Segunda guerra mundial, con trazos similares a los que ahora dibujan la ocupación de Ucrania por los rusos. Hace años presenté en Todos los libros un libro un par de novelas de Israel Yehoshua Singer, un escritor nacido en Polonia a finales del siglo XIX y muerto en 1944 en Nueva York, en donde se había instalado una década antes. Los hermanos Ashkenazi, escrita en 1937, y La familia Karnowsky, de 1943, se publicaron en la editorial Acantilado en 2017 y 2015, respectivamente, traducidas, del yiddish original, por Rhoda Henelde Abecasís y Jacob Abecasís Hachuel. En ambos libros se narran las vidas de varias generaciones de dos familias judías (distintas en cada libro) con el fondo histórico de la Polonia -y por extensión la Europa- que va desde la Revolución industrial hasta la Gran Guerra, en la primera de ellas, mientras que en la segunda se reitera el relato generacional y familiar -insisto, sin que los personajes se repitan-, extendiendo la “fotografía” del Viejo continente hasta la Segunda Guerra Mundial en un marco que se desenvuelve ahora -siempre en el entorno de la comunidad judía- en Berlín y Nueva York. 

Los hermanos Ashkenazi son dos gemelos que nacen y viven la mayor parte de sus existencias en una familia de la clase dominante, prósperos empresarios, en Łódź, una importante ciudad de Polonia, no muy lejana de Ucrania. El relato del transcurrir de sus vidas se desarrolla en paralelo a la descripción de la evolución de la ciudad, capital de la industria textil polaca y gran urbe fabril de todo el imperio ruso en general, primera en instalar las máquinas de vapor en su ámbito, centro y ejemplo emblemático de los grandes conflictos del siglo, que el libro recorre de modo magistral: el crecimiento industrial y la evolución del capitalismo, la prosperidad económica de la burguesía -sobre todo judía-, la despoblación del campo y la inmigración a las ciudades, el movimiento obrero y la lucha de clases, las ansias de expansión de los imperios, el desmembramiento de dos de ellos, el austro-húngaro y el ruso, la revolución soviética, los enfrentamientos étnicos y raciales entre colectividades divididas, la persecución a los judíos en Europa, el caldo de cultivo, en fin, de la Primera Guerra Mundial. 

El hilo conductor de La familia Karnowsky lo constituye la trayectoria de tres generaciones de una familia, que se nos presenta en un segmento temporal que abarca aproximadamente los cincuenta años que preceden al estallido de la Segunda Guerra mundial. Organizado en tres capítulos, cada uno de cuales gira en torno a uno de los miembros del linaje Karnowsky, David, Georg y Yegor, respectivamente abuelo, hijo y nieto, y en tres escenarios, Polonia, Berlín y Nueva York, el libro, en el que están presentes, de modo obvio, el doloroso deambular por la Historia, los conflictos y padecimientos del pueblo judío, resulta sobresaliente, sin embargo, no tanto por su dimensión social o histórica, sino por el retrato íntimo, personal, muy humano, de un puñado de personajes memorables, presentados con hondura psicológica, complejos, llenos de contradicciones, que se equivocan, que rectifican, con sus profundidades, sus emociones, sus dudas, sus ilusiones, sus fracasos, sus miedos. Dos voluminosas novelas-río repletas de historias, de sucesos, de experiencias, de acontecimientos, de lectura apasionante. 

Sin salir todavía de la conflictiva zona, nos desplazamos ahora a Georgia, situada también en una región de fronteras difusas, en las que se mezclan razas, etnias, culturas, religiones y hasta continentes, habiendo padecido, por tanto, invasiones, cambios de régimen, revoluciones y sometimiento a diversos poderes imperiales. En su historia reciente destacan -por su paralelismo con esta Ucrania que hoy nos ocupa- su pertenencia a la Unión Soviética desde 1922 a 1991, y su independencia desde esa fecha, tras el desmoronamiento de la URSS, una libertad que el país vive tras una guerra civil y tras la belicosa escisión -que llevó consigo una cruenta operación de limpieza étnica- de las repúblicas de Abjasia y Osetia del Sur, independientes de facto con el apoyo de Moscú, que amenaza permanentemente (incluyendo recurrentes enfrentamientos bélicos) la autonomía georgiana, deseosa de incorporarse a la Unión Europea (desde 2016 es Estado asociado) y la OTAN. 

Georgiana, aunque residente en Alemania, es Nino Haratischwili, de la que en 2018 pudimos leer La octava vida (para Brilka), el novelón -más de mil páginas- publicado por la Editorial Alfaguara en traducción del alemán -idioma en el que fue escrito- de Carlos Fortea. La novela ofrece numerosos motivos para el disfrute, que surgen de tres ejes principales sobre los que giran su estructura y su planteamiento narrativo y que a continuación quiero comentaros. Estamos, en primer lugar, ante una apasionante saga familiar, la de los Dzhashi, cuya historia se nos cuenta a partir de las vidas de ocho personajes pertenecientes a seis generaciones diferentes, la primera de las cuales, centrada en torno a un legendario “fabricante de chocolate”, hunde sus raíces en el siglo XIX, y la última, la de la Brilka del título, una chica joven, nacida en 1993, llegando hasta principios de nuestro siglo, en un recorrido que nos lleva a Londres, Viena, San Petersburgo, Moscú, Praga, Berlín, Tiflis y otros lugares de Georgia. En segundo lugar (el más significativo desde el enfoque que guía la emisión de hoy), La octava vida tiene un extraordinario valor desde un punto de vista histórico y hasta documental -aunque nos hallamos, sin ningún género de dudas, ante un texto de ficción, ante una novela-, pues, en paralelo al desarrollo de las peripecias de la familia protagonista, el libro permite al lector conocer la evolución de una sociedad, la rusa en general y la georgiana en particular, que durante el siglo XX ha experimentado episodios y acontecimientos esenciales en la historia de la humanidad, ha vivido crisis y revoluciones trágicas y muy cruentas, y ha visto crecer en su seno ideologías y movimientos, corrientes políticas y tendencias sociales que han cambiado el mundo irremisiblemente. La octava vida es también, así, un muy fidedigno relato de casi cien años del comunismo soviético, de sus excesos, de sus lacras, de sus miserias, de sus crímenes, equiparables -al menos- en cantidad y crueldad a los perpetrados por la más difundida barbarie nazi. Por la novela pasan la revolución del 17 y la toma del Palacio de Invierno; la defenestración de los zares; la llegada del comunismo al poder; las cruentas disputas entre facciones y bandos rivales -bolcheviques y mencheviques, marxismo, leninismo y troskismo-; la participación de la Unión Soviética en la primera guerra mundial; la general pobreza y las devastadoras hambrunas; los privilegios de una clase política alejada del pueblo; la burocracia implacable; los planes quinquenales y la colectivización; las ancestrales y recurrentes guerras independentistas del Cáucaso; los persistentes conflictos con la infinidad de pequeñas repúblicas unidas tan solo como consecuencia de la “eficacia” de un régimen de terror; las purgas y el exterminio de los enemigos políticos -entendiendo por tal a cualquier sospechoso de la menor disidencia-; el gulag; la ambigua participación rusa en segunda guerra mundial, aliada de Hitler primero, enemiga feroz más tarde; la ya legendaria batalla de Stalingrado (de la que hablaré a continuación, a propósito de otro libro indispensable); las brutalidades durante la “liberación” de los países ocupados, con las violaciones y la represión consiguientes; las interioridades de la política soviética tras la contienda; el temible KGB; la conferencia de Yalta; la guerra fría y Jrushchov y su famoso zapato esgrimido como “arma” en las Naciones Unidas; el férreo control sobre los países del “Telón de acero”; los atisbos de rebeldía y libertad en Hungría, en Checoeslovaquia, la primavera de Praga, sofocados con violencia; las primeras tibias y tardías muestras de desconfianza de los intelectuales occidentales ante el “inmaculado” mito comunista; los sucesivos dirigentes que cruzaban, más o menos siniestros, las imágenes de los telediarios a partir de los años setenta y que nos resultan familiares a quienes ya tenemos una cierta edad: Brézhnev, el efímero Andrópov, el aún más fugaz Chernenko, Gorbachov y su perestroika y la caída del comunismo. En definitiva, un siglo entero de la Rusia soviética, salpicado con numerosos ejemplos de las especificidades del “régimen” en Georgia, cuya realidad, cuyas ciudades, cuyas gentes, cuyos paisajes y costumbres y gastronomía permean el libro; no en vano el propio Stalin y Beria -el implacable y sanguinario Pequeño Gran Hombre de la novela-, ambos sátrapas despiadados, eran georgianos. Y es que este retrato de cien años de la dictadura soviética se hace también, más allá de la enumeración de hechos y personajes, a través de una muy vívida descripción del terror. Por debajo de la narración de todos estos acontecimientos aflora el horror, la destrucción sistemática por parte de un régimen desalmado y corrupto, taimado y asesino, de millones de seres inocentes, gentes que, embaucadas y engañadas, cuando no sometidas violentamente, entregaron su vida a una causa fraudulenta y falsa. La inhumanidad del feroz estalinismo impregna tristemente -de modo directo y frontal o tangencial u oblicuo- las biografías de todos los protagonistas de la novela y, con las consiguientes diferencias, ilumina ahora al lector de 2022 a la hora de analizar el tiránico proceder -en el interior del país y hacia el exterior, en las naciones de su entorno- del desalmado autócrata ocupante actual del Kremlin. 

Además, en otro plano, el estilístico, la novela interesa por su muy jugosa reflexión sobre la necesidad del ser humano de narrar y escuchar narraciones, sobre la importancia del “contar historias”, y, en ese mismo sentido, por la fecunda aportación que supone, en sus desbordantes páginas, a la construcción de un inmenso tapiz de cuentos que se entrelazan e imbrican, en una significativa metáfora -la vida como relato- de la existencia humana. Por último, y también en este ámbito estrictamente literario, hay rasgos que emparentan La octava vida con el realismo mágico, pudiendo encontrar en sus páginas ecos de García Márquez o Isabel Allende. 

La mencionada batalla de Stalingrado nos viene inevitablemente a la memoria mientras asistimos al feroz asedio a Kiev y a su valiente aunque condenada defensa por parte de sus ciudadanos, con el heroico presidente Volodímir Zelenski al frente. Y, en lo literario, Stalingrado es Vida y destino, la obra maestra, ya un clásico, de Vasili Grossman. Escrita por su autor terminada la segunda guerra mundial y acabada en 1960, no vio la luz hasta 1980 en Suiza, sin que Grossman llegara a verla publicada, pues falleció en 1964. Él mismo la había presentado a las autoridades rusas para su edición, pero el jefe ideológico del Politburó, el censor Súslov, denegó el permiso con la afirmación, que ya pertenece a la mitología literaria, de que el libro no podría publicarse en doscientos años, dado el peligro que su mensaje entrañaba para la causa soviética. La novela salió de Rusia gracias a la intervención del disidente Sajarov y no pudo ser leída por sus compatriotas hasta 1988. En España se conocía, tan sólo, una traducción del francés publicada por Seix-Barral en 1985, hasta llegar a la actual edición, vertida del ruso por Marta Rebón y aparecida en 2007 bajo el sello de Galaxia Gutemberg. 

Vida y destino es una novela total, pues en sus mil cien páginas Vasili Grossman intentó, con éxito indudable, recogerlo todo, abarcar la complejidad de la vida humana en su totalidad. Es, por un lado, y como algunos de los demás libros hoy recomendados, una saga familiar. El libro narra la vida de las tres hermanas Shaposhnikov, Liudmila, Zhenia, Marusia, y el único varón de la familia, Mitia y su difícil existencia a principios de los años cuarenta, en plena guerra, entre Moscú y Stalingrado, y en Kazán y Kuibishev, otras ciudades del vasto imperio soviético. Es, también, y muy significativamente, una novela bélica, que describe las vicisitudes de la segunda guerra mundial, en particular el cerco y la ulterior derrota alemana en Stalingrado, de consecuencias decisivas para el devenir posterior de la contienda. Y en el libro suenan el fragor de las batallas, las ráfagas de ametralladora, las explosiones de las bombas, el destructor trepidar de los tanques, el zumbido ominoso de las escuadrillas aéreas. Y acompañamos a los combatientes en sus lamentables rutinas, en su miedo, en su hambre y su frío atroces, en su cotidiano abatimiento y en la enloquecida exaltación de los combates. El autor nos traslada a ambos frentes, el ruso y el alemán, para encontrar en ellos idénticas tragedias humanas.

Pero Vida y destino es también una novela política, que denuncia abiertamente la ceguera, el fanatismo y la intolerancia del dirigismo soviético, las cobardes delaciones, las purgas irracionales, el arribismo culpable de los funcionarios del partido, la criminal y arbitraria organización social de un Estado totalitario que secuestra y castiga y encarcela y tortura y mata en nombre de abstracciones fraudulentas. Las intrigas burocráticas, terribles, pues conducen en muchos casos a la deportación y la muerte, afloran en diversos pasajes del libro, transmitiendo una sensación de opresión, un absurdo que denominaría kafkiano, si el adjetivo no ciñera la cuestión al terreno meramente literario, cuando sabemos que no se trata de una historia libresca, sino que la realidad fue así, como la cuenta Grossman, y que la mezquina actuación de tantos hombres poseídos por la locura estatalista, por la ciega devoción a la figura del “Gran Hombre Stalin”, provocó millones de muertos. Es, por lo tanto, también, un documento sobre el terror, un alegato contra la sangrienta barbarie nazi y su correlato la inhumana barbarie soviética. Algunos episodios del libro se desarrollan en los campos de concentración de ambos bandos, en las antesalas de las cámaras de gas, en los barracones repletos de cadáveres ambulantes, en la helada soledad de la estepa siberiana en la que el frío, el hambre y los trabajos forzados acaban con la vida de los disidentes. Son especialmente sobrecogedores los capítulos en los que las víctimas judías son encerradas en los guetos, y transportadas, en un hacinamiento animal, hacia los campos de exterminio. 

Es igualmente, por último -imposible resumir una obra de tal magnitud-, una novela de amor que nos habla con esperanza de la fuerza del ser humano para superar la adversidad, para mantener la dignidad, para querer, para amar, para enternecerse, para sentir, para conmoverse, para emocionarse y, sobre todo, para desde ese amor, desde esa ternura, desde esa emoción, desde esa dignidad construir una vida auténtica y plena en medio del dolor y la terrible y desoladora inhumanidad. 

Mi última referencia de esta tarde constituye un documento indispensable para acercarnos a otra dimensión tristemente candente en los horribles acontecimientos que vive Ucrania, la económica, con el decisivo papel que los oligarcas rusos tienen en la financiación de la guerra. De la implicación del mundo empresarial y financiero en el sostenimiento de un régimen dictatorial y una guerra inicuas -el Tercer Reich y la intervención alemana en la Segunda Guerra mundial- trata El orden del día, escrito por Éric Vuillard y publicado en 2018 por la Editorial Tusquets con traducción a cargo Javier Albiñana. El libro había obtenido en Francia, un año antes, el prestigioso premio Goncourt y la realidad que describe es, creo, fácilmente extrapolable al caso actual. 

El 20 de febrero de 1933, en el palacio del presidente del Reichstag -el Parlamento alemán-, veinticuatro grandes empresarios asisten a una reunión a la que han sido convocados por Hermann Göring, en la que, en presencia de un Hitler que se dibuja con rasgos bufonescos, se les “solicitará” que financien al partido nazi. La finalidad oculta, sin embargo, era -como ya entonces resultaba evidente- que los empresarios “pasaran por caja” para sostener con sus fondos el proyecto nacionalsocialista de destrucción de orden constitucional vigente y el consiguiente acabamiento de la República de Weimar. El orden del día nos cuenta, a partir de ese revelador episodio inaugural, cómo se produjo esa servil colaboración con el nazismo, cómo esa connivencia fue extraordinariamente rentable para esos individuos y, sobre todo, para sus poderosos grupos empresariales -también para el régimen nazi, obviamente-, y, por último, cómo en la actualidad, las mismas firmas que en los años treinta y cuarenta del siglo pasado contribuyeron al triunfo de la locura hitleriana y propiciaron y hasta alentaron sus devastadoras consecuencias, siguen ocupando una posición relevante en la industria y la economía alemana, europea y mundial, sin haber asumido su culpa ni apenas haber reparado los daños causados. 

Sostiene Vuillard que, hoy en día, la novela resulta insuficiente para dar cuenta de la realidad convulsa, de las desigualdades y las injusticias de nuestros tiempos. Ávido de realidad, como se define, militante de izquierdas -dato que, creo, hay que tener en cuenta a la hora de entender su singular opción estilística-, considera que la ficción es escapista, omite, embellece, y, por tanto, miente. La literatura en general, y con ella la historia, tiene por vocación principal, al contrario de lo que se puede pensar, no contarnos historias, es decir, mentiras, sino más bien desilusionarnos y ponernos en contacto con la realidad. En lugar de querer dormirnos con las historias, como hacemos con los niños, la literatura sirve para despertar, ha manifestado. Aboga, pues, por una literatura que cuente hechos reales, limitando el artificio literario, la intervención del autor (más allá de la indagación y exposición de esos hechos), exclusivamente a la elección de la estructura narrativa, la selección y ordenación de los materiales y los vínculos inconscientes que pueden establecerse entre ellos, la composición, el montaje, también la voz. Sólo la mirada del autor y su particular “traslación” al papel de lo observado es lo que resulta singular, inventado, por decirlo así. En El orden del día, nada hay ficticio, todos los diálogos son auténticos, los hechos ocurrieron verdaderamente, y ello constituye una de las razones más destacadas de su interés. 

En fin, ocho propuestas, pues (nueve, en realidad), de excelente literatura todas ellas, para, a partir de su lectura, indagar en los terribles sucesos que vive el mundo en estos días aciagos. Quiero cerrar mi reseña con una canción ucrania que, en sí misma, resulta una muestra significativa del conflicto que asola esa región. Se trata de Stefania, un rap con raíces folklóricas, interpretado por Kalush Orchestra, que representará a Ucrania en el próximo festival de Eurovisión, caso de que su participación sea finalmente posible (Rusia ha sido descalificada). El grupo era, inicialmente, la segunda opción para representar a su país en el certamen, que tendrá lugar en Turín entre el 12 y el 14 de mayo próximos. La ganadora de la selección previa, Alina Pash, fue descartada tras saberse que había viajado a Crimea para un evento privado un año después de que Rusia invadiera esa región ucraniana y se la anexionara por la fuerza, y a causa también de unas fotos en publicadas en las redes sociales en las que aparecía ondeando la bandera rusa. Su festiva alegría, su esperanzada canción de cuna en homenaje a las madres, contrasta con la espantosa realidad que vive el pueblo ucranio, de cuya descarnada dureza puede servir de ejemplo el triste fragmento de Vida y destino que os dejo a continuación. Tras él, y como despedida del programa un fragmento de HHhH en el que se describe, en unos párrafos de dureza insoportable, la mencionada masacre de Babi Yar.


En las filas resonó el grito de un niño seguido del grito salvaje y penetrante de las mujeres. Los que habían sido seleccionados continuaban callados con la cabeza gacha. 

¿Cómo se puede transmitir la sensación de un hombre que aprieta la mano de su mujer por última vez? ¿Cómo describir la última y rápida mirada al rostro amado? ¿Cómo se puede vivir cuando la memoria despiadada te recuerda que en el instante de aquella despedida silenciosa tus ojos parpadearon para esconder la grosera sensación de alegría que experimentaste por haber salvado la vida? ¿Cómo puede ese hombre enterrar el recuerdo de su esposa, que le depositó en la mano un paquete con el anillo de boda, algunos terrones de azúcar y unas galletas? ¿Cómo puede seguir viviendo al ver el resplandor rojo inflamarse en el cielo con fuerza renovada? Ahora las manos que él ha besado deben de estar ardiendo, los ojos que se iluminaban con su llegada, sus cabellos cuyo olor podía reconocer en la oscuridad; ahora arden sus hijos, su mujer, su madre. ¿Cómo es posible que pida un lugar más cercano a la estufa en el barracón, que sostenga la escudilla bajo el cucharón que sirve un litro de líquido grisáceo, que repare la suela rota de su bota? ¿Es posible que golpee con la pala, que respire, que beba agua? Y en los oídos resuenan los gritos de los hijos, el gemido de la madre.

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Ese verano, en el zoo de Kiev, un hombre entró en el foso del león. Cuando ya estaba a punto de saltar el pretil, le dijo a un visitante que quiso impedírselo: «Dios me salvará.» Se hizo devorar vivo. Si yo hubiera estado allí, le habría dicho: «No hay que creer todo lo que se cuenta.»

Dios no fue de ninguna utilidad para la gente que fue asesinada en Babi Yar.

En ruso, yar significa barranco. Babi Yar, el «barranco de la abuela», era un inmenso desnivel natural situado en las afueras de Kiev. Hoy no queda más que una hondonada cubierta de césped, bastante poco profunda, en cuyo centro hay una impresionante escultura erigida en estilo realismo socialista a la memoria de los muertos que cayeron ahí. Pero cuando quise ir hasta el lugar, el taxista que me llevaba se encargó de mostrarme hasta dónde se extendía Babi Yar en aquella época. Me condujo hasta una especie de zanja arbolada, donde, según me explicó gracias a la intermediación de una joven ucraniana que me acompañaba y me hacía de traductora, se arrojaba a los cuerpos haciéndolos rodar cuesta abajo por la pendiente. Luego volvimos al coche y me dejó en el emplazamiento del memorial, situado a más de un kilómetro.

Entre 1941 y 1943, los nazis hicieron en la «hondonada de la abuela» lo que probablemente sea la mayor carnicería de toda la historia de la humanidad: como indica la placa conmemorativa, traducida en tres lenguas (ucraniano, ruso y hebreo), allí perecieron más de cien mil personas, víctimas del fascismo.

Más de un tercio fue ejecutado en menos de cuarenta y ocho horas.

Aquella mañana de septiembre de 1941, los judíos de Kiev acudieron en masa al punto de reunión donde habían sido convocados, con sus pequeños enseres, resignados a ser deportados, sin sospechar el destino que el alemán les reservaba.

Lo comprendieron todo demasiado tarde, algunos en cuanto llegaron, otros solamente cuando estaban al borde de la zanja. Entre esos dos momentos, el procedimiento era expeditivo: los judíos entregaban sus maletas, sus objetos de valor y sus papeles de identidad, que eran hechos trizas delante de ellos. Luego debían pasar entre dos filas de SS bajo una lluvia de golpes. Los Einsatzgruppen los golpeaban con grandes porras o matracas, demostrando una extrema violencia. Si un judío caía, soltaban los perros contra él o era pisoteado por la masa enloquecida. Al salir de ese pasillo infernal, que desembocaba en una amplia explanada, los aturdidos judíos eran conminados a desnudarse por completo y luego se les conducía totalmente desnudos hasta el borde de una hondonada gigantesca. Allí, tanto los obtusos como los optimistas debían abandonar toda esperanza. El absoluto terror que los invadía en ese preciso instante los hacía gritar. Al fondo de la hondonada se apilaban los cadáveres.

Pero la historia de esos hombres, de esas mujeres y de esos niños no acaba abruptamente al borde de ese abismo. Llevados por esa preocupación por la eficacia tan alemana, los SS, antes de matarlos, obligaban previamente a sus víctimas a bajar hasta el fondo de la zanja, donde los esperaba un «apilador». El trabajo del apilador se parecía mucho al de las acomodadoras que te colocan en el teatro. Llevaba a cada judío hasta un montón de cuerpos, y cuando le había encontrado acomodo, lo hacía echarse boca abajo, un vivo desnudo recostado sobre unos cadáveres desnudos. Después, un tirador, caminando por encima de los muertos, disparaba a los vivos una bala en la nuca. Notable taylorización de la muerte en masa. El 2 de octubre de 1941, el Einsatzgruppe encargado de Babi Yar podía consignar en su informe: "El Sonderkommando 4.º, con la colaboración del estado mayor del grupo y de dos comandos del Regimiento Sur de la policía, ha ejecutado a 33.771 judíos de Kiev, los días 29 y 30 de septiembre de 1941".

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