Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 30 de marzo de 2022

ERIKA BORNAY. LA CABELLERA FEMENINA; LAS HIJAS DE LILITH

Buenas tardes. Todos los libros un libro os da la bienvenida un miércoles más con una nueva y espero que estimulante sugerencia de lectura en este mes de marzo consagrado íntegramente -como viene siendo habitual desde hace ya muchos años- a la literatura femenina. Y es que, con ocasión de la celebración del Día internacional de la mujer, nuestro espacio suele ocupar sus propuestas marceñas con libros escritos y protagonizados por féminas. Iniciábamos la serie hace unas semanas con Lo que sembramos, un interesante aunque discutido título de Regina Porter, y la clausuramos hoy, veinte días después de la efeméride, con una obra que rezuma feminidad por todos sus ángulos. Se trata de la reedición que ha visto la luz a finales de 2021, corregida y mejorada, de un libro, La cabellera femenina, que su autora, la profesora catalana Erika Bornay, había publicado en 1994 en la editorial Cátedra. El prestigioso sello madrileño es también el responsable de esta nueva edición, presentada en un volumen bellísimo, mucho más atractivo que el muy austero de hace casi treinta años, con un formato de mayor tamaño, con papel satinado y con las muchas ilustraciones de las obras de arte incluidas (indispensables, como se verá, dado el enfoque y el propósito del libro) recogidas en sus espléndidos colores originales. Y aprovechando la ocasión, os hablaré también, brevemente, de otros dos libros de Bornay, Las hijas de Lilith, también en Cátedra y también en su vistosa nueva edición de 2020 que actualiza la inicial de 1990 (y que comparte con La cabellera femenina las características fundamentales de la edición y gran parte de sus aspectos de fondo, con referencias cruzadas, imbricaciones y paralelismos múltiples), y Las historias secretas que Hopper pintó, un, desde muchos puntos de vista, inclasificable libro publicado por Icaria en 2009. 

Erika Bornay, historiadora del arte, profesora universitaria, investigadora y escritora, recibió en 2013 el premio a mejor teórica/crítica de la asociación Mujeres en las Artes Visuales. La mayor parte de su labor creadora se ha centrado en la iconografía de la mujer en el arte, ámbito al que ha dedicado múltiples artículos, ensayos y novelas. 

Con el explícito subtítulo de Un diálogo entre poesía y pintura, y con un estupendo prólogo de la profesora e historiadora irlandesa Mary Nash, Erika Bornay propone, en el primer título de mi múltiple recomendación de esta tarde, un apasionante recorrido por las representaciones de la cabellera de las mujeres a lo largo de los siglos, tanto en la Historia del Arte -el marco central del libro- como en las páginas de algunos de los más destacados nombres de la Literatura española y universal. Su inagotable erudición sobre el para mí sugerente tema (revelada en el centenar y medio de referencias bibliográficas finales, entre académicas y literarias), las 124 soberbias imágenes de obras de arte que acompañan y permiten extraer el máximo partido a las lúcidas reflexiones del ensayo, y las abundantes citas de versos y poemas que trufan el texto, convierten la lectura de este espléndido La cabellera femenina en una experiencia gozosa, ilustrativa y placentera. 

El estudio de Bornay se mueve en la confrontación entre dos circunstancias contrapuestas. Por un lado, la mirada artística, pictórica y literaria sobre el cabello femenino nos muestra su irresistible atracción para el hombre, la fascinación masculina por ese arrebatador atributo de la mujer que constituye, en muchos casos, la máxima expresión de la feminidad y, en casi todos, el principal objeto de deseo, la más poderosa arma de seducción, el foco irradiador, magnético, de la fascinación sexual que ejerce la mujer sobre el hombre (el psicoanalista Charles Berg -leemos en la introducción- ha señalado que su poder fetichista ha sido en muchos hombres un factor determinante en su proceso de selección sexual). Por otro lado, y desde la óptica inequívocamente feminista de la que parte la autora, esa sensualidad esplendorosa y erótica de la cabellera, que hechiza y subyuga, constituye, a la vez, una reduccionista “objetualización” de la mujer, cosificada, reducida a un cuerpo -ni eso, a una parte de él- que obvia la mente, borra la personalidad, niega su autonomía, difumina o hace desaparecer, arramblada por la impetuosa e irresistible ola de la pulsión sexual, cualquier otro atributo “humano”; este acercamiento misógino a la mujer la deshumaniza, pues, y explica el que, salvo escasas excepciones -la de Frida Kahlo, glosada en el libro, es una de ellas-, esa visión emane casi exclusivamente de la obra de los hombres. 

Por el ensayo desfilan, así, los subyugantes cuadros de Caravaggio, Murillo, Ribera y Tiziano, Rubens, Lucas Cranach y Boticelli, Aubrey Beardsley, Dante Gabriel Rossetti y los muchos seguidores del movimiento prerrafaelita, Gustav Klimt, Munch, Caravaggio, Moreau, Delacroix, Ingres, Emil Nolde y Paul Delvaux, Balthus, Zuloaga, Goya, Picasso y Miró, entre muchos otros. Del mismo modo, las “calas” en la obra de escritores y poetas nos ponen en contacto con Ovidio, Cervantes, Lope de Vega, Quevedo, San Juan de la Cruz, John Keats, Poe, Shelley, Rilke, Blas de Otero, Oscar Wilde, Flaubert, Rilke, Marcel Proust, Mallarmé, Gabriele D’Annunzio, Valle-Inclán, Alberti, Machado o García Lorca, hombres todos. En cualquier caso, los contrastes entre ambas “aproximaciones” y la complementariedad entre los dos universos, el de pintores y poetas, enriquecen la obra y amplían los ecos del muy interesante análisis que propone el libro. 

En el transcurso de esta deslumbrante recopilación de arte y literatura que, más allá de un muy documentado ensayo, también es La cabellera femenina, la sabiduría y el vasto conocimiento de la investigadora (mucho más valiosos si se constata el hecho de que, en ese 1994 “pre-internáutico”, cuando se publicó por primera vez, el acceso a las pinturas seleccionadas era de una dificultad extrema), agotan las múltiples interpretaciones que caben en torno al objeto de su estudio: sus escenificaciones en la mitología antigua, su simbología, sus colores y fragancias, sus geometrías, sus mixtificaciones (los cinco grandes ejes en los que se estructura el libro), recogen cuanta lectura cabe sobre, en apariencia tan limitado -aunque, por el contrario, tan intelectualmente fecundo- asunto. 

Bajo la rúbrica “Escenificaciones”, el libro presenta seis figuras míticas muy connotadas por su relación con la cabellera. Así, de Medusa, que aparece en una terrible imagen de Caravaggio y en otra, no menos espeluznante, de Rubens, conocemos la historia de su monstruosa metamorfosis. Medusa, ninfa de gran belleza y de hermosos cabellos, seducirá a Poseidón en el templo de Palas Atenea. La diosa, enfurecida, la castigará convirtiendo sus ondeados bucles en repulsivas víboras, afilándole los dientes al modo de un animal y trocando su delicada mirada en una espantosa capaz de transformar en piedra a los hombres que la miran. Perseo vencerá a la voraz asesina en que se ha transmutado la ninfa por el sencillo expediente de plantar frente a su rostro un escudo bruñido y reluciente, de tal modo que Medusa, ya indefensa, paralizada por el horror de su propia mirada, será decapitada por el héroe. La iconografía de la egipcia Berenice nos la representa con unas tijeras en las manos, cortando sus cabellos por una promesa que hizo a Afrodita en petición de que su marido, Tolomeo, volviera sano y salvo de una difícil expedición. La mata de pelo, según la misma leyenda, habría ascendido al cielo y formado la constelación que hoy conocemos como La cabellera de Berenice. Legendaria es también la peripecia de lady Godiva que intercedió ante su marido, el conde de Chester, para aliviar los impuestos que agobiaban a su pueblo, obteniendo de él la concesión solicitada a cambio de que ella atravesara la ciudad totalmente desnuda. La imagen de Godiva a caballo, con su larga cabellera cubriendo su desnudez, ha sido objeto de numerosas recreaciones pictóricas y dado lugar a un destacado poema, del mismo nombre, de Alfred Tennyson. Muy sugerente es, igualmente, la historia de Isabella y la mata de albahaca, una suerte de “Romeo y Julieta” que ya está en Bocaccio y que inspiró otro poema, esta vez de John Keats. Isabella cubrirá con su frondosa cabellera la cabeza de su amado Lorenzo, decapitado por los intransigentes hermanos de la enamorada joven, contrarios a su romance. Con temática religiosa, el pelo es un elemento central en las representaciones de María Magdalena y de Santa Inés y Santa María Egipciaca. De la primera, que aparece en los cuadros de Tiziano, Rubens, Ribera y Murillo, es bien conocida la estampa del lavatorio de los pies de Jesús, enjugados con sus dorados -en el cuadro de Rubens- cabellos. Las segundas comparten una convulsa trayectoria vital que incluye violaciones y prostitución y en la que sus abundantes melenas aparecen como un elemento de regeneración y protección divina. 

La segunda sección, “Simbología”, recorre la amplia riqueza alegórica que encierra la cabellera femenina. En primer lugar, su carácter de metáfora telúrica, de principio primitivo, de manifestación energética y de fertilidad, de abundancia y fecundidad, asociada de continuo, por tanto, con la tierra, la hierba, la vegetación, las plantas alimenticias, con lo orgánico. Árboles, hojas, plantas, flores, frutas, capullos, jardines afloran en una apoteosis botánica que puebla los versos de Quevedo o Keats y en los cuadros de George de Feure, John Everett Millais, los numerosos seguidores del movimiento prerrafaelita o el exuberante Gustav Klimt. Esta asociación del cabello de la mujer con la naturaleza lo es también con el agua, principio femenino, origen, símbolo, pues, de la fecundidad. Bornay cita entonces a novelistas, pintores y poetas del Modernismo y del Simbolismo que vincularán en sus obras la cabellera con las olas, las cascadas o las fuentes. 

Otra manifestación emblemática del pelo femenino tiene que ver, claro está, con su dimensión erótica, con su significación sexual, con su vertiente fetichista. El libro se detiene aquí en el estudio de ese indudable vínculo entre la abundancia de pelo y la potencia amorosa, entre el cabello suelto, destrenzado, desprendido de moños, cintas y horquillas y la entrega carnal y la liberadora apertura a los juegos del amor, entre la copiosa melena deslazada y la sexualidad devoradora. Todo ello explica, igualmente, el hecho de que todas las religiones hayan prohibido que la mujer mostrase sus cabellos, en una ostensible represión de uno de los más sexualizados atributos de la belleza femenina. Y es así que el velo se relaciona con la creencia antigua que asimilaba la cabellera femenina descubierta a una cierta forma de desnudez. Paradójicamente, en la iconografía cristiana, el cabello se vincula también a la virginidad y con ese significado aparece en infinidad de representaciones de María. 

Y hay un breve capítulo para analizar la pérdida del pelo como castración. Cortar, y en caso extremo, rapar los cabellos de cualquier individuo, sea hombre o mujer, suele ser, asimismo, una forma de castigo y de humillación, leemos; y ello lleva consigo que la noción de sometimiento, de renuncia, de sumisión se “signifiquen”, a menudo, con el corte de los cabellos, como ocurre en cárceles, cuarteles o conventos y como sucedía con la venganza a las mujeres colaboracionistas con los nazis tras la Segunda Guerra Mundial. La historia de Sansón y Dalila, que en el libro aparece en los espléndidos cuadros de Rubens y Liebermann, resulta paradigmática de esta vinculación, aunque, en ese caso, el desposeído del pelo sea el hombre. Y ya, sin el mito de por medio, el despojamiento del cabello resulta revelador en un famoso cuadro de Frida Khalo. 

En el apartado siguiente de esta sección -De su fascinum letal- se explora la figura de la vampiresa que, a finales del siglo XIX, comparece en muy frecuentes representaciones artísticas, tanto literarias como pictóricas. La amenazadora cabellera con la que esta suerte de hipnótica hechicera subyuga al varón, al que atrae, envuelve, atrapa y prende entre las guedejas de su pelo, opera como collar, lazo, yugo o «fúnebre ajorca». Las imágenes de esta aterradora mujer fatal aparecen -en Munch, en Toorop, en Dow- envueltas en una atmósfera onírica, como de pesadilla, enigmática, inquietante, aterradora. Esta segunda parte del libro se clausura con una nueva incursión en el espeluznante territorio “meduseo”, en el que las connotaciones atormentadas, pavorosas y letales que entraña el mito de la cruel y sobrenatural gorgona, llegan incluso al ámbito del psicoanálisis, con la serpiente como símbolo fálico y la multiplicación de estas repugnantes víboras en la cabeza de Medusa como ejemplo freudiano del miedo a la castración. 

Con un enfoque más apacible, la siguiente sección del libro, de título Color y fragancia, se centra en investigar el simbolismo de las distintas tonalidades del pelo femenino (en capítulos de inequívocos títulos: Las mujeres áureas, La cabellera ígnea, Los cabellos enlutados) y de sus perfumados olores. En primer lugar, el pelo rubio se ofrece en el arte y la literatura como el sinónimo de la belleza por antonomasia. De la prevalencia del áureo tono en los cabellos dan fe la constante y muy documentada voluntad de las mujeres morenas por aclarárselos. Rubias son las beldades de Tiziano y Rubens, también las de Palma el Viejo, Delacroix y muchas de las pintadas por Dante Gabriel Rossetti. De metafórico oro son las cabelleras que aparecen en versos de Quevedo y Garcilaso, de Louis Aragon y el cordobés Ibn Hazm, en una muestra de la recurrencia del símbolo en épocas muy distintas. El rojo y voluptuoso fulgor de la cabellera trasmite un claro significado de lujuria y exacerbada sensualidad y, en consecuencia, bajeza y traición (Judas, al parecer, era de cabello bermejo). Ante la mujer pelirroja el hombre ha de ser precavido, su fuego quema y su erotismo resulta siempre perturbador. Las cabelleras ígneas de las mujeres de Munch y Rossetti, de Klimt y Alma-Tadema, la del cuadro de Frederic Leighton que se recoge en la portada del libro, Sol ardiente de junio, reflejan placer y deleite sexual, gozo amoroso y un lujurioso y provocador éxtasis. Por el contrario, el color negro del cabello femenino en las representaciones literarias y artísticas tradicionales, aparece, en cambio, como un signo de oscuridad, maligno, pues, enfrentado al níveo blanco de la bondad y la belleza ideales. Apunta Bornay cómo en un fragmento del Cantar de los Cantares surge ya una de las constantes que han ido imponiéndose a través de este recorrido histórico por la cabellera femenina: «Morena soy», dice la Esposa, pero (a pesar de ello) «bella». Sólo en el siglo XIX, con la moda del orientalismo, el exotismo mediterráneo y la atracción por el indigenismo americano y africano, se revalorizarán los cabellos negros y así aparecerán en los cuadros de Goya, Delacroix y Manet, también, de nuevo -y con un propósito claramente reivindicativo- en las hirsutas cabelleras de Frida Kahlo, y así, igualmente, aflorarán en los versos de Baudelaire, Mallarmé, Théophile Gautier, Edgar Allan Poe o Arthur Cravan. El breve apartado dedicado a las fragancias cierra la sección con un repertorio de aromas emanados de perfumadas cabelleras. Valle-Inclán, Proust y, de nuevo Baudelaire, nos traen esencias con olor a trópico, a humo, a almizcle, a opio, a frescos y profundos bosques. 

“Geometrías de la seducción”, la penúltima división de la obra, se ocupa de las diversas formas en las que se muestra el pelo femenino. En un largo capítulo inicial centrado en los espejos y el género de las Vanitas se nos muestran numerosos ejemplos de mujeres que peinan (o a las que peinan) sus cabellos ante superficies espejeantes, en un topos que se repite desde Egipto y Roma y llega, pasando por El Bosco, Durero, Tiziano y Rubens, hasta Balthus, Picasso o Miró. Y el espejo nos lleva a la larga serie de pinturas alegóricas, sobre todo en el Renacimiento, en las que se representa así a la Vanidad en forma de mujer desnuda que se arregla el pelo con un peine y un espejo. Las imágenes, rebosantes de sensualidad, se completan, además, con referencias a otros placeres mundanos como joyas, frascos de perfume, instrumentos musicales, flores y, con frecuencia, para hacer más explícita la alusión, una ominosa calavera, cuya presencia avisa de la futilidad de nuestros vanos afanes terrenales. Y, en capítulos sucesivos, se presentan expresivos y muy bellos ejemplos del cabello deslazado, que aparece suelto, frondoso y esparcido alrededor del rostro; las cabelleras manto, pañoleta o sedoso chal (como la que envuelve a la Venus de Boticelli), las trenzas y el pelo “tejido”, el rizo, el mechón y el guardapelo, como aderezos que complementan la representación formal de las cabelleras femeninas. 

Este apasionante tránsito por las múltiples vertientes a las que se abre la iconografía capilar femenina llega a su punto final con “La cabellera mixtificada”, en la que se analizan los añadidos, deformaciones, artificios o “falsificaciones” del pelo de las mujeres. “Las cancelas de la cabellera” se ocupa del velo y la toca, dos aditamentos a los que, ya en la civilización asiria, 1200 años antes de Cristo, se recurría por decoro o imperativo moral o religioso. Barboquejos, griñones, cofias, cintas, gasas, mantos o redecillas sirven a esos fines puritanos como “cárceles del cabello”, y el libro da cuenta de una amplia variedad de estos recursos en bellísimos cuadros del Pollaiolo, Piero di Cosimo, Altdorfer o Van der Weyden. La moda, que surge en el mundo occidental alrededor de la segunda mitad del siglo XIV, propiciada por el crecimiento económico de Europa, y que hallará su culminación en las cortes principescas, ricas y fastuosas del final de la Edad Media, traerá consigo el gusto por la apariencia teatral y espectacular, la fantasía gratuita, y una atracción por el exotismo y lo extravagante, también en los peinados femeninos que resplandecen revestidos de conos y capirotes, teñidos por tintes, pigmentos y colorantes, ornamentados con postizos, pelucas y peluquines, confeccionados con cabellos propios o ajenos, incluso de difuntos, llegando, en el siglo XVIII francés, a la construcción de aparatosos andamiajes capilares, poblados de pájaros, mariposas y cupidos realizados sobre cartón; ramas de árbol e incluso de legumbres, de tanta extravagancia como indudable incomodidad. 

La cabellera femenina incorpora bastantes de las imágenes ya presentes en Las hijas de Lilith, que se ajusta también a un planteamiento y una estructura similares. La gran obra de Erika Bornay ha sido reeditada en 2020 de modo magnífico, en un volumen formalmente espléndido, con cientos de ilustraciones y con una atractiva e inquietante portada, un cuadro de John Collier de finales del XIX. Las limitaciones de tiempo ya sólo me permiten un muy sucinto comentario sobre el interesante ensayo, fundamentado en una formidable bibliografía, con cerca de trescientas referencias, y su no menos magnífica edición. 

El estudio parte de la figura de Lilith, que, según los textos religiosos hebraicos, fue la primera esposa de Adán, anterior a Eva, y, a diferencia de ésta, no creada por Dios de la costilla del primer hombre, sino a partir de inmundicia y sedimento. Las discrepancias con Adán sobre la postura a seguir en el acto sexual (ella se negaba a la postura recostada exigida por el hombre, reivindicando la igualdad frente a la sumisión) la hicieron rebelarse contra él y contra Dios, abandonando el Edén, uniéndose al demonio mayor y engendrando con él toda una legión de diablos. En diferentes culturas ancestrales -la asirio-babilónica, la oriental, la judía- Lilith aparece como una diablesa, la princesa de los súcubos, una seductora y devoradora de hombres, a los que atacaba cuando estaban dormidos y solos, también un espíritu maligno que atacaba a las parturientas y a los recién nacidos. En su iconografía se nos muestra como una figura femenina alada, de larga cabellera, también con un cuerpo desnudo terminado en forma de cola de serpiente. Es siempre la ramera, la perversa, la falsa, la “negra”. 

Desde una perspectiva explícitamente feminista, Bornay recoge este mito para repasar las representaciones de la mujer fatal en el ámbito pictórico y literario en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX, analizando las causas de esa destacada presencia del arquetipo en las manifestaciones artísticas de la época. Dividido en tres secciones, el libro indaga, en la primera de ellas, en la figura de Lilith, estudiando el vínculo entre la imaginería de la “femme fatale” con la sociedad sexofóbica y misógina de las últimas décadas ochocentistas, enraizada en el miedo a la mujer y en su conversión, más o menos subconsciente, en algo perverso y peligroso. En un análisis apasionante, se presentan los cambios en los países más desarrollados del mundo, europeos, en particular -industrialización, crecimiento urbano, movimiento obrero, desigualdades sociales, crisis económicas, aumento de la presencia femenina en el mundo social y laboral- con su carga de miseria, enfermedades y criminalidad, alcoholismo, prostitución y enfermedades venéreas, tuberculosis y sífilis, como la causa última que provoca la alarma y desconfianza de la burguesía ante las amenazantes innovaciones, el temor del hombre al nuevo papel de la mujer en el trabajo y en la vida pública, el aterrado rechazo a los movimientos feministas, y la consiguiente “construcción” de esta figura femenina, diabólica y turbadora, de amplia presencia en la deletérea sociedad finisecular como emblema de los miedos misóginos imperantes. 

La segunda sección de la obra se ocupa de las corrientes artísticas -los Prerrafaelitas, los Simbolistas, el Art Nouveau y la larga pléyade de estetas y decadentes- cuyos miembros acabaron por definir y perfilar, en sus obras, los rasgos representativos del mito. Por último, la tercera parte, el núcleo central del ensayo y que ocupa dos tercios de su extensión, presenta los antecedentes literarios y poéticos del mito, define el concepto de “femme fatale”, apunta los rasgos que la distinguen y analiza en capítulos de títulos muy sugerentes -cortesanas y prostitutas, las bellas atroces, la mujer y la bestia, el sexo incierto o las diabólicas- sus múltiples representaciones, los “disfraces” con los que aparece en las mitologías paganas, los relatos bíblicos o las narraciones históricas, además de las ya mencionadas páginas de la Historia de la literatura y el arte. 

Para cerrar ya esta muy extensa reseña, una última apreciación sobre una publicación muy menor de Erika Bornay. Se trata de Las historias secretas que Hopper pintó, un librito aparecido en 2009 en la editorial Icaria y que, tanto en su contenido como, sobre todo, en su fondo, resulta altamente decepcionante, aunque incluye, no obstante, algún elemento de interés. El libro, esta vez de ficción, recoge diecinueve muy conocidos cuadros de Edward Hopper, que se reproducen en imágenes de calidad, pese a su pequeño tamaño, acompañados de otros tantos relatos, escritos por Bornay, en los que ésta “inventa” historias vinculadas de algún modo -en ocasiones muy indirecto- con la situación o los personajes representados en la correspondiente pintura. Hay, además, un colofón, El cuadro que Hopper nunca pintó, que carece, como resulta evidente a partir de su título, de correlato pictórico. 

Hopper es un pintor muy “narrativo”, de tal manera que en sus cuadros hay siempre una historia implícita, de la cual la escena mostrada constituye una suerte de “imagen congelada”, detenida en el tiempo, un paréntesis en la vida de sus protagonistas, lo que provoca en el observador inquietud, curiosidad, sospecha y, finalmente, interés por resolver los interrogantes que la obra encierra. ¿Quién ante un cuadro del artista norteamericano no ha dejado correr la imaginación, inventando, reconstruyendo, “rellenando” los espacios y los tiempos -antes y después del momento plasmado en el lienzo- que la elíptica creación del pintor sólo permite suponer? El ostensible voyeurismo de Hopper -solitarios bares nocturnos, tristes habitaciones de hotel, desoladas mesas de café, comunes cuartos de estar, insustanciales oficinas, modestos escenarios familiares, vislumbrados a través de ventanas, puertas, porches- atrapa un instante aparentemente anodino de la vida de sus personajes, abismados, casi siempre, en su soledad, su extrañamiento, sus soterradas tensiones, su incomunicación, su melancolía, su despojamiento, sus dramas cotidianos, su ausencia de perspectivas vitales, su ensimismamiento, su abandono, su desamparo. Y todo ello, es claro, despierta la tentación de la escritura, de la ficción, la necesidad de completar ese momento único que la mirada indiscreta del artista (La ventana indiscreta, una de las grandes películas de Hitchcock, tiene muchos vínculos con el universo de Hopper, un pintor también muy cinematográfico), con una narración que indague y desentrañe el misterio de esos siempre algo enigmáticos pasajes. 

Y a ello se entrega Bornay en su libro con resultados desalentadores (en adjetivo muy benévolo). Las historias son previsibles, las voces de quienes “cuentan” suenan siempre igual -sean cuales sean su origen, su sexo, su cultura y condición social, su época, e incluso cuando el narrador es (en House by the railroad) la casa representada en el cuadro-, el expediente utilizado para establecer el vínculo con el cuadro es, muy a menudo, forzado e insustancial. No hay, en definitiva, “vida propia” en prácticamente ninguno de los breves cuentos presentados. Pero, incluso por encima de estas muy sobresalientes e insalvables limitaciones, el desaliño formal -del texto y de la edición- hace absolutamente imposible avanzar a lo largo de las cortas páginas del libro sin que la perplejidad, el desconcierto, el hastío, la desgana, el enfado y, por fin, la irritación, alteren el espíritu del lector, imposibilitado ya para la comprensiva paciencia. Sintaxis de parvulario, constantes faltas de ortografía (hiriente la reiteración en fórmulas como “detrás tuyo”, “cerca mío”), puntuación descabalada, tildes que vuelan, concordancias disparatadas… e infinidad de groseros errores tipográficos, convierten la lectura en un tormento que sólo una perseverancia a prueba de bombas y una férrea voluntad de acabar la tarea al precio que sea, pueden persuadir al abnegado lector a llegar al final del libro. En fin, idea desencadenante muy sugestiva, cuadros magníficos y… nada más en una obra prescindible que está muy lejos de la calidad de las otras dos hoy reseñadas. 

Os dejo ya, tras el fragmento de La cabellera femenina que recoge su introducción, con una canción “capilar” -pero no sólo, obviamente- de un músico que me entusiasma, Nick Cave. Black hair es, ante todo, una bellísima y muy triste historia de amor y separación, con la melena femenina como explícita metáfora. 

Desde aquella cabellera «como manada de cabras y cabritos que gozosos / del monte Galaad vienen bajando», del Cantar de los Cantares, al «oro undoso» quevediano, metáfora poética del pelo rubio y ondulado que aureola la hermosura de una bella, hasta los cabellos de un noir sinistre de la Carmen de Gautier, la melena femenina como constante de mito, como agente fetichista, incitador de secretas imágenes en la imaginación del varón, ha motivado secularmente infinidad de narraciones orales, escritas y plásticas. Elemento de enorme capacidad perturbadora en los mitos eróticos de la sociedad masculina, la cabellera opulenta de la mujer simboliza primordialmente la fuerza vital, primigenia (en Baudelaire asume un valor de río o mar), y la atracción sexual. Havelock Ellis afirma que el cabello es, generalmente, la parte del cuerpo femenino a la que se presta más atención después de los ojos, y más recientemente, otro estudioso inglés, el psicoanalista Charles Berg, ha señalado que su poder fetichista ha sido en muchos hombres un factor determinante en su proceso de selección sexual, afirmando que la atracción por el cabello está relacionada con el desplazamiento que el subconsciente realiza del pelo púbico al pelo de la cabeza. 

Sin embargo, o tal vez a causa de ello, la exhibición de esta «corona real de la femineidad», como la calificaría Paracelso, ha encontrado condenas y restricciones morales y religiosas en muchos periodos de la historia. Remitiéndonos a los orígenes del cristianismo, se observa cómo ya en los textos paulinos el apóstol afirma en una de sus epístolas que «la mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, deshonra su cabeza» (I Cor. 11:5). En otra epístola, San Pablo exhorta a que las mujeres oren con recato y pudor, evitando aparecer «inmodestamente con los cabellos rizados o ensortijados» (I Tim. 11:9). 

El velo estaba relacionado con la creencia antigua que asimilaba la cabellera femenina descubierta a una cierta forma de desnudez, y San Pablo daba mucha importancia a su uso. Judío de nacimiento y, sobre todo, de formación, a través de él se afirma la tradición hebraica, muy discriminatoria contra la mujer. (A este respecto, el mensaje de Jesús aparece mucho más liberador. Recordemos cómo este acepta complacido que María Magdalena le lave sus pies con ungüentos y los seque con su larga cabellera). 

Es conocido, por otra parte, el destacado protagonismo que el cabello tiene en los rituales iniciáticos de la pubertad en muchas tribus y civilizaciones del pasado. En la tradición religiosa judía, en el Talmud, se asegura que una joven está en disposición de casarse cuando le aparecen tres pelos en la región púbica y tres en la región axilar. Y en la Antigüedad clásica, muchas doncellas antes de contraer matrimonio hacían donación de sus trenzas a Atenea y a otras diosas. 

El pelo, su adorno, no solo ha sido vehículo de simbologías sociales, sino que, cuando por sus cualidades alcanza la categoría de bello, ha motivado e inspirado a multitud de poetas, literatos y pintores. Desde Ovidio al caballero Brantôme hasta los modernistas, su glosa ha sido una constante en los campos de la sensibilidad artística.

Videoconferencia
Erika Bornay. La cabellera femenina

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