Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 23 de enero de 2013

JULIAN BARNES. ARTHUR & GEORGE

Hola, buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Un miércoles más os ofrecemos desde Radio Universidad, aquí en el 89.0 de las ondas salmantinas, nuestra habitual sugerencia de lectura confiando en estimular vuestro interés por una obra literaria escogida siempre con criterios de calidad. Hoy quiero presentaros una novela, que sin ser ni mucho menos la última obra publicada en España por su autor, el prolífico escritor Julian Barnes, pues hay tres libros que han visto la luz con posterioridad, sí mantiene una cierta vigencia editorial, pues uno de sus personajes principales es Arthur Conan Doyle, cuya más destacada creación literaria, el ya mítico Sherlock Holmes, acaba de cumplir ciento veinticinco años en este 2012 recientemente finalizado. El título de la novela es Arthur & George y la edición corresponde, como en casi toda la obra de Julian Barnes, a la Editorial Anagrama.

Me vais a permitir que esta mañana los comentarios de presentación de la obra elegida sean más breves de lo habitual, pues el texto que he entresacado de la novela y que quiero leeros al final es un poco más extenso de lo que suele ser frecuente en nuestra emisión. Dejadme deciros pues, en primer lugar, que Arthur & George es una novela formidable, de las que se leen con fruición, de esas que no queremos abandonar, no queremos que terminen mientras, paradójicamente, avanzamos impulsivos y entusiasmados a través de sus páginas, que nos atrapan sin remisión y casi, permitidme una pequeña exageración, nos llevan a descuidar nuestras obligaciones cotidianas, familiares, profesionales pues sabemos, mientras desganadamente las llevamos a cabo, que, al alcance la mano, en la mesita cercana a nuestro sillón favorito, nos espera atrayente y seductora la fascinante historia, el libro tentador que nos llama, sugestivo, con sus encantadores cantos de sirena.

Arthur & George cuenta en capítulos intercalados, con algunas escasas excepciones en las que el protagonismo recae sobre otros personajes, las vidas paralelas, narradas desde sus infancias, y que irremisiblemente acaban cruzándose, de Arthur, que no es otro, como ya he anticipado, que Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, el escritor de éxito en la Inglaterra de fines del siglo XIX y principios del XX, el hombre de prestigio, el referente moral, el elegante y distinguido icono de una época, el notable jugador de cricket, el político ocasional… y, por otro lado, de George Edalji, un gris abogado, hijo mestizo de piel oscura de un vicario de origen parsi, un ser anodino, torpe y retraído, un solterón solitario que deambula sin notoriedad alguna por una existencia anónima y sin alicientes.

En febrero de 1903 -y los hechos que narra Julian Barnes parten de una base real, aunque recreada y convertida en ficción por su magistral talento- se producen, en el pequeño pueblo de Great Wriley, una serie de extraños crímenes: numerosos animales, caballos, ponies, ovejas, vacas, son apuñalados y mutilados salvajemente, en una orgía de sangre sin aparente explicación que perturba la tranquilidad no sólo de la región, sino del país entero. La limitada e imperfecta maquinaria policial y judicial de la Inglaterra eduardiana se pone en marcha y en su afán de dar con un culpable de modo rápido y transmitir a la población una imagen de eficiencia encuentra en George al sospechoso perfecto. El joven abogado es encausado, juzgado y condenado, sin apenas pruebas y en un proceso extraordinariamente irregular, a siete años de cárcel, de los que acabará cumpliendo tres. Liberado, su inhabilitación para ejercer la abogacía persistirá, por lo que su vida queda destrozada para siempre. Años después, Arthur Conan Doyle conoce el caso y movido por un espíritu generoso y por un afán rebelde que le lleva a enfrentarse a los poderes de su tiempo y hacer prevalecer la justicia acomete, como si de una nueva investigación de su Sherlock Holmes se tratara, la tarea de demostrar la inocencia de George y de devolverle su buen nombre.

Ésta es la historia. Durante más de quinientas páginas, Julian Barnes, fundándose en una documentación exhaustiva obtenida de archivos y hemerotecas, pero haciéndola crecer, dándole altura narrativa por su excelente pulso literario, nos sumerge en las peripecias de ambos personajes de un modo muy convincente y deslumbrante.

Y no hay tiempo para más; os dejo ya, pues, con un fragmento de la novela en el que se narra un episodio de la infancia de Arthur en el que, seguramente, se halla el germen de su futura obra detectivesca, de su, en definitiva, principal logro literario. Como correlato musical a la obra reseñada suena It's so overt it's covert, un fragmento de la banda sonora que compuso Hans Zimmer para Sherlock Holmes. Un juego de sombras, la recreación del mito que dirigió hace algunos años Guy Ritchie.


Un niño quiere ver. Siempre empieza así, y así empezó entonces. Un niño quería ver.

Sabía andar y llegaba al picaporte de la puerta. No lo hacía con lo que podríamos denominar un propósito, sino con el mero turismo instintivo de la infancia. Había allí una puerta que empujar; entró, se detuvo, miró. Nadie le observaba; se volvió y se fue, cerrando la puerta tras él con cuidado.

Lo que vio allí pasó a ser su primer recuerdo. Un niño, una habitación, una cama, cortinas corridas que filtraban la luz de la tarde. Para cuando llegó a describir esto en público habían transcurrido sesenta años. ¿Cuántas versiones internas habían suavizado y adaptado las palabras sencillas que al final empleó? Sin duda todo seguía pareciendo tan claro como el día. La puerta, la habitación, la luz, la cama y lo que había en la cama: ‘una cosa blanca, cerosa’.

Un niño y un cadáver: tales encuentros no debieron ser tan raros en el Edimburgo de la época. Altas tasas de mortalidad y circunstancias precarias contribuían a un aprendizaje temprano. La familia era católica y el cuerpo era el de la abuela de Arthur, una tal Catherine Pack. Quizá dejar la puerta entornada había sido intencionado. Puede que quisieran inculcar el niño el horror de la muerte; o, más optimistas, mostrarle que la muerte no era nada temible. Era evidente que el alma de la abuela había volado al cielo y que sólo había dejado la cáscara en putrefacción del cuerpo. ¿Qué el niño quiere ver? Pues dejadle que vea.

Un encuentro en una habitación con cortinas. Un niño y un cadáver. Un nieto que, al adquirir memoria, ya había cesado de ser una cosa, y una abuela que, al perder los atributos que el niño estaba desarrollando, había vuelto a cosificarse. El niño miró; y más de medio siglo después el adulto seguía mirando. Qué significaba en verdad ‘una cosa’ -o, para decirlo con más exactitud, qué había ocurrido cuando se produjo el cambio tremendo que transformó algo en ‘cosa’- habría de ser de capital importancia para Arthur.

miércoles, 16 de enero de 2013

MAGGIE O'FARRELL. LA EXTRAÑA DESAPARICIÓN DE ESME LENNOX

Hola, buenos días. Hoy quiero hablaros de una novela magnífica, el libro que más me ha conmovido, emocionado, interesado, atraído, sobrecogido, maravillado de cuantos he leído últimamente. Una novela intensa, bellísima, extraordinariamente escrita, pero sobre todo una novela que habla de la vida de verdad, con unos personajes llenos de humanidad, rebosantes de sentimientos, de emociones, de vivencias auténticas, con una trama arrebatadora que te mantiene en vilo, con el ánimo suspendido, hasta su sorprendente final, un libro redondo, perfecto, asombroso, que constituye una recomendación muy fácil para mí, y muy exigente para vosotros, pues no deberíais dejar pasar la ocasión de leerlo. Pero vayamos ya a su título, que con tanto elogio corro el riesgo de olvidarlo. Se trata de La extraña desaparición de Esme Lennox, su autora es una joven escritora irlandesa, Maggie O’Farrell, y ha sido publicado por la casi siempre acertada editorial Salamandra en traducción de Sonia Tapia Sánchez.
 
Esme, la Esme Lennox del título, es una mujer de setenta y siete años que ha vivido encerrada en una clínica psiquiátrica, y aquí la expresión sí que es un eufemismo manifiesto dadas las terribles condiciones de su reclusión, desde los dieciséis. Sesenta y un años de silencio, de secretos, de misterio, y sobre todo, sesenta y un años de tristeza, de impotencia, de frustración, de dolor, de desesperación, de tortura, pues su internamiento en el manicomio, permitidme ser esta vez políticamente incorrecto, no obedeció a ninguna enfermedad auténtica de la entonces adolescente, sino a una complicada y terrible y hasta monstruosa historia familiar.
 
Como consecuencia del cierre del hospital psiquiátrico, Iris, una joven escocesa, propietaria de una tienda de moda en Edimburgo, con una vida sentimental compleja, pues sale con un hombre casado y mantiene una relación difícil, aunque intensa, con Alex, su hermanastro, recibe una notificación de los responsables de la clínica en la que se le comunica que es la única descendiente de Esme -cuya existencia le era desconocida a la joven, pese a que, al parecer, se trata de su tía abuela- y que, por ello, al cerrar sus puertas el sanatorio, ella, Iris, debiera hacerse cargo de la anciana.
 
Y este encuentro forzado y sorprendente de las dos mujeres, una, anciana y supuestamente enajenada, la otra, joven y atosigada por sus complicaciones amorosas y vitales, es la excusa, podríamos decir, para que, a partir de ella, se cuente la historia de tres generaciones de la familia a lo largo de cerca de ochenta años. En la narración se oyen las voces de la Esme del pasado, que evoca su infancia en la India y en Escocia, su adolescencia en Edimburgo, los confusos hechos que la condujeron a su reclusión; también de la Esme actual, desconcertada y perpleja ante la vida moderna que contempla por primera vez tras las seis décadas de aislamiento. Además, hay fragmentos que se corresponden con las reflexiones deslavazadas de Kitty, hermana de Esme y abuela de Iris, que, afectada por el terrible Alzheimer, rememora jirones de su vida que brotan inconexos de su devastado cerebro. Y también, claro está, tiene protagonismo la voz de Iris, que entre descripciones de su propia realidad cotidiana y de su confusión sentimental, reconstruye la vida de las dos hermanas, la tragedia que vivieron sesenta años atrás, el drama de su vidas. Este juego de voces distintas, que como piezas aparentemente aisladas, van mostrando, no obstante, al modo de un rompecabezas, la dramática imagen final de la historia, en una construcción muy lograda, con una estructura muy medida y ajustada, es, sin duda, uno de los aciertos del libro. Pero sobre todo, más allá de la maestría de la autora para hilvanar esos retazos y conformar a través de ellos una narración emotiva y subyugante, sobre todo, digo, lo más destacado es la humanidad que respira la historia, la verdad de sus personajes, la cantidad de vida, si es que la vida se puede medir, se puede cuantificar, que desborda esta novela apasionante. Después de leer este magnífico La extraña desaparición de Esme Lennox uno sale reconfortado, con una extraña sintonía con la existencia, agradecido por tanta belleza, por tanta emoción, por tanta verdad. Creedme, el contacto con la belleza nos hace mejores, más humanos, más logrados. Y este libro es bellísimo, emocionante, memorable, brillante, hermosísimo. Leedlo, leed. No os arrepentiréis. Os dejo ya con un muy representativo y sustancial fragmento del libro que espero os interese también. Después, una también conmovedora canción que habla de la vejez. Veronica, de Elvis Costello, nos muestra a una anciana encerrada en los recuerdos de su infancia.
 
 
Todo empieza con dos chicas en un baile.
 
Están a un lado de la sala, una de ellas sentada en una silla, abriendo y cerrando el carnet de baile con los dedos enguantados; la otra de pie, contemplando el desarrollo de la danza: las parejas que dan vueltas, las manos agarradas, el taconeo de los zapatos, las faldas al vuelo, la vibración del suelo. Es la última hora del año y la noche tiñe de negro las ventanas. La chica sentada va vestida de un tono pálido, Esme no recuerda cuál; la otra lleva un vestido rojo oscuro que no la favorece. Ha perdido los guantes. Aquí comienza.
 
O tal vez no. Tal vez empieza con anterioridad: antes de la fiesta, antes de que se pongan los vestidos nuevos, antes de que se enciendan las velas, antes de que se eche arena en el suelo, antes incluso de que comience el año cuyo final celebran. Quién sabe. En cualquier caso, termina en una rejilla que cubre una ventana formando cuadrados que miden exactamente dos pulgares de anchura.
 
Cuando Esme intenta mirar a lo lejos, es decir, más allá de la reja, descubre que los cuadrados del enrejado se difuminan enseguida y, si se concentra lo suficiente, acaban desvaneciéndose. Antes de que su cuerpo se reafirme, ajustando la mirada a la realidad del mundo, siempre hay un momento en el que sólo existen ella y los árboles, el camino, el más allá. Nada más.
 
La pintura de la parte inferior se ha desgastado y en los cuadrados se aprecian distintas capas de color, como los anillos de un árbol. Esme es más alta que la mayoría, de manera que alcanza la parte en que la pintura es nueva y densa como el alquitrán.
 
Esme piensa: ¿dónde empieza todo?, ¿aquí, allí, en el baile, en la India, antes?


miércoles, 9 de enero de 2013

GABI MARTÍNEZ. SÓLO PARA GIGANTES

Hola, buenos días. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones de lectura de Radio Universidad de Salamanca. Mi consejo de esta semana es un libro que, a mi juicio, no destaca por sus cualidades literarias, ni por lo excelso de su prosa, ni por la complejidad o el interés o el rigor de su estructura. Es más, con toda la humildad que me proporciona mi condición de lego en la materia, pienso que en esos terrenos relativos a la Literatura en sentido estricto el libro es bastante insulso y hasta deficiente y en último término fallido (si es que nació y fue escrito con pretensiones artísticas). Ahora bien, la materia prima, por así decirlo, de la que parte, el motivo que desencadena su escritura, el personaje principal que lo protagoniza son tan atractivos, encierran en sí tanta potencia humana, vital -e inevitablemente, por tanto, también literaria-, que sólo por ello ya merece la pena el que nos adentremos en sus páginas. Os hablo de Sólo para gigantes, un volumen de difícil adscripción a un género, pues podríamos catalogarlo simultáneamente como documento periodístico, trabajo de investigación, libro de viajes, narración histórica, crónica de aventuras... e incluso, quizá -si se es muy laxo en el uso de las categorías-, hasta no-ficción literaria. Su autor es el catalán Gabi Martínez, que ya había destacado con anterioridad a la publicación de este libro en alguno de estos géneros algo híbridos, como la docuficción o el reportaje viajero. Presentado por Alfaguara en 2011, el libro alcanzó una cierta repercusión mediática a partir, sobre todo, de un artículo escrito por el genial Jacinto Antón en El País, en octubre de ese mismo año. El entusiasmo y la erudición, el humor y la pasión que impregnan cada texto de Jacinto Antón resultan contagiosos y, al menos en mi caso -aunque pienso que el fenómeno es general, dadas las innegables virtudes del periodista-, me hacen salir disparado a la librería más cercana en busca de sus siempre enfervorizadas recomendaciones. Así ocurrió también en este caso y, como de costumbre, el libro -si hacemos abstracción de esa consideración literaria algo decepcionante- acabó por estar a la previsible altura de esas expectativas generadas. En estos días, además, se presenta un cómic, que editado Astiberri, ilustrado por Tyto Alba y basado en el libro. Se prevé también, al parecer, una película, que está preparando el director Agustí Villaronga.
 
Sólo para gigantes cuenta la vida, la intensa y desbordante vida, la enigmática y fuera de lo común y muy interesante vida de Jordi Magraner, un español, supuestamente zoólogo -aunque su cualificación profesional es ciertamente difusa, uno más de los múltiples enigmas de una existencia plagada de ellos-, que murió en el año 2002, asesinado en su casa, en la región pakistaní del Hindu Kush, donde llevaba residiendo desde quince años atrás. Magraner había nacido en 1958 en Casablanca, aunque recibió la nacionalidad española de sus padres. A los cuatro años se mudó con su familia a Valencia, la Valencia española, aunque pronto los Magraner optaron por las ventajas económicas que les procuraba la francesa Valence, adonde Jordi llegó con seis años y en donde creció y vivió su juventud. Técnico superior de Agricultura por el Liceo Agrícola Le Valentin de Bourg-lès-Valence, únicos estudios oficiales reconocidos, en 1987 dejó su barrio en la ciudad de provincia, con la declarada intención de conseguir algo grande, de dejarse ver. En diciembre de ese año, sin dinero ni apoyo alguno, movido exclusivamente por su propia iniciativa, viaja por primera vez a Pakistán con un afán principal: localizar al yeti, al abominable hombre de las nieves, en cuya existencia -avalada, a su juicio, por infinidad de datos científicos- cree firmemente. Casi quince años después, en agosto de 2002, y tras incontables y muy a menudo oscuras experiencias en el país asiático y en su vecino Afganistán, Jordi muere salvajemente degollado, sin que las causas del crimen puedan ser esclarecidas ni sus autores -que se han desenvuelto con una ostensible “profesionalidad”- descubiertos.
 
Gabi Martínez conoce este último suceso llamativo y terrible y, siete años más tarde, en 2009, se interesa por el personaje y su muy inusual historia, e inicia la investigación sobre lo sucedido arrastrado por una fascinación y un deslumbramiento fácilmente explicables dado lo singular del protagonista, que lo llevan a viajar al Hindu Kush buscando el resbaladizo rastro del enigmático hispano-francés y su misteriosa existencia. Hay historias difíciles de creer, y ésta es una de ellas. El aura que la rodea tiene desde el principio un no sé qué de fábula o maravilla, confiesa el escritor en un momento del libro. Y también: el origen periférico, la escasez de dinero y la falta de apoyos institucionales me hacían singularmente entrañable a Jordi, si bien fue su idea de volcarse en la persecución de un mito lo que me entusiasmó. La seguridad con la que entregó su vida a una causa sin aparente sentido que, contra pronóstico, iba a abrir impensables brechas en el establishment científico francés. Y de modo aún más explícito el autor confiesa al hermano de Jordi Magraner: Si investigo a tu hermano es porque creo que su historia merece ser contada, es una de las más increíbles que he escuchado, y creo que reúne sentimientos en los que mucha gente puede verse reflejada. Su vida es la metáfora de muchas, al menos yo mismo me veo constantemente en él, y le quiero rendir el homenaje que merece, porque es un acto de justicia y porque, por raro que te pueda parecer, su historia me concierne profundamente. Y aún hay más reveladoras declaraciones de principios. En una significativa cita que encabeza uno de los capítulos, una reflexión de Paul Zweig, Gabi Martínez nos ofrece la que para mí es una de las claves esenciales del libro, un texto que explica la razón de ser de éste, la atracción de su autor por el personaje y el motivo último de su voluntad de contar la insólita vida del valenciano: los más viejos, más divulgados relatos del mundo son los relatos de aventuras, sobre héroes humanos que se aventuran en regiones míticas a riesgo de sus propias vidas, y traen de vuelta historias del mundo más allá de los hombres... El arte narrativo por sí mismo viene de la necesidad de contar una aventura; ese hombre arriesgando su vida en peligrosos encuentros constituye la definición original de lo que merece ser contado.
 
Y es que ciertamente tanto el hombre, el poliédrico y controvertido Jordi Magraner, como su peripecia vital, también compleja, con múltiples facetas, desbordante, y, por supuesto, su muerte, confusa, oscura, llena de enigmas, reúnen todos los ingredientes imprescindibles en esos grandes -y clásicos- relatos de aventuras (Jacinto Antón alude, indirectamente, en su crónica a Verne, Conrad, Malraux o Kipling) y encierran suficientes motivos de interés como para que la narración que intente dar cuenta de todo ello, este Sólo para gigantes que de un modo tan entusiasta os recomiendo hoy, resulte excepcional. Si, además, a ello unimos la peculiar estructura del libro, su defectuosa pero atractiva composición heteróclita que mezcla entrevistas con los familiares, testimonios de amigos y conocidos, fragmentos del diario personal del personaje, recreaciones inventadas, artículos de prensa, referencias científicas, numerosas fotos, abundantes citas, el resultado final nos permite una lectura magnífica, envolvente, arrebatadora, apasionante. (Hago aquí un breve inciso en relación a las carencias literarias del libro: su redacción desmañada, el desorden en la presentación de los distintos enfoques, la no lograda armonía entre los numerosos y sugestivos materiales, y, sobre todo, la errónea -siempre a mi modesto juicio- perspectiva desde la que el periodista da cuenta de los hechos. Se sacudió unas motas de los hombros de la camisa, llega a escribir, mientras se nos narra una conversación en la que, obviamente, Gabi Martínez no estuvo presente. ¿Qué significa un detalle como ése, que por lo demás se repite de un modo similar -hasta agotar al lector- en todo el libro? ¿Un intento de legitimizar el realismo de la historia?, ¿una voluntad explícita de “literaturizar” el relato?, ¿un deseo inconsciente de asumir protagonismo, de dejar la propia huella, la del periodista, la del escritor, en la narración de una vida que por si sola, sin añadidos, sin florituras, sin el intervencionismo del autor, resulta suficientemente sugerente? En cualquier caso, es esta muy molesta confusión de los puntos de vista la que lastra mi valoración de un libro pese a ello muy recomendable. Dicho de otro modo, más drástico aún, quizá más reduccionista y maniqueo: la fascinante vida de Jordi Magraner interesa enormemente, la a veces enojosa presencia de Gabi Martínez no tanto).
 
Pero vayamos ya con los aspectos positivos, con estos tres focos de atracción a los que me he referido hace un momento. El primero de ellos lo constituye, como digo, la propia personalidad de Jordi Magraner. Era un hombre de otro tiempo, de Roma, de la Edad media, quizá del siglo XIX, de las épocas en las que se recompensaban las grandes energías, la audacia, la honestidad. El mundo actual era demasiado pequeño para él. En Pakistán había encontrado un lugar donde podía vivir como quería, disfrutar libremente de la naturaleza, de su profesión, de su sexualidad, escribe de él el autor en un momento del libro, a lo largo del cual se recogen otros testimonios sobre el personaje: demasiado iconoclasta, independiente y amante de la libertad, enigmático pero no corrupto. Y también: no era un misionero, tampoco un eremita, no suspiraba con fundirse con la naturaleza. Anhelaba expandir algún tipo de pureza, coqueteaba con la idea de ser grande y anónimo. Y desde esta misma perspectiva “espiritual”: encarnaba la felicidad, siempre comiendo y bebiendo de todo. Hacía del sentirse bien y ser feliz y vivir la vida a fondo una parte fundamental de su identidad. Demostraba una devoción casi mística por el carpe diem, y por vivir de acuerdo a los elementos fundamentales que nos definen como seres humanos: la camaradería, el amor por la diversión, la música, el baile, la cultura, proteger a los pobres, el medio ambiente, el amor en general. E igualmente: era un Tintín en Asia Central, un romántico impulsado por la exaltación del aventurero que se mueve en condiciones extraordinarias, un eterno adolescente. O del mismo modo: me pareció un aventurero un punto excéntrico, sentimental, de temperamento visceral. Un carácter fuerte, locuaz, y quizá sombrío. Al conocerle mejor me di cuenta de que también era hipersensible, muy hospitalario y generoso, simple y espontáneo. Aprecié mucho su franqueza, sus relaciones directas, su carácter tan íntegro. Y aún más: tenía un aura contagiosa, su inteligencia deparaba tertulias entre desafiantes y divertidas, era un animador que exacerbaba el romanticismo de una comunidad rendida a las personalidades exóticas.
 
Jordi Magraner, ajeno a las convencionales premisas por las que casi todos regimos nuestros días, encamina su vida a la búsqueda de sus sueños, y esta cualidad casi infantil -y a la vez peligrosa: he ido demasiado lejos solo, dice- es la que lo hace tan irresistiblemente atractivo. Él y su grupo de amigos más cercanos compartían la idea de la perfección de los comienzos. Estaban dispuestos a buscar juntos el paraíso perdido, ser fieles a la búsqueda con una devoción religiosa. Buscar, buscar, buscar por encima de todo, para ser mejores, más naturales, era su forma de sentirse completamente humanos. En el curso de su pesquisa, Gabi Martínez se persuade de que el orgullo de un hombre joven que sueña es, para él, una manera de sobrevivir. Y cuando digo sueña no hablo de los sueños que pueblan nuestras noches, las encantan, las fatigan, a veces las perturban. Ni de las ensoñaciones del día a día que son los vagabundeos del espíritu. Hablo de los sueños despiertos que se apoderan de nuestro ser, penetran en nuestro corazón, abrazan nuestra alma y nos devoran, dejándonos sin reposo.
 
Y ese sueño arrebatador, poderoso y que exige una entrega casi total -me doy cuenta de que nuestra empresa se resume en buscar una aguja en un pajar-, lo constituye para el excesivo personaje, la búsqueda del yeti, del barmanu (como lo llaman los lugareños). Una obsesión que se confunde -en el terreno simbólico- con el interés por el monstruo, por el ser extraordinario, ostentador de una anormalidad radical, por el individuo fuera de la norma. En el libro se citan, diluyendo las fronteras entre realidad y mito, entre ciencia y superstición, el okapi, el celacanto, el pecarí paraguayo, el hipopótamo enano, el buey salvaje de Camboya, el dragón de Komodo, los gorilas de montaña, los grandes babuinos, los elefantes pigmeos, los caballos remotos (todos en el ámbito de lo real, pues cada cierto tiempo se descubren especies animales que se creían extinguidas o que sencillamente eran ignoradas), o el lobo de Tasmania, los calamares gigantes, el monstruo del lago Ness, el Mokele-Mbembe -una especie de brontosaurio de Camerún-, mitos fantásticos que han habitado desde siempre la imaginación de los hombres. Una búsqueda, un sueño con el que, en definitiva, el propio Jordi acaba identificándose, su propia singularidad, su rareza, excluyéndole del mundo convencional: el gigante, cuando habla, ruge. Cuando estrecha la mano, estruja. Cuando pisa, aplasta. No es cuestión de mala fe, sólo de potencia y envergadura. No obstante, es cierto que la inercia de alrededor invita a que el gigante acabe actuando de manera monstruosa. Normalmente su rareza le margina y fácil que la rabia o la tristeza le induzcan al aislamiento. Retirado, contempla un mundo que discurre alegremente sin él e incuba el dolor que le causan los desprecios. En la guarida se cuece la furia, los deseos de revancha, la incomprensión. El gesto se vuelve severo, la voz cavernosa, los modales se pierden -al fin y al cabo, no hay nadie a quien molestar- y el gigante se va convirtiendo en bruto, en ogro, un ser desapacible y huraño que tiene todo lo que para muchos debe tener un monstruo.
 
Pero si fascinante es el retrato interior de un ser humano extraordinario, de cuya excepcionalidad el propio Jordi es consciente -tengo la sensación de estar solo, de ser único-, no menos sugestiva es su heterodoxa e imprevisible y muy compleja trayectoria vital. Jordi Magraner aparece, en un primer acercamiento, como alguien movido por intereses científicos, un zoólogo -sin estudios especializados- que viaja a los valles del norte pakistaní en busca de nuevas especies animales, sobre todo de pájaros, reptiles y batracios, además de pretender estudiar los markhor -las cabras salvajes de la región-, los buitres barbudos, los tigres, osos y lobos de la zona, el leopardo de las nieves. Aunque en un reportaje periodístico de 1987 en el diario principal de Valencia no menciona, sin embargo -oculta, pues-, el principal objetivo de su misión, la posibilidad de encontrar rastros de hombres salvajes, lo que aumenta la confusión sobre sus propósitos. Y, a medio camino de la ciencia y el mito, llega a impartir alguna conferencia en Cambridge, en inglés, ante laringólogos reconocidos, en las que da cuenta de sus investigaciones sobre el peculiar diseño mandibular en la cara de los neandertales, que altera el funcionamiento del aparato fónico de los hombres primitivos, lo que explicaría los sonidos guturales que él había escuchado algunas noches en Pakistán y que él identificaba, en su delirio seudocientífico, con algunas manifestaciones de su soñado barmanu.
 
No obstante, ese presunto interés originario y más o menos académico por la fauna local -auténtica o legendaria- que desencadena su voluntad de aventura, se complementa con muchas otras facetas vitales a las que se entregará también en mayor o menor medida. Jordi se apasiona con los kalash, un antiquísimo pueblo en el Hindu Kush con particularidades muy llamativas, tres mil paganos que viven en valles perdidos rodeados de musulmanes integristas. En sus costumbres, en sus ofrendas, en sus fiestas de purificación, en su mundo de hadas y demonios, en su paganismo primigenio, el hispano-francés reconoce aspectos esenciales de su propio modo de entender la naturaleza, el universo, la existencia, y por ello dedicará sus últimos años de vida a defender su peculiar civilización.
 
Esa atracción hacia el mundo de los kalash lo pone en relación con organizaciones no gubernamentales, abriendo rutas por inextricables desfiladeros entre montañas para el envío de alimentos y medicinas a Afganistán -conocía cada valle, a cada comandante, a cada pastor- y creando un corredor humanitario hacia Panjshir que luego utilizarían el Comité Internacional de la Cruz Roja y las Naciones Unidas. Además, fruto de su exhaustivo conocimiento de la zona y de su dominio de idiomas -hablaba español, francés, bastante inglés, y más tarde aprendería khowar, kalasha y urdu-, llega a desempeñar alguna suerte de no muy claras labores diplomáticas, ingresando en la Alliance Française de Peshawar, en la que acaba desenvolviéndose en un cargo con una cierta responsabilidad en un territorio -el de los remotos valles afganos, un avispero, la región más peligrosa del mundo en 2009, según los informativos occidentales-, crucial por sus implicaciones geoestratégicas, por la presencia de los talibanes, la invasión rusa, los intereses norteamericanos, Osama Bin Laden y las consecuencias del 11 de septiembre, los conflictos étnicos y religiosos, el fundamentalismo musulmán...
 
Y en su polifacética personalidad hay sitio también para las ideas fascistas, pues simpatizaba con la Falange y con los movimientos de extrema derecha, confesándose admirador de Primo de Rivera, aunque detestaba a Franco y a la Iglesia. Hipertradicionalista, hoy -afirman algunos de sus conocidos- hubiera votado a Le Pen.
 
Pero si esta multiplicidad de vertientes heterogéneas en su corta vida conforman un mosaico abigarrado y complejo, de extraordinario atractivo humano y literariamente muy atrayente, su muerte, la aún hoy inexplicada muerte de Jordi Magraner, desborda los límites de la normalidad, despierta todas las especulaciones posibles (e incluso alguna imposible) y acentúa la magnitud mítica de un personaje que de no haber existido en realidad nos hubiera hecho pensar en una leyenda sólo viva en el imaginario país de la literatura.
 
Muchas son las hipótesis que se han barajado desde su desaparición para intentar explicarla, y de todas ellas se hace eco Gabi Martínez en el libro. Así, Jordi habría sido asesinado por espía, su cargo en la Alliance Française lo ponía en el punto de mira del ISI, los servicios secretos del Pakistán. ¿Quién se iba a tragar que un cazador de entelequias pudiera escalar hasta semejantes alturas diplomáticas?, afirman algunos de los observadores. Quizá, también, el crimen tuvo implicaciones políticas y hubiera sido motivado por el afán proselitista de Jordi, que intentaba ganar adeptos al cristianismo. A Magraner le irritaban la ignorancia y los discursos demagógicos de los mulás. El asalto de los musulmanes a la cultura kalash, su lenta pero inapelable invasión, le disgustaba demasiado para contemporizar, por lo que denunciaba la hipocresía de aquellos religiosos que se pasaban el día hablando de Alá y del cielo mientras acumulaban un pecado tras otro. Además, se afirma que llegó a tratar con el legendario Massoud, líder de la resistencia antitalibán en la zona, lo que le habría puesto en el punto de mira de los fanáticos islamistas. Igualmente se baraja la hipótesis de un asesinato vinculado a las mafias de las drogas. Su intervención en los convoyes humanitarios en Afganistán, cruzando ilegalmente las peligrosas fronteras, le hacía conocer las vías y los pasos para el tráfico de drogas en una región en la que los negocios vinculados a los estupefacientes movían cuantiosos intereses económicos. Y también se habla de deudas, de sus permanentes problemas con el dinero y de los enemigos que ello siempre suscita, o de sus disputas con el delegado del gobierno regional que habría acabado por tomarse la justicia por su mano. En definitiva, proliferan las especulaciones y casi cualquiera pudo haber tenido un motivo para acabar con su vida, pues Jordi era un mito controvertido en Peshawar, todo el mundo lo conocía y tenía algo que decir sobre él, un tío peligroso, siempre con problemas.
 
Pero de todas las teorías vertidas sobre el asunto, es la de la pedofilia del personaje la que suscita más controversia. Toda la gente con la que hablé -dice una periodista que investigó el suceso- asegura que fue un crimen pasional. Así, el español habría sido asesinado por Shamsur, su joven protegido, celoso al ver que el aún más joven Wazir ocupaba su antiguo puesto de alumno predilecto. No siendo flagrante ni ostensible la tendencia homosexual de Jordi (otro enigma: no había forma de que soltara prenda sobre sus enredos sexuales), lo cierto es que no se le conocían aventuras amorosas, aunque tras su muerte se encontró en su ordenador material sobre sus actividades homosexuales. Bastantes de las personas que conocieron a Magraner admiten, sin embargo, la posibilidad de su virginidad. En cualquier caso, otra vertiente oscura y en parte aún inexplorada en un personaje, como se ve, fuera de lo común.
 
Es, en fin, esa singularidad del protagonista de Sólo para gigantes, el excepcional Jordi Magraner, lo que justifica con creces la lectura del libro. Os lo recomiendo vivamente, seguro que, pese a sus carencias, llegará a entusiasmaros. Música paquistaní, también, el genial Nusrat Fateh Alí Khan, que ya apareció hace pocos meses en esta sección, para cerrar el espacio. Akhiyaan Udeek Diyan es el título de esta joya, una más, en la que brilla la voz increíble del clásico asiático, desgraciadamente desaparecido.
 
 
Hay gente que sale a cazar lo invisible. El comandante Gould se desplazó en 1933 al lago Ness en busca del monstruo que, dicen, habita allí. Gould entrevistó a multitud de vecinos del lago logrando algunos testimonios de avistamientos. De todas formas, comprendió que este método no bastaría para localizar al monstruo y contrató a un experto en caza mayor y a un fotógrafo, además de conseguir un sónar con el que rastrear las aguas.
 
No encontró nada.
 
Por supuesto, hubo quien se burló de Gould. Algunos se encarnizaron, los científicos especialmente, divertidos con la paranoia del militar. El caso es que a investigadores profesionales como Heuvelmanss, Koffmann o Porshnev, curtidos en universidades de ciencias y que asimismo defendían la existencia de seres invisibles, la cúpula científica tampoco les daba crédito.
 
John Grem, buscador de esos Yetis norteamericanos a los que llaman sguatehs, asumía sin problemas su labor tan excéntrica: “La gente como yo seremos expulsados del circuito y, personalmente, me alegraré”.
 
Pero Jordi no pensaba igual. Para empezar, no admitía que se hablara del barmanu como de un mito, porque de algún modo eso implicaría no considerarlo real. Y estaba dispuesto a defender la sensatez de su proyecto ante quien fuera, no le iban a expulsar tan fácil. Si tienes una verdad, lucharás por ella, por darle luz, porque los demás la sepan. Desde luego que no se iba a resignar.

jueves, 27 de diciembre de 2012

EDGAR LAWRENCE DOCTOROW. HOMER Y LANGLEY

Hola, buenos días. Hoy traigo a Todos los libros un libro una novela formidable, Homer y Langley, escrita por uno de los grandes clásicos vivos de la literatura norteamericana, Edgar Lawrence Doctorow. El libro, publicado por la barcelonesa editorial Miscelánea, se presentó en 2010 en traducción de Isabel Ferrer y Carlos Milla.
 
El 21 de marzo de 1947 la policía entró en la vivienda habitada por los hermanos Collyer, un enorme inmueble de cuatro plantas, situado en la esquina entre la calle 128 y la Quinta Avenida, en el Harlem neoyorkino. Alertadas por los vecinos, que habían notado un fuerte hedor procedente de la casa, las fuerzas del orden, ayudadas por los bomberos de la ciudad, tuvieron que derribar las puertas de la vivienda e incluso penetrar en el edificio desde la azotea, pues las desbordantes toneladas de basura (más de ciento treinta y seis, señalan las crónicas) que atestaban el hogar de los Collyer impedían la entrada de un modo natural. En el interior, entre un amasijo informe de objetos heteróclitos a cual más insólito, los policías encontraron, parcialmente comidos por las ratas, los cuerpos de Homer y Langley Collyer, los excéntricos hermanos que llevaban décadas prácticamente encerrados en su delirante reducto, en una suerte extrema de síndrome de Diógenes. Tienes la habitación como la casa de los Collyer, recuerda Doctorow que le decía su madre cuando el caos de su cuarto superaba los límites exigidos por la higiene y las normas de educación familiares. Los ciudadanos de Nueva York, para quienes los hermanos eran personajes conocidos por su excepcionalidad de fenómenos de feria, se agolpaban en las aceras para asistir en primera línea al descubrimiento de los cadáveres y de su inagotable acompañamiento de objetos inverosímiles.
 
Esta historia sorprendente y llamativa de acumulación y exceso y locura marcó a una generación de norteamericanos, recién salidos aún de los penosos efectos de la Gran Depresión y sus desgraciados corolarios de pobreza y hambre, e impresionó a un jovencísimo Doctorow que, sesenta años después -la novela se publicó en su edición original en 2009-, decidió usar a los personajes y a su truculenta historia como sustrato “real” de su por ahora última ficción.
 
Y digo ficción porque el autor, pese a que la narración gira sobre la vida de los dos nada convencionales hermanos, ha literaturizado esas existencias, ha imaginado el discurrir de sus mentes, ha puesto palabras creadas por su inventiva en sus bocas e, incluso, en los aspectos del libro que guardan más paralelismo con su correlato “histórico” y bien documentado, Doctorow se ha permitido más de una licencia, cambiando las edades de los protagonistas (Homer, el mayor, es, en la novela, el de menor edad), alterando aspectos fundamentales de sus datos personales (el propio Homer, la voz que relata la historia, era además de ciego, dato que preserva el texto, paralítico y no sordo como se presenta en la novela, en la que, además, la singular peripecia vital de los Collyer llega hasta los años ochenta del pasado siglo y no hasta ese 1947 de su verdadera muerte).
 

Soy Homer, el hermano ciego, así empieza el libro, y desde esa frase inicial Doctorow nos hace conocer la realidad de ambos hermanos a través del pensamiento, agudo, penetrante, lúcido, escéptico, dotado de un sutil sentido del humor, pero progresivamente desencantado, melancólico, errático y finalmente algo enloquecido, del relato en primera persona del narrador, que redacta su manuscrito en diversas máquinas de escribir adaptadas al lenguaje Braille. La novela transcurre, más allá de ciertas idas y venidas temporales -los recuerdos no se rigen por la cronología; existen al margen del tiempo, escribe Homer-, siguiendo el curso de la vida de los dos hermanos, desde principios del siglo veinte, en su infancia, hasta la macabra muerte varias decenas de años después.
 
Los Collyer son los únicos vástagos de una familia de la alta sociedad neoyorkina. Homer inicia su historia evocando el pasado brillante de su infancia y su juventud durante las cuales, pese a la tragedia de la pérdida de la vista, lleva una vida feliz en la que él es un joven apuesto, de educación impecable a cargo de profesores particulares, con un innegable talento para el piano, vistiendo de manera elegante y resultando atractivo -pese a su limitación- a las chicas de su entorno social, con las que coquetea en las frecuentes veladas con la “flor y nata” de la sociedad. Los padres, médico él, cantante de ópera ella, llevan una vida acorde a su alto nivel económico y social, pasan un mes al año en el extranjero -Homer recuerda la partida de los trasatlánticos en los que iniciaban sus viajes, los regalos magníficos embalados en cajas que antecedían a su llegada, la súbita y esperada aparición en el hogar familiar, cargados de obsequios, tras el regreso-, y habitan una impresionante vivienda, un edificio entero, con cuatro plantas e infinidad de habitaciones, con vistas a Central Park (otra de las licencias del libro frente a la historia real, en la que el inmueble está situado bastante más al norte de Manhattan). La memoria de Homer no escatima detalles acerca de la fastuosa decoración de la casa, el rico mobiliario, la amplitud del servicio, la muy cómoda y holgada y apacible existencia de la privilegiada familia.
 
La muerte de los padres da inicio a la lenta decadencia, a la progresiva degradación de la vida de los hermanos que, de manera gradual, durante décadas, en una suerte de lento e inexorable proceso de deterioro, van alejándose del mundo, cortando sus vínculos con la realidad y encerrándose en su particular, caótico y delirante universo. En años de despilfarro irreflexivo en los que dilapidan sus casi ilimitadas riquezas, Homer y Langley van prescindiendo -o son ellos los que naturalmente se esfuman- del fiel personal a su servicio: el mayordomo Wolf, Julia, la criada húngara que entretiene las noches de Homer, y luego Siobhan, la sirvienta de más antigüedad, la abuela Robielaux, el matrimonio Hoshiyama; todos van desapareciendo de la casa de los Collyer. Empleados, subalternos, abogados, administradores, agentes varios -unidos a la familia desde antiguo- rompen sus vínculos con esos dos personajes que constituyen los patéticos restos degradados de un linaje que va diluyéndose lentamente, mientras sus últimos representantes se adentran, poco a poco, en su enloquecida soledad. Así, en su destructiva caída a los infiernos, los hermanos van convirtiéndose en seres atribulados que ven al mundo exterior en pugna con ellos. Se suceden los conflictos con las diversas compañías de suministros, que van restringiendo el mundo de los dos inadaptados: cortada el agua, la electricidad, el teléfono, se multiplican las disputas con los bancos por la hipoteca de la vivienda, las multas, por infracciones varias, del ayuntamiento, las reclamaciones -al no pagar las cuotas debidas- de la empresa titular del cementerio en el que descansan los padres, los enfrentamientos con el Departamento de Sanidad, con inspectores diversos, con los bomberos que reiteradamente acuden al hogar ante las quejas de los vecinos, con los periodistas que ven en ellos una atractiva fuente de noticias truculentas para el morboso interés del público.
 
Y es que los hermanos Collyer, en su huída del mundo, van adentrándose en la locura. Langley, un iconoclasta de voz estridente y tos ronca, enloquecido tras su funesta participación en la primera guerra mundial, con una visión lúgubre de la vida, concibe -yo, el solemne investigador de cosas inútiles, como se define- un proyecto delirante: una colección de periódicos con el objetivo último de crear una edición de un diario que pudiera leerse eternamente y bastase para cualquier día, un periódico platónico, eterno e inalcanzable. El proyecto de Langley consistía en enumerar y archivar artículos por categorías: invasiones, guerras, matanzas, accidentes de automóvil, tren y avión, escándalos amorosos, escándalos religiosos, robos, asesinatos, linchamientos, violaciones, tropelías políticas con un subapartado para elecciones amañadas, fechorías policiales, vendettas entre bandas, estafas, huelgas, incendios en casas de vecindad, juicios civiles, juicios penales, etcétera, etcétera. Una categoría aparte incluía las catástrofes naturales, tales como las epidemias, los terremotos y los huracanes. No recuerdo todas las categorías. Como él explicaba llegaría un día -nunca precisó cuándo-, dispondría de datos estadísticos suficientes para reducir sus hallazgos a las clases de sucesos que eran, por su frecuencia, sucesos humanos seminales. Después llevaría a cabo más operaciones estadísticas hasta establecer el orden de las plantillas, que le permitiría saber que artículos deberían ir en primera plana, cuáles en la segunda página, y así sucesivamente. También había que añadir notas sobre las fotografías y elegirlas en función de su valor simbólico, pero esto, admitía, no era fácil. Quizá prescindiese de las fotografías. Aquello era una empresa colosal, y le ocupaba varias horas al día. Salía de casa en busca de todos los periódicos matutinos, y por la tarde en busca de los vespertinos, y a eso había que sumar la prensa económica, las revistas de sexo, los boletines marginales, las gacetas del mundo del espectáculo, y demás. Quería fijar definitivamente la vida estadounidense en una sola edición, lo que él llamaba el periódico sin fecha eternamente actual de Collyer, el único periódico necesario para cualquier persona. De este modo, los recortes de periódicos, todos los de la ciudad, el Telegram, el Sun, el Evening Post y el Tribune, el Herald, el World, el Journal y el Times, el American, el News, el Mirror, el Irish Echo, y hasta los de la periferia, el Brooklyn Edge, el Bronx Home News, e incluso el Amsterdam News, para personas de color, llenan miles de cajas, centenares de fardos que llegan hasta el techo en todas las habitaciones de la casa. Langley, impertérrito y tronante, pontifica: veo todos estos periódicos, y por más que vengan de la derecha o la izquierda o el turbio punto medio, son inevitablemente de un sitio, están arraigados como una roca a un lugar que, insisten, es el centro del universo. Son de un localismo presuntuoso y arrogante, y al mismo tiempo de un agresivo nacionalismo. Así que eso haré yo. La Edición Única para Todos los Tiempos de Collyer no irá dirigida a Berlín ni a Tokio, ni siquiera a Londres. Veré el universo desde aquí, al igual que todos estos diarios. Y el resto del mundo puede seguir con sus obtusas ediciones diarias, mientras sin saberlo, tanto ellos como sus lectores de todas partes estarán petrificados en ámbar.
 
Por otro lado, Homer, la conciencia lúcida de la pareja, es, sin embargo, un ser desvalido, un hombre incompleto, un ser defectuoso que se recluye y piensa que el aislamiento es el camino más sensato para eludir el dolor, la pesadumbre y la humillación. Yo era una persona que se pasaba casi todo el día sentado en su casa, viviendo sin el complemento normal de amigos y conocidos, y sin una ocupación práctica con la que llenar sus días, un hombre cuya vida no había dado más fruto que una conciencia excesiva de su propia inutilidad. Homer siente que el mundo se le ha ido cerrando lentamente, y vive envuelto, perdida la noción de la realidad, en su poderoso flujo de conciencia, que discurre, cada vez más ajeno al mundo exterior, entre recuerdos de sus padres, de Eleanor, su frustrado amor de infancia, de Mary Elizabeth Riordan, la joven estudiante de piano, a la que añora, enamorado, de la inocente Lissy y su destartalada cuadrilla de hippies que se instalan en la casa y con los que Homer se identifica viendo en ellos una suerte de profetas de una nueva era, y, por fin, de Jacqueline Roux la periodista que se convierte -en pleno delirio final- en la destinataria última de su narración. Una narración en la que da cuenta también -y sobre todo- de la patológica pasión de su hermano por el coleccionismo. Langley trae a la casa todos los objetos que encuentra; enfermizamente ahorrativo, guarda dinero, guarda cosas, encuentra un valor a objetos que otros han desechado o que de un modo u otro puedan tener un uso futuro. De tal manera que la casa va convirtiéndose en un abarrotado recipiente, un monstruoso contenedor, en el que coexisten útiles de medicina herencia del progenitor, numerosos tomos médicos, tarros de cristal con fetos, cerebros, gónadas y otros órganos conservados en formol, el viejo maletín médico negro de cuero del padre, con el estetoscopio asomando, rollos de gasa, torundas, esparadrapo, tintura de yodo, una colección de pequeñas tallas de marfil: elefantes, tigres y leones, monos colgados de ramas, niños, muchachos de rodillas huesudas, muchachas abrazadas, mujeres en kimono y guerreros samurais con cintas en el pelo, varios pianos, casi todos reducidos a sus entrañas, una tostadora, un caballo de bronce chino, una enciclopedia, un Ford Modelo T, un frigorífico viejo, paquetes de juntas de fontanería y secciones de cañería, cajas de reparto de botellas de leche, somieres, cabezales de cama, varios paraguas rotos, un diván con la tapicería gastada, una boca de riego auténtica, neumáticos de automóvil, pilas de tejas, tablas y listones sueltos, máscaras antigas, excedentes militares, cananas, botas, cascos, cantimploras, fiambreras y cubiertos de hojalata, teclas de telégrafo, una mesa cubierta de guerreras y pantalones de apagado color oliva, trajes de faena, ásperas mantas de lana, navajas plegables, prismáticos, cajas de cintas distintivas de regimientos, fusiles M1, fusiles Springfield, toneladas de libros que desbordan las estanterías, viejos esquís de madera, sillas de respaldo recto apiladas, macetas llenas de tierra de los experimentos botánicos de la madre, un ánfora china, un reloj de pie, altos ventiladores eléctricos, varias maletas, un baúl, máquinas de escribir -una Royal, una Underwood, una Remington, una Hermes, una Smith Corona, una Blickensderfer-, lámparas de todo tipo, lienzos apilados, sillas plegadas, mesas de caballete, pilas de tablones, neumáticos usados, una cómoda sin patas, dos tumbonas de madera, todos los libros de la carrera de Derecho, fanales de barco, faroles de acampada, reflectores de empuñadura alargada, lámparas de propano, lámparas de mercurio, lámparas a prueba de viento, linternas de bolsillo, lámparas de alta intensidad con sus soportes, de sodio a pilas, de rayos ultravioletas, pilas de colchones, bultos de papel de prensa, montones de cajas de madera de frutas (Langley obliga a su hermano a tomar el zumo de cien naranjas cada día, persuadido de que tal dieta curará su ceguera), viejos tapices colgantes, decenas de miles de libros desparramados, bolas de pelusa, charcos de aceite del Ford, destartalados cochecitos de bebé, algunos sin ruedas, palas, rastrillos, un taladro, una carretilla, neumáticos, una olla a presión, maniquís, cajones de cómodas vacíos, toneles de cerveza, macetas, motores envueltos en su cableado eléctrico, cajas de herramientas, cuadros, planchas de automóvil, sillas amontonadas, mesas encima de mesas, cabezales de cama, toneles, pilas desmoronadas de libros, piezas desmontadas de los muebles de los padres, alfombras enrolladas, montañas de ropa, bicicletas... y por todas partes pilas de periódicos en los rincones y en el escritorio, en los pasillos, sobre los muebles, invadiendo las distintas dependencias, los lugares de paso, los dormitorios, las salas de estar. En ese momento de nuestras vidas la casa era un laberinto de peligrosos caminos, erizados de obstáculos y callejones sin salida. Con luz suficiente, uno podía recorrer los zigzagueantes pasadizos entre los fardos de periódicos, o deslizarse de medio lado entre las pilas de material de un tipo u otro, pero se requerían las dotes naturales de un ciego capaz de percibir la posición de los objetos por el aire que desplazaban para llegar de una habitación a otra sin matarse en el intento.
 
Por ese hábitat imposible deambulan los hermanos, siniestras y enloquecidas sombras, prisioneros en su propio hogar, abriéndose paso a través de pasadizos entre las pilas de los periódicos, los objetos, los detritos, las trampas y los cepos que construyen para ahuyentar las muy reales ratas que infestan la casa y los posibles invasores de su decrépito dominio, inventados por su enfermiza paranoia. Vestidos estrambóticamente con los restos de ropas encontradas, con los uniformes de faena y botas del ejército, chaquetas sobre camisas y éstas sobre más chaquetas y abrigos sobre todo ese amasijo de prendas, sombreros medio rotos, trajes raídos, chales confeccionados mediante sacos de arpillera, zapatillas de andar por casa, los hermanos Collyer, se encaminan -al margen de cualquier convención- a la muerte, al fin de un linaje, al fin de una especie, al final -quizá- de un forma de civilización.
 
Porque es precisamente ese valor de símbolo lo que, más allá del formidable interés de la historia y de la enorme potencia de la narración, nos interesa de la peripecia de Homer y Langley. A través del relato de sus en el fondo pobres vidas, Doctorow recorre la historia de su país, la primera gran guerra, la ley seca, la época de los gánsters, la gran depresión, la segunda contienda mundial, la guerra fría, Vietnam y los hippies, mostrando -indirectamente- cómo esa sociedad, y por extensión el mundo desarrollado, se ha movido por la codicia, por el consumo, por el afán de acumulación, y cómo esas fuerzas demoníacas, nos abocan al desorden, a la destrucción. La significativa y apasionante experiencia de los Collyer supone un iluminador aviso del destino que espera a nuestra especie, consumida, agostada, destruida por esas fuerzas entrópicas contra las que no parece que seamos capaces -ni tengamos, como sociedad humana, la lucidez suficiente- para resistirnos.
 
Excelente novela, espléndido libro este Homer y Langley, una nueva manifestación del enorme talento de su autor, Edgar Lawrence Doctorow, un autor que suena reiteradamente, año tras año, para el premio Nobel. No dejéis de leerlo. Os propongo, como correlato musical al libro, la canción Me and my shadow, que suena en el libro, en este caso interpretada por Frank Sinatra y Sammy Davis Jr.
 
 
Homer, entonces eras muy pequeño para recordarlo, pero un verano nuestros padres nos llevaron a una especie de pueblo de veraneo muy religioso a orillas de un lago, en algún lugar al norte del Estado. Nos alojamos en una mansión victoriana con galerías alrededor de las cuatro fachadas en la planta baja y en el primer piso… Y todas las casas de la comunidad eran así: victorianas con galerías lóbregas y cúpulas y mecedoras en las galerías. Y cada casa era de un color distinto. ¿Te suena de algo todo esto? ¿No? La gente iba de un lado a otro en bicicleta. Cada mañana empezaba con la bendición del desayuno en el comedor de la comunidad. Cada tarde cantaban los coros alegremente al son de los banjos de una banda formada por hombres con canotiers y chaquetas de rayas rojas y blancas. Down by the Old Mill Stream. Heart of My Heart. You Are My Sunshine. A los niños nos mantenían entretenidos -carreras de sacos, talleres para aprender a tejer con rafia y esculpir en jabón- y a la orilla del lago el camión de bomberos de la comunidad tenía la boca del cañón de riego apuntada al cielo para que pudiéramos corretear bajo la lluvia de agua gritando y riendo. Cada tarde, al empezar a ponerse el sol más allá de los montes, venía un vapor de palas por el lago haciendo sonar sirenas y silbatos. Por la noche había conciertos o charlas sobre temas de interés. Todo el mundo era feliz. Todo el mundo era amable. Era imposible dar dos pasos sin que te saludaran con amplias sonrisas. Y te aseguro que en mi corta vida nunca había pasado más miedo. Porque ¿qué finalidad tenía un sitio como ése si no era convencer a la gente de que así sería el cielo? ¿Qué finalidad si no la de ofrecer una idea de los goces de la vida eterna? A esa edad yo aún creía que existía el cielo… aún me imaginaba pasando la eternidad acompañado de aquellos músicos, con sus banjos, sus canotiers y sus chaquetas de rayas, aún pensaba que algún día podría quedarme entre aquellos imbéciles felices rezando y cantando y dejándome instruir en temas de interés. Y encima veía a mis propios padres abrazar esa existencia horrendamente exenta de problemas, esa vida de felicidad continua e inexorable, a fin de inculcarme una vida de virtud. Homer, fue ese aciago verano cuando comprendí que nuestros padres defraudarían inexorablemente todas las expectativas que yo había puesto en ellos, y me juré una cosa: haría lo que fuese con tal de no ir al cielo. Sólo cuando, al cabo de unos años, me quedó claro que el cielo no existía, me quité esa pesada carga de encima. ¿Por qué te cuento todo esto? Te lo cuento porque ser hombre en este mundo es afrontar una cruda realidad de circunstancias atroces, saber que sólo existen la vida y la muerte y tormentos humanos tan diversos como para desconcertar a cualquier personaje de la índole de Dios. Y eso se confirma aquí, ¿o no? ¿Ver a los hermanos Collyer atados, desvalidos y humillados por un vulgar patán? Éste es uno de los sermones mudos de la propia vida, ¿o no? Y si al final resulta que Dios existe, deberíamos darle las gracias por recordarnos su horrenda creación y disipar cualquier esperanza residual que pudiéramos albergar ante una vida futura de fatua felicidad en Su presencia. Langley siempre supo levantarme el ánimo en mis horas bajas.


 

miércoles, 19 de diciembre de 2012

ROSE MACAULAY. LAS TORRES DE TREBISONDA

Hola, buenos días. Aquí me tenéis, como todos los miércoles, en Todos los libros un libro, dispuesto a ofreceros una nueva recomendación de lectura que pueda interesaros. Y estoy seguro de que la magnífica novela de la que hoy quiero hablaros va a resultar de vuestro agrado. Se trata de Las torres de Trebisonda. Su autora es la casi desconocida Rose Macaulay, una escritora y periodista y viajera inglesa que publicó su libro en 1956, aunque la edición que conocemos en España es de 2008 y se debe a la siempre estupenda y ejemplar editorial Minúscula, que nos la ofrece en traducción de Francisco Segovia, con un sugerente postfacio de Jan Morris, la, a su vez, muy reconocida viajera y también escritora de viajes. Y creo que os va a interesar porque además del valor intrínseco del libro, en estos días previos a las vacaciones navideñas, la posibilidad de una intensa peripecia viajera, aunque sólo sea a través de la literatura, resulta especialmente oportuna.
 
Las torres de Trebisonda es presentada por la crítica como una obra maestra y a mi juicio, aunque no tengo demasiado claros los parámetros por los que se califica así un libro, está muy cerca de serlo. Pero al margen de calificaciones, que siempre son relativas, dejadme deciros por qué a mí me ha entusiasmado la novela y por qué he disfrutado enormemente de su lectura.
 
En primer lugar, el argumento de la obra, por decirlo así, es muy original, interesante y sugestivo, y sus personajes son sencillamente inigualables. A mediados de los años cincuenta del pasado siglo, Laurie, la protagonista principal y narradora, su tía Dot, una excéntrica y entrañable dama inglesa, en la mejor tradición de mujeres independientes y algo estrambóticas que pueblan la literatura británica, y el reverendo Hugh Chantry-Pigg, un viejo cura fundamentalista, parten de Londres hacia Turquía, con Estambul, la mítica Trebisonda y el mar Negro, como destinos iniciales, y hacia Rusia, Siria y Palestina, después, en un viaje delirante en el que se hacen acompañar por un camello absolutamente desnortado y demente, tanto que parece necesitar un psicoanalista, al decir de alguno de los personajes. El objeto del viaje es múltiple. La joven Laurie quiere olvidar -relativamente, pues seguirá encontrándose con él en su aventura- un amor adúltero que la llena de culpabilidad y de dudas religiosas, debatiéndose entre la fe y el agnosticismo, por lo que se suma al extraño periplo con la intención de disfrutar del viaje y con la excusa de hacer dibujos para el libro que escribirá sobre la experiencia la singular tía Dot. Ésta, anglicana convencida y militante, pretende ejercer de misionera y convertir a la población turca, sobre todo a sus mujeres, al anglicanismo, al que considera la mejor rama de la Iglesia cristiana. Tía y sobrina comparten además la muy acendrada convicción según la cual viajar constituye la principal meta de la vida. El padre Chantry-Pigg, intolerante y anticuado, y tan heterodoxo y estrafalario como sus acompañantes, pero mucho menos simpático por su cerrazón ideológica, viaja por ganar también algunas almas del Profeta para la Iglesia y por poner a prueba el poder de las múltiples reliquias de santos que atesora, sin descartar la posibilidad de realizar algunos milagros en tierras de infieles que le granjearían sin duda un buen número de conversiones entre los casi siempre hostiles turcos.
 
Estoy seguro de que cualquiera de nuestros oyentes, tras tan sólo esta somera descripción de las personalidades de este trío desternillante, ya se habrá dado cuenta de la peculiaridad de la novela. Pero ello, la irresistible atracción de sus muy particulares personajes principales, es sólo una parte, importante pero mínima, del encanto del libro. Porque leyendo Las torres de Trebisonda, aparte de disfrutar de unas horas deliciosas que se os pasarán en un suspiro y con la sonrisa permanentemente en los labios, os encontraréis con muchos otros motivos de interés, tantos que no podré apenas hacer nada más en esta breve reseña que sugerir leve y brevemente algunos de ellos.
 
Están los personajes secundarios, muy numerosos y pintados de un modo brillante y muy convincente: los británicos Charles y David, que escriben sobre los lugares que visitan y viven enzarzados en rencillas profesionales a causa de la originalidad de sus respectivos libros; la turca Halide Tanpinar, convertida a la iglesia anglicana y reconvertida al islamismo por amor; el estudiante griego Jenofonte Paraclydes que le roba el jeep a su abuelo y permite a los viajeros descabalgar de los lomos de su camello en alguna de las etapas de su desopilante excursión; los centenares de espías rusos que la obsesión antisoviética de tía Dot, en plena guerra fría, hace aflorar por doquier; el hechicero local que proporciona a Laurie una droga embriagadora y muy placentera; los diplomáticos ingleses, los múltiples lugareños...
 
Las torres de Trebisonda es también, y sobre todo, una excelente narración de viajes, con descripciones espléndidas de las gentes, de los parajes, de las ciudades, de los paisajes, de los pequeños pueblos, de montes y lagos, de la vegetación austera pero impresionante, de las múltiples ruinas, de los innumerables restos históricos, retazos vivos de mil y una culturas, que jalonan el recorrido de los tres aventureros.
 
Y para terminar este muy breve repaso por una novela inabarcable, permitidme que me detenga en su dimensión espiritual, en las reflexiones sobre el papel de las religiones y las iglesias en nuestro mundo. Se trata de un libro en el que la autora traslada, por boca de su evidente alter ego, la narradora, Laurie, sus preocupaciones existenciales, religiosas, morales. Pero la densidad de esas cuestiones no quita frescura o ligereza al libro que, repito, es una auténtica delicia. No lo dejéis pasar. Os dejo en compañía de un relevante fragmento del libro que podréis disfrutar antes del vídeo que recoge una pieza musical obviamente turca. Uno de los grandes nombres de la música de aquel país, Aynur Dogan, interpreta una de sus piezas más destacadas, Ahmedo.
 
 
En todo caso, ahora debo construirme una vida que no deje lugar ni para Dios ni para el amor. Saldré, haré mi trabajo, procuraré divertirme, veré a mis amigos, la vida seguirá y sin duda, con el tiempo, volveré a encontrarla agradable. Todos, a fin de cuentas, nos adaptamos, tenemos que hacerlo. Hallamos la diversión, aparece sin duda a la vuelta de cada esquina, pues el mundo está lleno de bellezas naturales y artefactos encantadores, de aventuras y bromas y emociones, y de idilios y curas para la pena. Es solo que una dimensión ha sido arrancada de mi vida, allanándola, ya no es ni rica ni refinada ni vivida, sino hueca y magra e irreal, como un fantasma que vaga murmurando en el lugar que habita, buscando siempre algo que ya no está.
 
A su debido tiempo, los años apaciguarán a este fantasma. Y cuando haya pasado el tiempo, se abrirá el desagradable e impredecible vacío negro de la muerte, y caeré finalmente en él, cayendo y cayendo y cayendo, y la sola idea de esta caída, de este desarraigo, de este desgarro del alma y del cuerpo, de este partir hacia algo tan desconocido y vacío, me sume en un miedo y una pena mortales. Después de todo, la vida, con sus agónicas desesperaciones, sus pérdidas y sus culpas, es emocionante y hermosa, divertida e ingeniosa y entrañable, y está llena de placer y de amor; es a veces un poema y a veces una intensa aventura, a veces seria y a veces muy alegre, y sea lo que sea lo que venga después (si es que algo viene), nunca volveremos a tenerla. Las torres de Trebisonda, la ciudad de fábula, aún brillan en un horizonte lejano, con sus puertas y murallas bajo un embrujo luminoso. Así lo veo yo, y por muy lejos que esté de ellas, siempre será así.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

CEES NOOTEBOOM. TUMBAS DE POETAS Y PENSADORES

Hola, buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca que hoy llega a su emisión centésima en esta su segunda etapa, tras los cinco años iniciales en Onda Cero, en nuestra emisora universitaria. Cien programas, cien libros, cien propuestas de lectura en dos intensos y apretados cursos académicos, cien ediciones por las que han pasado sobre todo novelas, pero también algún ensayo, antologías de poesía, recopilaciones de cuentos o volúmenes misceláneos, un centenar de sugestivas invitaciones a disfrutar de unos libros que, en todos los casos -y siempre según mi muy subjetivo y particular juicio-, han sido elegidos -a partir de mi propia experiencia lectora- con criterios en los que prima la calidad y el interés intrínsecos de las obras escogidas, pero también -sin rebajar ese nivel de exigencia inicial- su potencial cercanía a unos gustos no demasiados exquisitos o elitistas, su heterogeneidad, la variedad de géneros, de procedencias, de temáticas, de planteamientos literarios, así como la capacidad de los libros propuestos para entretener, para hacer pensar, para conmover, para emocionar, para ilusionar, para entusiasmar, para, en definitiva, encantarnos y hacernos olvidar la tan a menudo mísera existencia cotidiana.

Para conmemorar este primer centenario del programa os traigo hoy un libro magnífico de un grande de la literatura universal, eterno candidato al Premio Nobel, el holandés de nombre impronunciable Cees Nooteboom. De su extensísima y muy variada obra literaria he seleccionado un volumen de difícil adscripción a un género en concreto, un libro que recoge delicada poesía, profundas reflexiones personales y magníficas fotografías, unido todo ello con un lazo común, la presencia de la muerte, una presencia no ominosa, ni sombría, ni dramática, muy al contrario, una muerte que se contempla desde una perspectiva que, al menos desde mi punto de vista, aparece como esperanza, como creación, como belleza, como -valga el oxímoron- profundamente vital. Se trata de Tumbas de poetas y pensadores y lo publicó, el año 2007, la Editorial Siruela en traducción del alemán de María Cóndor. El libro se presenta en una edición muy cuidada, de formato grande, tapas duras, excelente papel satinado, bellísimas fotografías -como ya he señalado- y desmesurado precio acorde con la extraordinaria calidad formal que ofrece.

Viajero empedernido, durante décadas Nooteboom ha visitado, allá donde le llevaban sus aventuras, las tumbas de escritores -fundamentalmente poetas pero también narradores o filósofos- cuyas obras le habían acompañado a lo largo de su vida. En total, ochenta y dos autores, todos sin excepción indiscutibles en cualquier historia de la literatura que se pretenda rigurosa, cuyas personalidades, cuyos versos, cuyos pensamientos llenaron su propia existencia de lector apasionado. En sus visitas le acompaña siempre su mujer, Simone Sassen, notable fotógrafa, y las imágenes que esta recoge de las lápidas, los cementerios y, en general, los espacios funerarios, ciento treinta y cinco evocadoras y hermosísimas fotografías en blanco y negro, aparecen en el libro contribuyendo a trasladarnos al entorno -a menudo apacible y recogido, siempre ilustrativo y sugerente- de las últimas moradas de los literatos admirados.

El autor confiesa que su cuanto menos extraño proyecto surge de su “afición” a asistir a entierros de colegas escritores. ¿Cuándo empezó?, se pregunta, Yo ya había asistido con frecuencia, cuando en mi país algún colega más viejo o más joven emprendía su último, incierto y gran viaje por las antologías y manuales, a extrañas fiestas al revés en el aula magna de un cementerio, en las que nos volvíamos a ver unos a otros. Allí se suspendían por un instante las enemistades literarias, se daba el pésame a los inimaginables parientes -los escritores no tienen familia- y se hacían conjeturas en silencio acerca de cuánto tiempo resistiría la obra del difunto antes de pasar al segundo plano de la inimaginable eternidad. Pero acudir a entierros no es lo mismo que visitar tumbas. Para expresarlo de la manera más sencilla posible: una tumba tiene que estar cerrada, y mejor si lo está ya desde hace tiempo. La mirada en la sima abierta en la tierra, donde se ve el ataúd, y todos los pensamientos relacionados con ella tienen todavía demasiado que ver con la vida. El que visita la tumba de un poeta emprende una peregrinación a sus obras completas.

He ahí, pues, escondida en este significativo párrafo, la razón última del libro y de la voluntad que llevó a la experiencia que lo motiva: la intensidad con la que el autor vive su condición de lector. Visita las tumbas porque quienes están en ellas enterrados forman parte de su vida, porque sus obras han estado presentes en su existencia de las maneras más diversas y en los momentos más variados. Y por ello, no hay nada morboso o mortecino en su peregrinar de túmulo en túmulo. Son las voces, las voces vivas de los muertos, valga de nuevo la paradoja, vivas en sus versos inmortales, en sus páginas imperecederas, en sus ideas que han resistido el paso del tiempo, las que impulsan o acompañan al viajero.

Este, a veces, emprende sus recorridos -que le han llevado, en una pasión irrefrenable, a todos los continentes- expresamente en búsqueda del lugar en el que yace enterrado el escritor querido; otras, es el azar, la estancia casual en las cercanías del enterramiento, el que motiva la visita a sus “muertos amados”. Simone Sassen y yo -escribe Nooteboom- denominamos para nosotros mismos el relato de nuestra búsqueda, “Encuentros”. En algunos casos son sus encuentros y no hay más que la imagen; en otros yo quise escribir sobre alguien cuya sepultura no pudimos visitar. Pero casi siempre el texto y las reflexiones del escritor se asocian a las fotografías de su mujer, en un diálogo muy fecundo, en el que palabras e imágenes se imbrican, se complementan, sirven de ilustración mutua, permiten enriquecer nuestra visión de los escritores “visitados”.

Por el libro pasan así, en una muy completa y heterogénea enumeración, que no respeta siglos ni geografías y que denota lo universal de los gustos literarios del visitante, Celan, Descartes y Wittgenstein; Mann y Calvino, Canetti y Joseph Brodsky; Virgilio, Hölderlin y Leopardi; René Char, Thomas Bernhard y Paul Valéry; Marcel Duchamp, Montale, Keats y D.H Lawrence; Yeats y Ionesco. El autor peregrinó también, y el término no resulta excesivo pues de una auténtica aventura espiritual se trata, a las tumbas de Neruda en Chile, las de César Vallejo y Julio Cortázar en el parisino cementerio de Montmartre, a la de nuestro Machado en Collioure, a la de Robert Louis Stevenson en su remota isla de los mares del sur, a las de Keats y Shelley en Roma, a las innumerables del Pére Lachaise de París, Balzac o Proust o Wilde entre ellas. Y también visita en su último lecho a Susan Sontag, Virginia Woolf, Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, a Nabokov y Kafka, a Dante, Flaubert y Borges, a Bioy Casares y Samuel Beckett y James Joyce y Goethe y tantos otros.

Y en cada caso nos encontramos con las atinadas reflexiones del autor: aquí un leve apunte biográfico sobre el escritor enterrado, allá -muy a menudo- una cita de su obra, un poco después unos versos, más adelante una somera y poética descripción de la tumba o de la lápida -sobria o alambicada, discreta u ostentosa, austera o sofisticada-; ahora un comentario sobre el espacio circundante -salvaje o “civilizado”, inaccesible o notoriamente señalizado, repleto de recuerdos y ofrendas y arreglos florales o desmañado, olvidado como a menudo lo es el muerto-, más tarde un retrato melancólico de los anónimos y privilegiados “vecinos” que duermen su sueño eterno a la vera del literato visitado, aún después, tres pinceladas sobre los fugaces visitantes del cementerio. Y siempre la profundidad del pensamiento de Cees Nooteboom, sus penetrantes anotaciones sobre la poesía, sus filosóficas disquisiciones sobre la vida y la muerte, sobre la memoria y el olvido, sobre los recuerdos, sobre la amistad y el amor, sobre -claro está- la literatura.

Un libro magnífico, este Tumbas de poetas y pensadores, del holandés Cees Nooteboom, que publica Siruela. Un libro interminable, además, gozosamente interminable, pues se abre a las obras de los escritores mencionados, avivando el interés por su lectura, y, sobre todo, a poco espíritu viajero que se posea, porque nos despierta el deseo de repetir la experiencia del autor, visitando también, con la misma pasión, con idéntico entusiasmo, con similar emoción, esos lugares en cierto modo sagrados.

He elegido, como complemento musical a mi reseña de esta mañana, una canción que habla de la muerte, Flirted with you all my life, del desgraciadamente desaparecido Vic Chesnutt.


¿Quién yace en la tumba de un poeta? El poeta, desde luego, no, eso es bien sabido. El poeta está muerto, de lo contrario no tendría una tumba. Pero el que está muerto ya no es nadie, por lo tanto tampoco está en su tumba. Las tumbas son ambiguas. Conservan algo, y sin embargo, no conservan nada. Naturalmente, esto se puede decir de todas las tumbas, pero cuando se trata de las tumbas de los poetas con eso no está todo dicho. En su caso hay algo diferente. La mayoría de los muertos callan. Ya no dicen nada. Literalmente, ya lo han dicho todo. Pero no sucede así con los poetas. Los poetas siguen hablando. A veces se repiten. Esto ocurre cada vez que alguien lee o recita un poema por segunda o centésima vez. Pero hablan también para quienes todavía no han nacido, para unas personas que aún no han vivido cuando ellos escriben lo que escriben.

¿Por qué visitamos la tumba de alguien a quien no hemos conocido en absoluto? Porque nos dice algo, algo que sigue resonando en nuestros oídos, que hemos retenido e incluso no hemos olvidado, que nos sabemos de memoria y de vea en cuando repetimos, en voz bajo o en voz alta. Con alguien cuyas palabras siguen estando presentes para nosotros mantenemos una relación, del tipo que sea. Por esa razón, no es imprescindible visitar su tumba.

Cuando se trata de tumbas, todo es irracional. Llevamos flores a nadie, arrancamos los hierbajos para nadie y aquel por quien vamos no sabe que estamos allí. Sin embargo, lo hacemos. En algún rincón secreto de nuestro corazón albergamos la idea de que esa persona nos ve y se da cuenta de que seguimos pensando en ella. Pues eso es lo que queremos, queremos que los muertos reparen en nosotros, queremos que sepan que seguimos leyéndoles, porque ellos siguen hablándonos. Cuando nos hallamos al lado de sus tumbas, sus palabras nos envuelven. La persona ya no existe, pero las palabras y los pensamientos permanecen. Podemos al menos rememorar. Cada visita a la tumba de un poeta es una conversación en la cual la respuesta ya está ahí mucho antes que todo lo que nosotros mismos pudiéramos decir. Es una paradoja. Algo se ha dicho ya, pero sin que se haya formulado una pregunta. Hemos venido a dar nuestra aquiescencia, a estar cerca de las palabras que ya se han dicho. El que escribió esas palabras murió, pero las palabras mismas siguen viviendo. Podríamos pronunciarlas en voz alta, como si se las dijéramos a otros. Por eso vamos allí: para oír esas palabras en el silencio de la muerte y a pesar de la muerte.

En estos últimos años he visitado innumerables tumbas de poetas y las sensaciones que he experimentado junto a ellas han sido siempre las mismas. Visitamos a unos muertos a los que conocemos mejor que a la mayoría de los vivos. Yacen en muros, en lo alto de montículos, bajo modestas piedras u ostentosos monumentos, en metrópolis o remotas islas, junto a desconocidos o junto a otras celebridades; descansan allí desde hace tanto tiempo que hasta las inscripciones funerarias han envejecido, o en tumbas recién cavadas; las losas están de pie o yacen en el suelo; no han elegido a sus vecinos, duermen en mármol o granito junto a catedráticos u oficiales, con su esposa o su padre o sin ellos, sin palabras o con las suyas propias, palabras cinceladas en la piedra, palabras que ya conocíamos, que un día fueron escritas con tinta sobre papel y ahora están petrificadas.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

ALFONS CERVERA. ESAS VIDAS

Hola, buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Como todas las semanas llegamos puntuales a nuestra cita con todos vosotros, una cita en la que pretendemos daros cuenta de un libro que creemos puede interesaros escogido de entre el maremágnum de publicaciones que nos asaltan de un modo inmisericorde desde los mostradores de las librerías. Hoy quiero presentaros la penúltima obra publicada de un escritor espléndido, autor de innumerables novelas y de incontables artículos periodísticos, también de algún poemario. Se trata de Alfons Cervera, un escritor valenciano con una trayectoria literaria más que estimable que no se corresponde, como tan a menudo ocurre, con su reconocimiento público, pues pese a su excelencia no ocupa las portadas, ni se le dedican páginas en los suplementos literarios, sino que presenta, en definitiva, lo que podríamos llamar un ‘perfil bajo’ desde el punto de vista comercial. Y ya sabéis que en estos asuntos de la literatura -pero en cuáles no- el comercio, la imagen, el marketing, el dinero, en suma, resultan primordiales. Alfons Cervera es, como os digo, un escritor voluntariamente alejado de los primeros planos mediáticos, pero que lleva muchos años elaborando un proyecto literario muy personal, muy delicado, repleto de melancolía, de sentimientos, hermosísimo. En particular, y antes de hablaros del libro de esta mañana, os recomiendo su tetralogía (por ahora), agrupada bajo la rúbrica de Ciclo de la Memoria e integrada por las novelas El color del crepúsculo, Maquis, La noche inmóvil y Aquel invierno, que gira sobre la brutal posguerra española en las décadas de los cuarenta, cincuenta y hasta sesenta del pasado siglo, en un territorio, la Serranía valenciana, que Cervera conoce muy bien por ser el universo de su infancia, de su vida, en realidad. En esas magníficas e intensas y emocionantes y conmovedoras novelas, se nos habla de la vida cotidiana de los perdedores de la guerra civil, de individuos humildes y sencillos, de la memoria histórica hoy tan trivializada en algunos ámbitos, de la represión, del horror, de las penurias, del silencio que sufrieron algunas de esas pobres gentes que tuvieron la mala fortuna o que escogieron el destino de estar en el lado equivocado de la contienda.
 
Esas vidas, el libro del que hoy quiero hablaros, publicado, como la mayor parte de su obra literaria, por la editorial Montesinos, contiene la totalidad de las claves y de los motivos recurrentes de la literatura de Alfons Cervera, de modo que leyéndolo podréis haceros una idea bastante ajustada de lo esencial de sus planteamientos, de sus intereses, de su estilo, tan poético. No obstante, hay, sin embargo un elemento central que es específico de este libro en particular, que constituye el eje sobre el que se desarrolla todo él. Este desencadenante de la escritura en Esas vidas es la muerte de su propia madre. La madre de Alfons Cervera fallece en un mes de febrero, tras año y medio languideciendo después de una caída por las escaleras de su casa, y dos semanas después de su muerte, su hijo, que se encuentra en Grenoble por motivos profesionales, relativos a su oficio de escritor, asistiendo a un coloquio sobre la memoria individual y colectiva que se celebra en la Universidad de la ciudad francesa, reflexiona sobre esa muerte, sobre la muerte en general, sobre su vida con su madre, sobre un extraño episodio protagonizado por su padre, entonces un joven anarquista, en los primeros días de la Guerra Civil. Tres son los planos que se entremezclan en los pensamientos del autor: la historia de su madre, de su pasado feliz, y también del progresivo deterioro del año y medio tras la caída, así como de su propia infancia como niño; la indagación en la misteriosa peripecia del padre, que le condujo a una condena de doce años de cárcel terminada la guerra; y las reflexiones que como novelista, y con ayuda de numerosas citas y referencias a otros escritores, el autor se hace sobre la muerte, sobre el paso del tiempo, sobre las razones de la escritura, sobre el sentido de la existencia, sobre la memoria, sobre la condición humana…
 
El libro resulta ser así, gracias a esta superposición de planos, intimista y objetivo, emocionante y terrible, algo frío y distante, pero a la vez lleno de ternura y sensibilidad. En cualquier caso, y como sucede con el resto de la obra de su autor, altamente recomendable. Os dejo ya con un fragmento de Esas vidas que creo que os permitirá apreciar con bastante exactitud el tono, el estilo, el clima de la obra. En estos días, además, ve la luz la última novela del escritor valenciano, Tantas lágrimas han corrido desde entonces, en la que, al parecer, pues aún no he podido leerla, se da algún tipo de continuidad con ésta que ahora comento, a través de algún personaje común.
 
Como complemento musical al libro de un escritor que siempre ha declarado su fascinación por París os dejo J’ai deux amours, esa clásica declaración de amor a la ciudad del Sena, compuesta hace más de ochenta años por Josephine Baker. Aquí suena en la voz de Madeleine Peyroux.
 
 
Ya sé, porque lo dijo Walter Benjamin -siempre presente, siempre-, que con los recuerdos no se escribe una biografía. Esta escritura no se cose a los recuerdos sino al relato, desnudo en toda su fragmentaria dramaturgia, de una muerte. La de mi madre. Y con ellas, con la muerte y con mi madre, se ha abierto en lo que se cuenta una brecha -muchas, quizá- hacia el conocimiento de lo que sucedió en un tiempo ya lejano. Una vida -aseguraba Rimbaud- siempre son otras vidas. Y me pregunto todavía hoy -tal vez hoy seguramente más que nunca- dónde estaban antes esas vidas que poco a poco han ido construyendo la que mi madre vivió cuando se iba muriendo con la fecha de caducidad que ella buscaba afanosamente en los tarros de yogur: la de Claudio, mi padre, que comienza una noche de llamas y pistolas cuando era casi un niño y se iniciaba en una revolución que lo conduciría a la derrota, a todas las derrotas; la de mi hermano, aferrada con temblores epilépticos a ese miedo que en los momentos de máximo esplendor lo llenaba de inocencia y de ternura; la de quienes fueron apareciendo en esta historia como personajes borrosos, inconclusos, habitantes de los rincones más en sombras de la casa y finalmente imprescindibles; la de esos libros que me ayudaron -con mayor o menor torpeza por mi parte- a escribir estas páginas llenas de lo que nunca antes imaginé que podría llegar a conocer. Y la de mi madre, una mujer fuerte, con esa fortaleza imbatible que de pronto se quedó paralizada un día de verano y decidió buscar en el silencio, en el lado más profundo de lo oscuro, una manera de sobrevivir.