Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 15 de febrero de 2012

EMMANUEL CARRÈRE. DE VIDAS AJENAS

Me acuerdo de que, la noche antes de la ola, Hélène y yo habíamos hablado de separarnos. No era complicado: no vivíamos bajo el mismo techo, no teníamos hijos en común, hasta podíamos pensar en seguir siendo amigos; sin embargo, era triste. Conservábamos en la memoria otra noche, justo después de habernos conocido, que pasamos repitiendo que nos habíamos encontrado, que viviríamos juntos el resto de nuestra vida, que envejeceríamos juntos e incluso que tendríamos una niña. Más tarde tuvimos una niña, en el momento en que escribo seguimos esperando envejecer juntos y nos complace pensar que lo comprendimos todo desde el principio. Pero desde aquel comienzo había transcurrido un año complicado, caótico, y lo que nos parecía cierto en el otoño de 2003, en el embeleso del flechazo, lo que nos sigue pareciendo cierto, en todo caso deseable, cinco años más tarde, ya no nos parecía en absoluto cierto ni deseable aquella noche de la Navidad de 2004, en nuestro bungalow del Hotel Eva Lanka. Por el contrario, estábamos seguros de que aquellas vacaciones eran las últimas, y que a pesar de nuestra buena voluntad habían sido un error. Acostados uno junto al otro, no nos atrevíamos a hablar de la primera vez, de aquella promesa en la que los dos habíamos creído con tanto fervor y que era evidente que no se cumpliría. No había hostilidad entre nosotros, simplemente nos veíamos alejarnos con pena: era una lástima. Yo rumiaba mi incapacidad de amar, tanto más patente porque Hélène era una persona muy amable. Pensaba que envejecería solo. Ella pensaba en otras cosas: en su hermana Juliette, que justo antes de partir nosotros había sido hospitalizada a causa de una embolia pulmonar. Hélène tenía miedo de que cayera gravemente enferma, de que se muriera. Yo alegaba que aquel miedo no era racional, pero colonizó enseguida todo el estado de ánimo de Hélène, y yo le reprochaba que se dejase invadir por algo en lo que yo no tenía ninguna participación. Salió a fumar un cigarrillo a la terraza del bungalow. La esperé tumbado en la cama, diciéndome: si vuelve pronto, si hacemos el amor, quizá no nos separemos, quizá envejezcamos juntos. Pero ella no volvió, se quedó sola en la terraza mirando cómo se iluminaba poco a poco el cielo, escuchando los primeros trinos de los pájaros, y yo, por mi lado, me quedé dormido, solo y triste, convencido de que mi vida iba a empeorar cada vez más.

Hola, buenos días. Así, con este sugerente texto, comienza De vidas ajenas, la última novela, aunque no sé si novela es un término adecuado, de Emmanuel Carrère, el escritor y guionista francés. De vidas ajenas ha visto la luz hace algunos meses en la editorial Anagrama, traducido por Jaime Zulaika.

Antes de iniciar mi reseña de hoy, dejadme recordaros que Emmanuel Carrère es autor también de otras obras magníficas, singularmente El adversario, un libro publicado igualmente por Anagrama en el año 2000 y que comparte con el que os presento esta semana al menos un rasgo determinante: ambos podrían inscribirse en un género en alza, las novelas de no ficción, como las llama una parte de la crítica, en particular la norteamericana. Truman Capote, un pionero con su A sangre fría, el malogrado Sebald, el Nobel sudafricano Coetzee o nuestro Javier Cercas, entre otros muchos, escriben libros en los que el mismo autor es protagonista, en los que las tramas novelescas se imbrican en la propia vida del autor, en los que ficción y realidad se mezclan y resultan, a la postre, indiscernibles, en los que las vivencias de sus personajes afectan a la existencia del escritor, en los que éste se adentra en una investigación sobre hechos e individuos reales y da cuenta en el libro de esa indagación, de la que se narran las causas, los procesos, los avances, las conclusiones. El resultado final no se limita a una mera descripción neutra y objetiva de los acontecimientos narrados, lo cual convertiría los libros en manifestaciones destacadas del género periodístico, sino que estamos ante auténticas novelas, porque la voz narrativa es una voz creadora: inventa, imagina, penetra en el alma de los protagonistas, recrea emociones, intuye sentimientos, impregna el relato de fecunda subjetividad. En definitiva, sobre la base de unos hechos realmente producidos, efectivamente existentes, verídicos pues, se instaura una nueva verdad más verdadera podríamos decir, la verdad de la literatura que, si es de calidad, si es auténtica, si es Literatura con mayúsculas, emociona, conmueve, transmite sentimientos y arroja una luz más diáfana y esclarecedora sobre nuestra pobre condición humana.

Así, en El adversario, Emmanuel Carrère reconstruyó una sorprendente y a la vez escalofriante historia real que conmocionó a la opinión pública hace veinte años. En 1993, Jean-Claude Romand, aparentemente un médico francés de vida ordenada y plácida, asesinó a su mujer, a sus dos hijos, a sus padres y después trató, sin éxito, de suicidarse. Juzgado tres años después, fue sentenciado a cadena perpetua. En el libro conocemos las investigaciones judiciales que revelaron el mundo de falsedades que Romand había creado a su alrededor. Matriculado de joven en Medicina, no logró pasar del segundo curso y por no enfrentar ese hecho ante sus padres, construyó una trama de mentiras, cada vez más enrevesadas, para disimular su fracaso. De este modo, su vida real fue progresivamente quedando desplazada por una existencia ficticia que acabó devorando su auténtica personalidad. Sin trabajo, salía a diario a un parque cercano en el que consumía su supuesta jornada de trabajo. Sin dinero, estafaba a propios y extraños en una espiral de engaños. Cuando, tras dieciocho años de ocultaciones y fingimientos, la situación se hizo insostenible y su vida fraudulenta iba a ser descubierta acabó salvajemente con su familia e intentó suicidarse. Emmanuel Carrère se adentra en la siniestra personalidad de este fascinante aunque monstruoso personaje y a través de la correspondencia que mantiene con él, dando cuenta de los protocolos judiciales, de sus propias indagaciones, de las sesiones del juicio, a las que asiste, elabora un libro intensísimo y deslumbrante, de lectura arrebatadora, que nos ayuda a comprender mejor a un ser humano tan brutalmente singular y con él, a conocernos mejor a nosotros mismos.

De vidas ajenas se rige por un principio similar: partir de hechos reales, investigarlos y relatar los resultados de la investigación y de la influencia que lo experimentado, lo conocido, lo indagado ejerce sobre la propia vida del autor. En este caso, el desencadenante es el tsunami que asoló las costas índicas en las navidades de 2004 y al que de modo lateral se alude en el texto que os he ofrecido al comenzar esta reseña. Carrère, que está de vacaciones con su mujer Hélène en Sri Lanka, ve como una pareja vecina y amiga pierde a su hijita que jugaba en la playa en el momento en que irrumpió la devastadora ola. Desde ahí, la novela contiene al menos tres líneas argumentales inicialmente sucesivas, aunque luego acaban interrelacionándose. La primera historia que se nos narra es, pues, la de esos días terribles vividos en la isla destrozada, los miles de cadáveres, la desolación general, la destrucción, el pánico, la tristeza, las iniciales y estériles labores de rescate, la identificación de los cuerpos, las vidas aniquiladas y reducidas a su condición más elemental. A la vuelta de su dramático viaje, Juliette, la hermana de Hélène, es ingresada en un hospital pues le ha sido diagnosticado un cáncer. Juliette ejerce su profesión de juez con compromiso e implicación al lado de Étienne, un compañero con el que además de afinidades profesionales y humanas comparte una condición triste y dolorosa: ambos son cojos, han perdido una pierna en sendas enfermedades juveniles. El segundo núcleo del libro lo constituye el análisis de esas dos vidas entregadas a la justicia, los respectivos dramas vividos en la juventud, las enfermedades padecidas, la toma de postura personal de ambos ante las injusticias que el ejercicio del Derecho lamentablemente permite, las interioridades del sistema judicial francés, la poderosa amistad nacida en esa lucha común, una amistad que no necesita explicaciones ni demasiadas palabras. Por fin, el tercer eje de la novela se desarrolla en torno a la inevitable evolución de la enfermedad de Juliette, su impacto en su bondadoso marido Patrice y en sus tres pequeñas hijitas, su deterioro y su muerte con sólo treinta y tres años.

Pero lo esencial del libro no está en los hechos narrados, en las líneas argumentales, en las vidas ‘externas’ que se cuentan, sino en la profundidad de las almas, en lo íntimo, en las emociones más genuinas de los seres que pasan por la novela: la desesperación de los padres y los abuelos de la niñita arrebatada por las aguas, el padecimiento de los chicos que sufren la terrible mutilación en su juventud, el dolor devastador de sus familias, impotentes ante el cáncer, la dramática aceptación de lo irremisible de la muerte por parte de Juliette y su joven marido. Y, claro está, la repercusión que todas estas vivencias tienen sobre el narrador, sobre su algo egoísta vida, sobre su quizá demasiado rutinaria y algo languideciente relación de pareja, hasta el punto de que el impacto emocional de los hechos que vive y analiza y sobre los que escribe acaba cambiando su vida, mejorándola.

Impacto emocional he escrito, muy ajustadamente. No soy yo muy dado a las confidencias íntimas en un espacio público como es el radiofónico o el que ofrece internet, pero por una vez haré una excepción: yo he llorado leyendo De vidas ajenas, sus últimas sesenta páginas un desbordante y emotivo fluir de lágrimas, lágrimas acongojadas por la tristísima historia leída, presenciada, en cierto sentido -en tanto cuando leemos penetramos realmente en otras existencias- vivida, lágrimas doloridas por la absurda insensatez de la condición humana, lágrimas, en fin, liberadoras y hasta alegres por la belleza y la verdad que la literatura puede comunicar. Os dejo, como muestra de esa esencial belleza del libro, un fragmento bellísimo que recoge los últimos momentos en común del equilibrado Patrice con su joven mujer agonizante.

Leed, pues, este De vidas ajenas de Emmanuel Carrère que publica Anagrama, son muchas las razones para hacerlo: magnífica literatura, extraordinaria belleza, reveladora verdad, profunda, intensa, conmovedora vida. Os dejo, como cierre de la emisión, una canción del vaquero Tim McGraw, Live Like You Were Dying, en la que el cáncer es protagonista. Hasta la semana que viene.

Está de nuevo tendido cerca de ella, pero más cómodamente, casi como si estuvieran en la cama conyugal. Ella respiraba sin tropiezos, parecía no sufrir. Navegaba en un estado crepuscular que en un momento dado iba a convertirse en la muerte, y él la acompañó hasta aquel momento. Se puso a hablarle al oído, muy bajo, y mientras hablaba le tocaba suavemente la mano, la cara, el pecho, a intervalos la besaba con un roce de los labios. Aun sabiendo que su cerebro ya no estaba en condiciones de analizar las vibraciones de su voz ni el contacto de su piel, era seguro que su carne los percibía todavía, que ella entraba en lo desconocido sintiéndose rodeada por algo familiar y amoroso. Él estaba allí. Le contó la vida que habían vivido juntos y la felicidad que ella le había dado. Le dijo cuánto le había gustado reírse con ella, hablar de todo y de cualquier cosa con ella, y hasta pelearse con ella. Le prometió que seguiría adelante sin flaquear, que se ocuparía bien de las niñas, que no debía preocuparse. No olvidaría ponerles las bufandas para que no se resfriasen. Le cantó canciones que a ella le gustaban, le describió el instante de la muerte como un gran fogonazo, una ola de paz de la que no se tiene idea, un retorno bienaventurado a la energía común. Un día él también la conocería y los dos volverían a reunirse. Estas palabras le salían sin dificultad, las enunciaba en voz muy baja, muy serena, le envolvían a él mismo. Es la vida la que duele al resistirte, pero el tormento de estar vivo concluía. La enfermera le había dicho: las personas que luchan mueren más deprisa. Si aquello duraba tanto tiempo, pensaba él, era porque Juliette había dejado de luchar, que lo que quedaba de vivo en ella estaba tranquilo, abandonado. No luches más, mi amor, suelta, suelta, déjate ir.
Hacia medianoche, sin embargo, se dijo que no era posible, no era posible que al día siguiente continuara en este estado. A las cuatro de la mañana, decidió, desconectaría el respirador. Pero a la una ya no aguantaba la espera, pensó que era Juliette quien le comunicaba esta impaciencia y fue a ver a la enfermera de guardia para preguntarle si no podría desconectarlo ella porque creía que había llegado el momento. Ella dijo que no, podría ser brutal, más valía que las cosas siguieran su ritmo. Más tarde, Patrice se durmió. Un helicóptero le despertó un poco antes de las tres. Permaneció suspendido mucho tiempo encima del hospital. A continuación, fijó la mirada en el despertador. A las cuatro menos cuarto, la respiración de Juliette, que ya no era más que un hilo, se detuvo. Él se quedó un momento al acecho pero ya no había nada, el corazón ya no le latía. Se dijo que ella había adivinado lo que él pensaba hacer a las cuatro y se lo había ahorrado.



miércoles, 8 de febrero de 2012

LAURENT BINET. HHhH

Hola, buenos días, bienvenidos a Todos los libros un libro. Un miércoles más salimos a vuestro encuentro en Radio Universidad de Salamanca con una nueva sugerencia de lectura. Y os aseguro que con respecto a mi propuesta de hoy no puedo conformarme con un mero consejo o una más o menos tibia recomendación, no, hoy mi reseña viene envuelta en una auténtica conminación, os planteo una exigencia, una obligación, una verdadera necesidad. No deberíais dejar de leer, bajo ningún concepto, la genial novela que hoy os comento, pues aparte de ser una obra genial desde el punto de vista literario, es interesante, es adictiva, es intensa, es conmovedora, es original -pese a moverse en un terreno ciertamente trillado-, es comprometida, es emocionante, es intelectualmente sugestiva.

Se trata -desvelaré ya su título, porque con un preámbulo así imagino que ardéis en deseos de que desvele por fin la referencia- de HHhH, la primera novela del escritor francés Laurent Binet, con la que ha cosechado infinidad de muestras de reconocimiento y admiración en el mundo entero, el premio Goncourt de primera novela en su país, y un entusiasmo unánime en lectores y críticos. El libro fue publicado en España en el pasado 2011 por la editorial Seix Barral en traducción de Adolfo García Ortega.

Vayamos, de entrada, con el núcleo central de la novela, con su trama argumental. El cerebro de Himmler se llama Heydrich. Esta frase, recurrente en distintos círculos de la Alemania nazi y que en la lengua germánica se dice Himmlers Hirn heisst Heydrich, da título, con sus cuatro haches iniciales, al libro. Himmler es, claro, el comandante en jefe de las SS, uno de los mayores responsables del terror nazi. Menos conocido es, en cambio, Reinhard Heydrich, jefe de la Gestapo, considerado el hombre más peligroso del Tercer Reich y una de las figuras más enigmáticas del nazismo. Su discreto segundo plano en los libros de historia no debe confundirnos acerca de su capital importancia en el proyecto político hitleriano. Es increíble hasta qué punto, en lo concerniente a la política del tercer Reich, y especialmente en lo que tiene de más aterradora, nos dice Binet en un momento de su obra, siempre podemos encontrar a Heydrich en pleno centro.

Heydrich, el carnicero de Praga, siniestro apodo con el que era conocido, el máximo encargado del vertedero de la basura del Tercer Reich, como él mismo se denominaba, fue también el principal impulsor, el inventor en realidad, de la Solución final, el monstruoso, el diabólico plan de aniquilación sistemática y organizada del pueblo judío. Tras la ocupación nazi de Polonia comenzaron las ejecuciones masivas en ese país y en la URSS, pero se confiaron inicialmente a los comandos de exterminio de los Einsatzgruppen, los escuadrones de ejecución itinerantes, que se limitaban a concentrar a sus víctimas por centenas, incluso por millares, a menudo en un campo o en un bosque, antes de ametrallarlos. El problema de este método era que sometía los nervios de los verdugos a una dura prueba y dañaba la moral de las tropas, hasta de las más curtidas, como la SD, el Servicio de Seguridad, o la Gestapo; el propio Himmler llegó a desmayarse cuando asistió a una de esas ejecuciones en masa. Más adelante, los SS se habituaron a asfixiar a sus víctimas en unos camiones repletos de gente en su interior, hacia donde conectaban el tubo de escape, en una técnica que no pasaba de ser algo relativamente artesanal. De este modo no se resentía el equilibrio psíquico de los ejecutores, pero la supuesta asepsia de la operación presentaba un inconveniente adicional: en palabras de Binet: las personas, cuando se asfixian, tienen tendencia a defecar, y hay que limpiar los excrementos que alfombran el suelo del camión después de cada gaseado. Por fin, y aquí es donde aparece la cruel mano de Heydrich, el exterminio de los judíos fue administrado como un proyecto logístico, social y económico completo, es decir, como una operación de gran envergadura, la solución final, los campos de concentración y exterminio. Desde un punto de vista literario, Heydrich, escribe Binet, es un buen personaje. Es como si un doctor Frankestein novelista hubiera alumbrado una criatura terrorífica a partir de los monstruos más grandes de la literatura. Con la excepción de que Heydrich no es un monstruo de papel.

El odio que suscitaba el personaje en la Europa ocupada, junto al innegable valor estratégico de la posición de Heydrich como máxima autoridad nazi en el Protectorado de Bohemia y Moravia, que incluía a las actuales Repúblicas Checa y Eslovaca, provocaron que la resistencia checa y las autoridades británicas idearan la operación Antropoide, un intento de acabar con el brutal carnicero alemán. En 1942, dos miembros de la Resistencia, Jozef Gabčik y Jan Kubiš, aterrizan en paracaídas en Praga con la misión de asesinarlo. Pese a las muchas dificultades que encuentran para acceder a su presa logran por fin su cometido con la ayuda de un tercer hombre, Josef Valčik. Refugiados tras el atentado en una iglesia, son delatados por un compañero traidor, suicidándose ante el asedio de setecientos hombres de las SS. Las furibunda reacción de Hitler tras el atentado se traduce en la completa liquidación de la localidad de Lídice, de donde era natural uno de los resistentes, aunque la represalia se centró en ese pueblo por azar, sin que la organización nazi fuera consciente de esa circunstancia. En una sola noche, un escuadrón de las SS arrasó la población acabando enteramente con sus habitantes.

Estos son los hechos, la verdad histórica, acontecimientos, nombres, episodios, fechas, personajes reales, de existencia contrastada, verdaderos. Y ésta es también la novela, que incluye estos hechos, los recrea, y los enriquece hasta convertirlos en literatura, aunque en este caso, la frontera entre sucesos reales y ficción literaria es ciertamente difusa. El resultado de esta ejemplar reconstrucción de hechos históricos, muy documentados, es una narración apasionante que empieza en una ciudad del norte de Alemania, prosigue en Kiel, Múnich, Berlín, luego se desplaza por la Eslovaquia oriental, pasa muy brevemente por Francia, continúa en Londres, en Kiev, vuelve a Berlín y va a terminar en Praga, la ciudad de las cien torres, el corazón del mundo, el ojo del huracán de mi imaginario, la Praga de dedos de lluvia, sueño barroco del emperador, hogar pétreo de la Edad Media, música del ama fluyendo bajo los puentes, como poéticamente la describe el narrador.

Laurent Binet acomete su excepcional tarea llevado, en primer lugar, por el recuerdo de su padre, para devolverle, dice, algo de lo que me dio, el resultado de unas pocas palabras ofrecidas a un adolescente por ese padre que, en aquel entonces, no era todavía profesor de historia pero que, con unas cuantas frases imperfectas, sabía contarla muy bien. Le mueve también la voluntad de rendir un homenaje a los participantes en uno de los mayores actos de resistencia de la historia humana e, incontestablemente, el mayor hecho de resistencia de la Segunda Guerra Mundial. Hoy, señala el autor en un momento de su novela, Gabčik, Kubiš y Valčik son héroes en su país, donde su memoria se celebra con regularidad. Cada uno de ellos tiene una calle con su nombre en las cercanías del lugar del atentado, y existe en Eslovaquia un pueblecito llamado Gabčikovo. Quienes los ayudaron directa o indirectamente no son tan conocidos y, agotado por el desordenado esfuerzo con que he tratado de rendir homenaje a todas esas personas, me estremezco de culpabilidad al imaginar los cientos, los miles que he dejado morir en el anonimato, pero quiero pensar que la gente existe aunque no se hable de ella.

Y mientras cuenta la historia, presenta los personajes, describe los escenarios, muestra las intrigas políticas, las acciones militares, los encuentros diplomáticos, los avances de la acción, los distintos episodios de la preparación y la puesta en práctica del atentado, Binet se interroga, en un poderoso y muy atractivo ejercicio de metaliteratura, acerca del sentido de su proyecto literario. Extraordinariamente escrupuloso con la verdad, no quiere en ningún momento, por respeto a los protagonistas, literaturizar unos hechos y unos personajes de tan formidable entidad histórica. Y así, la novela está surcada por infinidad de momentos en los que la inflexible atención del autor detecta peligrosos deslizamientos hacia la 'ficcionalización' de la historia. Por ejemplo, Natacha, su novia, lee un capítulo recién terminado en el que se describe una determinada reacción de Himmler. A la segunda frase, dice Binet, ella exclama: ¿Qué es eso de ‘la sangre le enciende las mejillas’, ‘su cerebro se hincha dentro de la caja craneal’? ¡Te lo estás inventando! Y entonces, reflexiona: Hace ya varios años que la fatigo con mis teorías sobre el carácter pueril y ridículo de la invención novelesca, herencia de mis lecturas de juventud, y es justo, supongo, que no deje pasar esta historia de la caja craneal. Por mi parte, me creía muy decidido a evitar ese tipo de menciones que, a priori, no tienen más interés que dar al texto el colorido de la novela, lo que es bastante feo, Además, aunque disponga de indicios sobre la reacción de Himmler y su turbación, no puedo estar verdaderamente seguro de los síntomas de esa turbación: quizá se puso todo rojo (y así es como yo me lo imagino), pero también pudo haberse puesto todo blanco. Vamos, que el asunto me parece bastante grave. O en otro momento, a propósito de la película sobre el general norteamericano Patton: En resumidas cuentas, la película habla de un personaje ficticio cuya vida está muy inspirada en la carrera de Patton, pero claramente no es él. Y sin embargo, la película se titula Patton. Y eso no le choca a nadie, todo el mundo ve como algo normal hacer bricolaje con la realidad para así poder ensalzar un guión; o dar una coherencia a la trayectoria de un personaje cuyo recorrido real comportaba, sin duda alguna, demasiados tumbos azarosos, y bastante poco significativos. Por culpa de gente así, que le hace trampas a la eternidad con la verdad histórica con tal de vender su propio caldo, un viejo amigo, curtido en todo género de ficciones y por tanto fatalmente habituado a esos procedimientos de normalizada falsificación, puede asombrarse inocentemente y preguntarme: “¿Entonces no es inventado?”. No, no es inventado. Por otra parte, ¿qué interés habría en “inventar” el nazismo? Incluso, en el paroxismo de este íntegro rigor intelectual, interrumpe su narración al escribir: Cuando su amo se ausenta, el perro lo espera prudentemente echado debajo de la mesa del salón, sin moverse durante horas. Y, escrupuloso con los límites que separan la literatura de la historia, señala a continuación: La verdad es que el animal no tendrá ningún papel decisivo en la operación Antropoide, pero prefiero contar un detalle inútil antes que correr el riesgo de que se me pase un detalle esencial.

En fin, no deberíais dejar pasar esta magnífica novela, tras cuya torrencial prosa se esconde una ingente labor de documentación. De nuevo cito al autor: Los anaqueles de mi departamento de cubren de libros sobre la segunda guerra mundial, devoro cuanto cae en mis manos en todas las lenguas posibles, voy a ver todas las películas que salen -El pianista, El hundimiento, Los falsificadores, The black book- y mi tele queda bloqueada en el canal Historia. La amplitud del saber que llego a acumular termina por asustarme, Escribo dos páginas cada mil que leo. Pues bien, esta HHhH de Laurent Binet publicada por Seix Barral es la espléndida punta de ese inmenso iceberg de información que maneja su autor sobre una época, sobre unos episodios, sobre unos seres humanos fascinantes en sí mismos pero que la memorable voz narrativa del escritor convierte en simplemente inolvidables. No os lo perdáis.

En el apartado musical y como despedida por hoy, una canción traída de manera algo forzada a partir de la nacionalidad de su intérprete, la checa Marketa Irglova. Se trata de If you want me y formó parte de la banda sonora de la magnífica y oscarizada Once. Con ella os dejamos hasta la semana que viene.


Llegó a mis oídos una historia extraordinaria que sucedió en Kiev durante la guerra. Tuvo lugar en el verano de 1942 y no guarda relación con ninguno de los actores de “Antropoide”; no cabe, por tanto, a priori en mi novela. Pero una de las grandes ventajas del género es la libertad casi ilimitada que confiere al narrador.
Así, pues, en el verano de 1942, Ucrania es administrada por los nazis con la brutalidad que los caracteriza. Sin embargo, los alemanes han querido organizar unos partidos de fútbol entre los diferentes países ocupados o satelizados en el Este. Enseguida hay un equipo que se distingue, engarzando una victoria tras otra contra sus adversarios rumanos o húngaros: el FC Start, creado de prisa y corriendo a partir de los restos de un difunto Dynamo de Kiev, prohibido desde el principio de la ocupación pero cuyos jugadores fueron llamados para tal evento.
La fama del éxito de este equipo llega a los alemanes, que deciden organizar un partido de prestigio en Kiev, entre el equipo local y el equipo de la Luftwaffe. Durante la presentación de los equipos, los jugadores ucranianos son obligados a hacer el saludo nazi.
El día del partido, los dos equipos entran en el estadio, lleno a rebosar, y los jugadores alemanes extienden el brazo gritando: “¡Heil Hitler!” Los jugadores ucranianos extienden también el brazo, lo que supone sin duda una gran decepción para el público que, evidentemente, veía en ese partido la oportunidad de demostrar una resistencia simbólica al invasor. Pero en vez de apostillar su gesto con el “Heil Hitler” convenido, los jugadores cierran el puño, cruzan su brazo sobre el pecho y gritan: “¡Viva la cultura física!” El eslogan, impregnado de connotaciones soviéticas, entusiasma al público.
Apenas empezado el partido, un jugador alemán le fractura la pierna a un atacante ucraniano. En esa época no había sustituciones. El FC Start deberá jugar el resto del partido con diez. En superioridad numérica, los alemanes abren el marcador. La cosa se presenta muy mal. Sin embargo, los jugadores de Kiev se niegan a rendirse. Empatan entre los vítores de la multitud. Un poco más tarde marcan un segundo tanto y el estadio se viene abajo.
En el descanso, el general Ebherdardt, superintendente de Kiev, visita a los jugadores ucranianos en su vestuario y les echa este discurso; “Bravo, habéis practicado un juego excelente y a todos nos ha gustado mucho. Pero ocurre que ahora, durante el segundo tiempo, tenéis que perder. ¡Debéis hacerlo! El equipo de la Luftwaffe no ha perdido jamás, sobre todo en territorios ocupados. ¡Es una orden! Si no perdéis, seréis ejecutados”.
Los jugadores han escuchado en silencio. De regreso al terreno de juego, sin que se pusieran de acuerdo previamente, después de una breve incertidumbre, toman la decisión de seguir jugando. Marcan otro gol, y luego otro, hasta acabar ganando 5-1. Para el público ucraniano es el delirio. La parte alemana gruñe. Hay disparos al aire. Pero ninguno de los jugadores se inquieta todavía, porque piensan que los alemanes querrán lavar su afrenta sobre el terreno de juego.
Tres días más tarde se organiza un partido de revancha cuya promoción se hace con un gran despliegue de carteles. Mientras tanto, los alemanes mandan venir de emergencia desde Berlín a jugadores profesionales para reforzar el equipo.
El segundo partido comienza. El estadio está nuevamente lleno a rebosar, pero esta vez se han desplegado alrededor tropas de las SS, con le excusa oficial de mantener el orden. Los alemanes abren una vez más el marcador. Pero los ucranianos no se amilanan y vencen 5-3. Al acabar el partido, los seguidores ucranianos estallan de alegría, pero los jugadores están lívidos. Los alemanes disparan algunos tiros. El césped se invade. En la confusión, tres jugadores ucranianos desaparecen entre la multitud. Sobrevivirán a la guerra. El resto del equipo es arrestado y cuatro jugadores son llevados inmediatamente a Babi Yar, donde se les ejecuta. De rodillas delante del barranco, el capitán y guardameta, Nikolai Trusevich, tiene tiempo de gritar, antes de recibir una bala en la nuca: “¡El deporte rojo no morirá jamás!” A continuación, los demás jugadores serán asesinados también. Hoy en día hay un monumento dedicado a ellos delante del estadio del Dynamo.


miércoles, 1 de febrero de 2012

DAVID GONZÁLEZ (antólogo). LA MANERA DE RECOGERSE EL PELO. GENERACIÓN BLOGGER (y otros libros de poesía)

Hola, buenos días, bienvenidos un nuevo miércoles a Todos los libros un libro. Hoy llega la poesía, una vez más, a nuestra sección de recomendaciones literarias. Con su presencia, la presencia poética, en nuestro espacio pretendo -modestamente- abrir un paréntesis dedicado al espíritu y a la sensibilidad, podríamos decir, a la emoción y el sentir del alma humana que los poetas tan bien representan en sus versos, dentro del habitual tráfico de noticias de las que nos dan cuenta las radios y que por desgracia casi siempre nos alejan de esa dimensión más íntima y yo diría que más auténtica de nuestra existencia como personas. Sin embargo hoy no quiero conformarme con una presencia menor, casi accesoria o anecdótica de los poemas, no quiero tan sólo una simple y breve interrupción en el fragor de la realidad, sino que deseo que la poesía llene Todos los libros un libro, y para ello os traigo tres antologías, publicadas más o menos recientemente, en el pasado 2010 para ser exactos, de las que quiero daros cuenta.

Vaya por delante que este formato, el de la antología, es especialmente interesante para acercarse al mundo poético. Para quien no es lector habitual de poesía y por ello encuentra dificultades para moverse con criterio entre las publicaciones de este género, unas publicaciones, por cierto, que aun siendo frecuentes no tienen demasiada presencia ni en los medios de comunicación ni siquiera en los anaqueles de las librerías, la antologías resultan muy útiles pues, a partir del amplio muestrario que suelen ofrecer, contribuyen a que el profano pueda conocer distintos autores e incluso estilos y así formar criterio, depurar el gusto e ir poco a poco construyendo la propia personalidad lectora. Pero incluso a quien ya está interesado por la poesía el género antológico le proporciona pistas interesantes entre el maremágnum de poemarios casi siempre publicados en editoriales minoritarias y mal distribuidas, le permite descubrir autores, conocer de manera sistematizada tendencias y movimientos, ver reflejados de un modo organizado estilos, generaciones, estados de opinión, corrientes, líneas maestras o temas o enfoques dominantes.

Así ocurre con las tres significativas recopilaciones que ahora, someramente, voy a presentaros. Desde enfoques muy distintos, y hasta en algunos casos opuestos, diría yo, los tres libros de esta semana permiten configurar un exhaustivo mapa de la poesía que se está haciendo en España en los últimos cuarenta años, desde la Transición hasta nuestro más actualísimo presente.

Precisamente esta contemporaneidad más acusada, la que aflora en blogs y fanzines, revistas digitales y redes sociales, es el rasgo más significativo, junto al hecho de que todas las antologadas son, en efecto, mujeres, de La manera de recogerse el pelo. Generación blogger, una selección hecha por David González para Bartleby Editores. En ella se recogen poemas de trece mujeres, nacidas entre 1962 y 1984, veinteañeras, pues, muchas de ellas, rondando los cuarenta la mayor; poemas caracterizados, como señala José Ángel Barrueco en el esclarecedor prólogo, por algunos rasgos comunes. El principal es que sus autoras son poetas que pertenecen al mundo de internet, que se sirven de las herramientas informáticas no sólo para difundir sino también para escribir su obra (de hecho, el libro se acompaña de un curioso e ilustrativo dvd con información relativa a las trece escritoras). Son chicas que escriben poemas en sus casas, a las que no les sobra el dinero -ni las ganas- para hacer copias de sus versos, encuadernarlas, enviarlas a las editoriales y quedar a la espera de una dudosa respuesta que quizá nunca llegue a producirse. Mujeres que, por lo tanto, abren sus blogs y ofrecen al mundo digital, a medida que escriben, el fruto de sus intuiciones poéticas, de su creatividad, de su universo interior. Mujeres que, además, son radicales, duras, sin pelos en la lengua, luchadoras, conscientes y orgullosas de su condición femenina, que aflora indisimulada y combativamente en sus versos. Mujeres que escriben palabras, y sigo citando al prologuista, que nos hablan del mundo, de la fuerza de voluntad de las mujeres, de los hombres a los que aman, y los hijos a los que alumbran o pierden, de los parientes a los que añoran, del frío que sentimos cuando estamos desvalidos, de los sueños que se pierden en nuestras rutinas, de la rabia que origina la sociedad mediante sus injusticias y sus arrebatos de violencia, de la manera de mirarse al espejo y confesarse ante la pantalla del pc, del dolor y la herida, del sustento diario y el trabajo y los madrugones necesarios para resolver la hipoteca y el futuro y la comida de la familia.

Con esta misma voluntad de dar cuenta de la ultimísima actualidad nace La inteligencia y el hacha. Un panorama de la generación poética de 2000, una antología de Luis Antonio de Villena, poeta él mismo y reconocido antólogo, publicada por la Editorial Visor también en 2010. En sus palabras iniciales, Villena reivindica la virtualidad del concepto de generación, que tantos han criticado hasta el punto de su desprestigio, y lo reivindica, no desde una consideración matemática o rígida de la noción, sino desde un punto de vista flexible y abierto, que la concibe no como un ente aislado, circunscrito a unas fechas implacables, a unas premisas inflexibles, a unos insobornables postulados, sino la generación como un ser vivo y mudable, cambiante y permeable que admite vectores distintos en su seno, por más que se defina por una estética dominante o un núcleo común y principal. Desde esta perspectiva, el antólogo dibuja la generación de 2000 con el rasgo de la inteligencia como divisa principal. Poetas pensadores, poetas intelectuales llama a sus treinta y dos seleccionados, pues comparten, a su juicio, el criterio según el cual más que la emoción debe ser la inteligencia el elemento que empape y defina el poema. A partir de ese nexo identificador, los poetas escogidos presentan variantes, cuyas tipologías -que inundan el prólogo- no nos dicen demasiado a los no expertos, a quienes somos meros lectores, meros ‘disfrutadores’ de la poesía: realismo meditativo, irracionalismo imaginista, tradición clásica, poesía metafísica, esencialismo intelectualista y tantos otros términos capaces por sí solos de ahuyentar al lector medio, pero creedme, los versos que leeréis tras un preámbulo tan abstracto y quizá disuasorio son, en muchos casos, cercanos, nos llegan, hablan de nuestras vidas y de nuestras preocupaciones más comunes.

La última de las compilaciones es, frente a las ya comentadas, mucho más clásica, más convencional quizá, más canónica y ortodoxa. Se trata de Las moradas del verbo. Poetas españoles de la democracia, una completísima muestra de las corrientes creativas más destacadas desde la transición hasta los inicios del siglo XXI. La selección y un sugestivo estudio preliminar con el significativo título de Poesía en la era de la perplejidad corren a cargo del Catedrático de Literatura de la Universidad de Alicante, Ángel L. Prieto de Paula. El libro lo presenta la editorial Calambur, que con él celebró, el pasado 2010, la llegada al número 100 de su colección de poesía. Aquí ya están todos los grandes nombres -algunos repetidos con respecto al libro anteriormente comentado- de la poesía española de los últimos cuarenta años. Y están también corrientes y tendencias diversas, así como líneas ideológicas y planteamientos literarios y propuestas poéticas variadas. Treinta y dos poetas, el número se repite, que representan, como os digo, lo esencial del panorama poético de la España democrática.

Os recomiendo vivamente cualquiera de estos tres libros, estoy seguro de que entre su amplísima muestra de poemas vais a encontrar muchos que os conmoverán, que os interesarán, os emocionarán o, en definitiva, os depararán momentos de fecunda y placentera lectura. Os dejo ya con uno de los poemas seleccionados, Vox populi, de Nuria Mezquita. Como cierre musical de la emisión, un poeta que canta. Ángel Petisme. Si los delfines mueren de amor. Hasta la semana que viene.


Vox populi

Dicen que las esquinas están llenas de prostitutas y vagabundos
que las plazas se infectan de borrachos a los que hay que desterrar,
dicen que todas las mujeres tienen un pensamiento único
y que los limpiaparabrisas que no limpian hay que cambiarlos.

Dicen que para que una promesa se cumpla alguien tiene que hacerla [verdad
que los traidores viven en el país de Traicionalandia,
pero que de vez en cuando se dan un paseo por Nuestravida
y que hay perros que son mejores personas que tú
y que si fueras sincero, ya habrías desaparecido...

Dicen que las palabras son sólo palabras
y que sólo son poesía los sonetos eternos
que cumplen con la métrica y que nombran el anatema...
Dicen que para amar de verdad
sólo hay que amar de verdad.

De la noche, de la noche todos dicen, presumen y mienten
y del día, todos esconden.

Dicen que la pasión se acaba cuando se encierra en el compromiso
que la distancia es capaz de poner adornos al recuerdo
y que cuando dormimos no vivimos.

Dicen, dicen, dicen...
Dicen que esto no es poesía.

tienen razón...

miércoles, 25 de enero de 2012

JEAN-MICHEL GUENASSIA. EL CLUB DE LOS OPTIMISTAS INCORREGIBLES

Buenos días. Bienvenidos a Todos los libros un libro, de nuevo con todos vosotros en Radio Universidad de Salamanca. Hoy quiero hablaros de una novela, una estupenda novela que yo he leído con extraordinario interés pese a que, a priori, desconocía todo del libro y de su autor. Y resalto este hecho porque habitualmente uno accede a un libro con alguna -aunque sea mínima- información previa, hemos leído una crítica en la prensa, en los suplementos culturales, algún amigo nos la ha recomendado, una breve mención en algún programa televisivo visto de pasada nos ha despertado la curiosidad y nos ha permitido guardar la referencia del libro en nuestra memoria. Debo decir que en el caso de El club de los optimistas incorregibles, mi recomendación de esta semana, no se ha producido ninguna de esas circunstancias. No había oído hablar de la novela y el nombre de su autor, el francés nacido en Argel Jean-Michel Guenassia, me resultaba desconocido. Sin embargo, confieso mi frivolidad, compré el libro por su título, que me pareció muy atractivo, en sentido literal, tiró de mí como un imán, y también por la fotografía de su portada, una estampa típica de Cartier-Bresson, dos jóvenes besándose en la terraza de un café, ella ineludiblemente parisina, camiseta de rayas y boina, una reencarnación de la Jean Seberg de Al final de la escapada, la mítica película de Godard de la que, por cierto, se habla en la novela, y sin otros antecedentes que ese llamativo título y esa tierna foto, me enfrasqué, de modo algo compulsivo, en una lectura que me mantuvo embebido durante unos cuantos gozosos días.

El club de los optimistas incorregibles, seiscientas cincuenta páginas de prosa fluida y vivísimo ritmo narrativo, ha sido publicado por la editorial RBA en traducción de María Teresa Gallego Urrutia en una edición que, al menos en sus cien primeras páginas -a partir de ellas el problema parece resolverse como por ensalmo-, presenta innumerables fallos tipográficos y pequeñas erratas que hacen algo incómodo el seguimiento de una obra que, aun con ese lastre, es, como os digo, de lectura apasionante.

El protagonista de la novela es un chico, un adolescente, Michel Marini, que en 1960, al comienzo del libro, tiene 12 años y 17 a su término en 1965, aunque la novela tiene un capítulo introductorio, desde el que se construirá retrospectivamente la trama, fechado en 1980, en el multitudinario funeral de Jean Paul Sartre, protagonista indirecto de la obra y, supuestamente, principal desencadenante del impulso que llevó a su autor a escribirla. Al parecer, y según confiesa el propio Jean-Michel Guenassia, cuando él mismo era adolescente y asiduo frecuentador, a la salida del liceo, de los bares con futbolín, pudo ver, mientras disputaba una partida con sus compañeros, al filósofo parisino y al escritor Joseph Kessel jugando al ajedrez sobre una mesa del bistrot. Así le ocurre también al joven Michel en la novela, y este hecho aparentemente trivial será la llave que le abrirá -al adolescente, pero también a nosotros, los lectores- la puerta de El club de los optimistas incorregibles.

La novela, de análisis inabarcable en el corto espacio de esta reseña, se desarrolla fundamentalmente en dos planos distintos pero que se entremezclan a lo largo de todo el libro. Por un lado está la historia del adolescente Michel y su círculo familiar. Sus progenitores proceden de orígenes muy distintos; el padre, Paul Marini, es un trabajador con raíces italianas que se enamora -y es correspondido por ella- de Hélène Delaunay, la hija de su patrono, propietario de una empresa de saneamientos. Su boda convertirá al joven obrero en dueño de la empresa, pero las desigualdades de clase, llamémoslas así, serán un obstáculo en la vida de la pareja. Michel va creciendo y atraviesa su adolescencia entre conflictos familiares, aburridas clases en el liceo, la amistad de su compañero Nicholas, el descubrimiento de los libros, la tímida afición a la fotografía, el contacto con el círculo de su hermano Franck, siete años mayor, y cuyas peripecias anticipan la juventud que protagonizaría años después el mayo del 68, la rebeldía, el descubrimiento del rock and roll, el humo, el alcohol, las apuestas vitales arriesgadas, la lealtad a unos principios no pasados por el tamiz del pensamiento, solo intuidos, sentidos, la amistad noble, el ansia por vivir sin freno, con intensidad, la búsqueda de una existencia plena, alejada de las ya rancias costumbres de la familia burguesa. Michel se salta sus clases, juega al futbolín, lee compulsivamente, se enamora -pero no se lo dice a sí mismo, tiene 12 años- de Cécile, la bella y desatendida novia de su hermano. Despierta a la vida, tropieza, está perdido, no se encuentra, titubea, busca, deambula, insisto, tiene doce años: así es la adolescencia, la tan a menudo cruel adolescencia.

El segundo gran eje sobre el que gira la novela es el Club. Michel frecuenta los futbolines del café Balto. Al fondo del café, tras una cortina verde, una puerta en la que una mano torpe ha escrito El Club de los optimistas incorregibles, da acceso a un espacio envuelto en misterio, en el que se adentran extraños individuos de aspecto desastrado y ropas descuidadas. Con el corazón palpitante, decide penetrar en el recinto mágico que resulta ser un club de ajedrez en el que se reúnen exiliados, sobre todo de los países del Este, del otro lado del terrible Telón de Acero, para jugar, horas y horas absortos frente al tablero. Allí, como le ocurriera en la vida real al escritor, ve un día a Jean Paul Sartre y Joseph Kessel. Desde ese momento empieza a frecuentar, cada vez con más asiduidad, el Club y sus insólitos miembros. La novela nos contará así las dramáticas historias, las tristísimas historias de esos desarraigados, de esos parias, de esos supervivientes que han vivido mil aventuras, todas fracasadas, de derrota en derrota. El médico Igor, obligado a huir de su Rusia natal, teniendo que abandonar a su mujer y su hija, antes de ser ‘purgado’ por el irracional y asesino aparato estalinista. El condecorado militar Sacha, miembro del poder soviético, fotógrafo experto en hacer desaparecer de las imágenes a los enemigos del régimen, huido también ante las sospechas de su caída en desgracia ante la ciega y despiadada autoridad. Tibor, actor húngaro de enorme éxito en su país, e Imré, su representante y amante, que languidecen en París, olvidado todo rastro de aquella gloria. Y Vladimir y Leonid y Dimitri y tantos más que, sin dinero, arruinadas sus vidas, sus títulos académicos no reconocidos, sus profesiones truncadas, sus familias casi olvidadas, agotan sus días en el Club entre discusiones sin fin, arrebatos nostálgicos, reflexiones en torno al porvenir del socialismo, análisis sobre la política de la época, los bloques y la guerra fría, la independencia argelina, el compromiso de izquierdas con la entonces casi natural obediencia férrea a la disciplina de partido representada en la figura de Sartre y, por otro lado la defensa de la libertad de pensamiento y vital del intelectual con Albert Camus como manifestación ejemplar.

Y así, la novela fluye entre estos dos mundos, Michel descubre la vida, los desengaños amorosos, el desmoronamiento familiar, la madura experiencia de los exiliados, la realidad de la existencia. El joven se hace adulto entre las peripecias amorosas y familiares por un lado y el contacto con el Club por otro; el libro es optimista, entusiasta, vital, aunque teñido de un cierto clima melancólico, algo triste. No dejéis de leerlo, os procurará muchas horas de satisfacción, muy gratas. Para cerrar esta reseña, y después del fragmento escogido como ejemplo representativo del espíritu del libro, una canción que también podría sonar perfectamente en la novela. Boris Vian y su anti-himno Le déserteur. Hasta la semana que viene.

Habían escogido la libertad abandonando a la mujer, a los hijos, a la familia y a los amigos. Por eso no había mujeres en aquel Club. Las habían dejado en su tierra. Eran sombras, parias, carecían de recursos y tenían títulos que no estaban reconocidos. A sus mujeres, sus hijos y su tierra los llevaban en un rincón de la cabeza y del corazón. Seguían siéndoles fieles. Hablaban poco del pasado, porque estaban muy ocupados ganándose la vida y encontrándole una razón de ser. Al pasarse a Occidente, renunciaron a casos confortables y buenos trabajos. No se imaginaban que el día de mañana iba a ser tan duro. Algunos cayeron en pocas horas de la categoría de alto funcionario protegido o dirigente de una empresa pública, a quien no le faltaba de nada, a la de indigente sin techo. Esta caída en picado les resultaba tan insoportable como la soledad y la nostalgia que los atormentaba. Muchas veces, tras muchas peregrinaciones, habían llegado a Francia en donde les habían concedido asilo político. Aquí andaban mejor las cosas que en los países de los que los echaban. Ésta era la patria de los derechos del hombre siempre y cuando te callaras la boca y no pidieras demasiado. No tenían nada, no eran nadie, estaban vivos. Era algo que en ellos volvía como un leitmotiv: Estamos vivos y somos libres. Como me dijo un día Sacha: La diferencia entre nosotros y los demás es que ellos son personas vivas y nosotros somos supervivientes. Cuando has sobrevivido no tienes derecho a quejarte de tu suerte, sería insultar a los que se quedaron allí.

En el Club no necesitaban explicarse ni justificarse. Estaban entre exiliados y no necesitaban hablarse para entenderse. Estaban todos en el mismo barco. Pavel afirmaba que podían enorgullecerse de haber conseguido por fin la consecución del ideal comunista: eran iguales.

¿Qué querer, tío?

miércoles, 18 de enero de 2012

CARL HONORÉ. ELOGIO DE LA LENTITUD

Una tarde bruñida por el sol del verano de 1985, mi viaje de adolescente por Europa se detiene en una plaza de las afueras de Roma. El autobús que ha de llevarme a la ciudad lleva veinte minutos de retraso y no parece que fuera a aparecer. Sin embargo, el retraso no me molesta. En vez de ir de un lado a otro por la acera o llamar a la compañía de autobuses y presentar una queja, me pongo los auriculares del walkman, me tiendo en un banco y escucho a Simon y Garfunkel, que cantan sobre los placeres de hacer las cosas despacio y el momento duradero. Cada detalle de la escena está grabado en mi memoria: dos chiquillos dan patadas a una pelota alrededor de una fuente medieval, las ramas de los árboles rozan el muro de piedra y una anciana viuda lleva verduras a casa en una bolsa de mallas.
Avancemos velozmente quince años, y todo ha cambiado. El escenario es ahora el ajetreado aeropuerto romano de Fiumicino, y yo soy un corresponsal de prensa extranjero que se apresura a tomar el vuelo de regreso a Londres. En vez de dar puntapiés a los guijarros y sentirme eufórico, camino a grandes zancadas por la sala del aeropuerto, maldiciendo en silencio a toda persona que se cruza en mi camino a un ritmo más lento. En vez de escuchar música popular con un walkman barato, hablo por el móvil con un director de periódico que se encuentra a miles de kilómetros de distancia.
En la puerta de embarque me coloco al final de una larga cola, en la que no hay nada que hacer más que esperar. Soy el único incapaz de estar mano sobre mano. Hacer que la espera sea más productiva parece que sea menos espera, así que me pongo a hojear un periódico. Y es entonces cuando tropiezo con el artículo que acabará por inspirarme para escribir un libro acerca de la lentitud. He aquí el titular que me llama la atención: El cuento para antes de dormir que sólo dura un minuto.

Hola, buenos días. Así, con este sugestivo texto empieza este miércoles Todos los libros un libro, el espacio de Radio Universidad de Salamanca en el que semanalmente os proponemos una sugerencia de lectura de entre los miles de libros que inundan nuestras librerías, en una avalancha editorial que hace muchas veces imposible seleccionar con criterio. El libro que hoy quiero aconsejaros, y al que pertenece el fragmento con el que abríamos el programa, se llama Elogio de la lentitud, su autor es el periodista canadiense Carl Honoré y ha sido reeditado varias veces, la última que yo conozco, y que ahora os recomiendo, es del pasado 2008, una preciosa edición de bolsillo, en traducción de Jordi Fibla, debida a la Editorial RBA que ya lo diera a la luz por primera vez en 2005.

Probablemente ya conoceréis este Elogio de la lentitud, pues desde su aparición inicial, como os digo hace siete años, se ha convertido en un auténtico best-seller, su autor en una especie de figura de culto mundial y sus tesis se han propagado por doquier dando lugar a una corriente de pensamiento, a una forma de vida incluso, que ha prosperado en muchos lugares del mundo bajo la denominación de ‘movimiento slow’, movimiento lento. De hecho, el subtítulo del libro recoge, precisamente, esa idea de tendencia, de corriente de opinión, Un movimiento de alcance mundial desafía el culto a la velocidad. De modo que las ideas de Carl Honoré, defendidas en el libro, han acabado por convertirse en una especie de manifiesto, de tratado fundacional, de propuesta ideológica de una especie de revolución, de filosofía alternativa de la vida, cuyo lema principal, la defensa de la lentitud, ha encontrado recepción y acogimiento en muchos sectores de la sociedad, en muchos países del mundo, en muchas áreas de la vida cotidiana de los ciudadanos de este siglo XXI, por el contrario, tan frenético y acelerado.

Porque ése es el mensaje principal del libro de Honoré: frente a la locura desbocada, la prisa insensata, la insulsa fugacidad de las experiencias, el supuesto disfrute de un presente aún no nacido y ya consumido en el que se desarrollan las existencias de la mayor parte de las gentes de nuestro mundo moderno, Elogio de la lentitud propone justo una actitud y un planteamiento de vida diametralmente opuestos: la vida vivida con mesura, el placer de las cosas bien hechas, el disfrute de un ocio fecundo, los encantos de la conversación demorada, las ventajas del paseo relajado, los beneficios del sexo practicado con parsimonia, de la comida elaborada pacientemente y degustada con calma, la importancia de la vida sana, sin prisas, la necesidad del descanso, la conveniencia de una actividad laboral comedida, racional, el deleite inigualable que proporciona la narración de un cuento a un niño, por la noche, antes de que llegue el sueño, un cuento completo, con todas sus vicisitudes, con las voces de los personajes, deteniéndose en los detalles, no un cuento para solventar en un minuto como señalaba el reclamo del artículo que él mismo había encontrado en aquel aeropuerto... En definitiva, el libro postula el rechazo de la urgencia, de lo perentorio, del agobio laboral, de la rabia y la impaciencia en las colas, del ruido ciudadano, de las exigencias de la prisa, del todo ahora y ya, del consumo desatado, del frenesí del tráfico, de las imposibles obligaciones con las que cargamos las horas de nuestros hijos, de los innumerables propósitos siempre pospuestos y una y otra vez reaparecidos que obran como amenazas atosigantes en nuestras vidas, de los miles de ‘tener que’ que nos impiden vivir lenta y placenteramente.

Estructurado en una decena de capítulos que analizan cada uno de estos territorios en los que se postula la defensa de la lentitud: la comida, la ciudad, el sexo, el trabajo, la educación, el ocio, el deporte, el libro constituye un alegato furibundo contra la velocidad, contra el llamado turbocapitalismo que en nuestros días nos somete con sus necesidades inventadas: conexiones más rápidas a internet para no retrasarnos en el trabajo; microondas para auxiliar a quienes dicen no tener tiempo para cocinar; liposucciones para, de un plumazo, solventar los excesos de grasa; cursos de lectura rápida para agotar los best-sellers de turno. Un capitalismo acelerado que no sólo destruye nuestras vidas al constreñirlas en un sinfín de exigencias irracionales, sino que, además, daña la naturaleza, perjudica el medio ambiente, amenaza al planeta entero.

Carl Honoré defiende la desaceleración de la existencia. No está contra el progreso, antes al contrario, es un ardiente defensor de las ventajas de la tecnología, de las maravillas sin cuento que proporciona internet, viaja en avión, usa el móvil y las Blackberrys, salta de un país a otro, enciende el televisor en decenas de hoteles en cualquier continente, se desenvuelve en varios idiomas, es un ciudadano cosmopolita de este mundo globalizado. Sin embargo reniega de esa visión unívoca que asocia progreso a rapidez y apresuramiento, que identifica la existencia con una carrera permanente en pos de no se sabe qué…

Comprad, recreaos, disfrutad de la lectura demorada de este Elogio de la lentitud, de Carl Honoré que publica RBA, seguro que pasaréis unas horas muy agradables y, lo que es más importante, seguro que encontraréis en él estímulo suficiente como para reordenar vuestras vidas de un modo más tranquilo y placentero, más sosegado y feliz. Puede servir, pues, esta llamada a la lentitud, como uno de los propósitos, sino el más importante, de cuantos nos hacemos con cada nuevo año, estas promesas, casi siempre incumplidas, a las que nos obligamos infructuosamente cada primero de enero. Desacelerar nuestras vidas: he ahí un lema para los próximos trescientos sesenta y seis días. Como complemento sonoro a mi recomendación de esta mañana, una canción que alude -algo indirectamente, la verdad- al motivo principal de nuestra emisión de hoy: Dying slowly, Muriendo lentamente, de los geniales Tindersticks. Hasta la semana próxima.

¿Cuándo ha visto por última vez a alguien que se limitara a mirar por la ventanilla del tren?
Todo el mundo está muy ocupado leyendo el periódico, absorto en un videojuego, escuchando música por medio de auriculares, trabajando con el ordenador portátil, charlando por el teléfono móvil...
En vez de pensar profundamente o dejar que una idea se cueza a fuego lento en el fondo de la mente, ahora gravitamos de manera instintiva hacia el sonido más cercano. En la guerra moderna, tanto los corresponsales en el campo de batalla como las lumbreras que están en el estudio, realizan análisis inmediatos de los acontecimientos en el mismo momento en que se producen. Con frecuencia, sus percepciones resultan equivocadas, pero eso apenas importa hoy: en el país de la velocidad, el hombre que tiene la respuesta inmediata es el rey. Gracias a los datos aportados por los satélites y los canales de televisión, que emiten noticias sin interrupción durante las veinticuatro horas del día, los medios electrónicos están dominados por lo que un sociólogo francés denominó el fast thinker [pensador rápido], una persona que, sin detenerse a pensarlo un instante, es capaz de dar una respuesta elocuente a cualquier pregunta.
En cierto modo, ahora todos somos pensadores rápidos. Nuestra impaciencia es tan implacable que, como expresó sarcásticamente la actriz y escritora Carrie Fisher, incluso la gratificación instantánea requiere demasiado tiempo. Esto explica en parte la frustración crónica que burbujea bajo la superficie de la vida moderna. Todo aquello, objeto inanimado o ser viviente, que se interpone en nuestro camino, que nos impide hacer exactamente lo que queremos hacer cuando lo queremos, se convierte en nuestro enemigo. Así pues, en la actualidad el menor contratiempo, el más ligero retraso, el mínimo indicio de lentitud, puede hacer que a ciertas personas, por lo demás del todo normales, se les hinchen las venas de las sienes a causa del furor mal contenido.
Las pruebas anecdóticas están por doquier. En Los Ángeles, un hombre empieza a pelearse en un supermercado porque el cliente que le precede, tras haber pagado en caja, tarda demasiado en meter los artículos en las bolsas. En Londres, una mujer raya con un objeto punzante la carrocería de un coche que se le ha adelantado para ocupar una plaza de aparcamiento. Un ejecutivo acomete a una azafata cuando el avión tiene que pasarse veinte minutos dando vueltas por encima del aeropuerto de Heathrow antes de aterrizar. ¡Quiero aterrizar ya! -grita como un niño mimado-. ¡Ahora, ni un minuto más!
Un repartidor se detiene ante la casa de mi vecino y obliga al tráfico a detenerse mientras el conductor descarga una mesita. Al cabo de un minuto, la mujer de negocios de cuarenta y tantos años, al volante del primer coche detenido, empieza a agitarse en el asiento, a sacudir los brazos y a mover la cabeza adelante y atrás. Un lamento bajo y gutural surge de la ventanilla abierta del vehículo. Es como una escena de El exorcista. Temo que esté sufriendo un ataque epiléptico y bajo corriendo para ayudarla. Pero cuando llego a la acera, resulta que simplemente está enojada por la detención forzosa. Asoma la cabeza por la ventanilla y grita sin dirigirse a nadie en particular: Mueve el puto furgón o te mato, cabronazo. El repartidor se encoge de hombros, como si ya tuviera una larga experiencia en tales situaciones, se sienta al volante y se marcha. Abro la boca para decirle a la mujer chillona que se tome las cosas con un poco de calma, pero el sonido de los neumáticos de su coche, que chirrían en el asfalto, ahoga mis palabras.
Ahí es a donde conduce nuestra obsesión por la rapidez y el ahorro de tiempo. La rabia flota en la atmósfera: rabia por la congestión de los aeropuertos, por las aglomeraciones en los centros de compras, por las relaciones personales, por la situación en el puesto de trabajo, por los tropiezos en las vacaciones, por las esperas en el gimnasio... Gracias a la celeridad, vivimos en la era de la rabia.


miércoles, 11 de enero de 2012

JOAQUÍN BERGES. VIVE COMO PUEDAS

Hola, buenos días, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro. ¿Habéis pensado -perdonad que os interrogue así, a tumba abierta, antes, casi, de empezar- en la finalidad última, en el objeto, en la pretensión que nos mueve a quienes irrumpimos en los medios de comunicación, sean escritos o hablados, recomendándoos, como hago yo ahora mismo, la lectura de un libro? ¿Habéis pensado si se trata en realidad de un acto transitivo, esto es, que espera una recepción activa, que pretende tener una continuidad en vosotros y vuestras vidas, o es sólo un ejercicio solipsista en el que uno da rienda suelta a sus propios intereses, a sus propios afanes, incluso a sus propias obsesiones, sin que en realidad importe el impacto que ello pueda tener en los oyentes o en los lectores? Viene esta duda a cuento de una significativa experiencia vivida por mí en relación al libro que hoy os comentaré. Hace unos meses, en su artículo quincenal en el suplemento del domingo del diario El País, Almudena Grandes narraba su peculiar relación con una novela cuyo manuscrito ella había leído en tanto miembro de un jurado literario del que formó parte, creo recordar que en el año 2002, y que, tras diversas vicisitudes de las que daba cuenta en su colaboración periodística, había reaparecido, casi diez años después, publicada formalmente como libro por la editorial Tusquets. La escritora madrileña hablaba maravillas de la novela en su artículo y urgía a los lectores a que no dejáramos de adquirirla ni, por supuesto, de leerla pues, aseguraba, nuestro entusiasmo al hacerlo no habría de ser menor al suyo propio, entregada apasionadamente a los encantos del libro. Tan vehemente recomendación hizo efecto en mí, y un día después, el lunes de esa misma semana, estaba en mi librería favorita solicitando el libro. Obviamente, y como podéis imaginar, no quedaba ni un sólo ejemplar, ni en mi ‘suministrador habitual’ (la lectura como droga, el librero como dealer) ni en ningún otro establecimiento librero de los que frecuento. Un día después, en cambio, habían desembarcado en las librerías salmantinas decenas de volúmenes de lo que no dejaba de ser un título más o menos ignoto de un autor prácticamente desconocido por el gran público. ¿Hasta tal punto es importante, pues, una mención en los medios? Es cierto que se trata, en el caso que os cuento, de un consejo de Almudena Grandes, una autora de prestigio y muy considerada, con un público fiel y con una legión de seguidores para los que su palabra resulta casi un dogma. Es cierto que la tribuna era ni más ni menos que el dominical de El País, que asegura más de medio millón de ejemplares vendidos (probablemente muchos más los domingos, no tengo a mano ahora el dato) y una difusión cuatro veces mayor: dos millones de personas que serían potenciales destinatarios de la recomendación lectora de la escritora madrileña... Es cierto todo ello, pero ¿tanta potencia tiene una crítica periodística o televisiva o radiofónica? O saltando ahora a nuestra modesta dimensión: ¿apreciáis vosotros mis consejos con similar, aunque probablemente más limitado, fervor?, ¿compra alguien un libro por haberlo citado yo en esta humilde tribuna? Y de ahí a mis propias dudas: ¿con qué objeto debo escribir -con qué objeto de hecho escribo- mis reseñas? ¿Pretendo persuadiros, comunicaros mis entusiasmos literarios, influir en vuestros hábitos lectores? En fin... queden aquí mis incertidumbres 'existenciales' irresolubles y pasemos ya a hablar del libro de hoy, aunque mi sugerencia será, claro está, bastante prescindible, pues la mayoría de vosotros también habrá leído a Almudena Grandes en su articulito de marras...

El libro al que me refiero lleva por título Vive como puedas, su autor es Joaquín Berges, autor de una única novela antes de esta, ambas publicadas en Tusquets, y sin duda es formidable. Interesante, ingenioso, divertidísimo, lleno de reflexiones sugestivas sobre la vida en nuestros acelerados días, inteligente, repleto de situaciones desopilantes, profundo y a la vez ameno, narrado con una extraordinaria fluidez que propicia una lectura arrebatada, en muchos pasajes emotivo e intensamente conmovedor... Yo he disfrutado enormemente leyéndolo, me he reconocido en algunos de los sentimientos de su peculiar protagonista, me he emocionado con algunas de sus tristísimas vivencias, y, sobre todo, me he reído hasta las lágrimas, incapaz de contener las carcajadas, por las disparatadas peripecias que constituyen el día a día habitual de la extravagante familia que rodea a Luis Ruiz, el cuarentón que es la voz narrativa -en un doble juego de perspectivas, como ahora veremos- de la novela.

Vive como puedas es una cita inequívoca, que se recoge en el propio libro -de hecho el pasaje que he seleccionado como cierre para hoy es el fragmento en que se menciona expresamente- de la película casi homónima de Frank Capra, Vive como quieras, estrenada en 1938 con James Stewart, Jean Arthur y Lionel Barrymore en sus papeles principales. La película, que ganó los Oscar al mejor film y al mejor director de ese año, es también divertidísima y constituye el retrato de una familia muy singular compuesta por unos excéntricos miembros que viven volcados en sus disparatadas aficiones, al margen de cualquier convención social y tratando de alcanzar sus sueños sin dar la más mínima importancia a los comunes aspectos prácticos que a todos nos importan y, aun más, nos encadenan.

En la novela, Luis Ruiz es un ingeniero y ejecutivo con una vida aparentemente normal y hasta exitosa, con un excelente trabajo, una joven mujer, una exmujer con la que se lleva razonablemente bien, cuatro hijos, dos de ese primer matrimonio, uno del segundo y una hija de diez años que aporta su segunda esposa. Tiene amigos, posee una casa espaciosa y confortable para dar cobijo a su amplia prole (un elenco al que hay que sumar su hipocondríaca madre, su jovencísima y casual amante, su torturado vecino, el disociado novio de su hija, y su jefe, que es también la nueva pareja de su exmujer), está sano y es moderadamente feliz. Sin embargo, hay un poso permanente de insatisfacción en su vida, una vida que se resuelve en infinidad de líos y malentendidos, de enredos y embrollos y episodios enmarañados en un caótico desbarajuste -siempre hilarante- digno de un vodevil, al que -y no sólo por la referencia a la película de Capra o a las persecuciones y peleas de las del antihéroe Harold Lloyd, también citado- la novela remite.

Y es que, de entrada, la troupe de los Ruiz es especialísima y desternillante. Veamos. Comencemos con Sandra, la actual esposa, la esposa alternativa, como la llama Luis. Todo para ella es alternativo: la medicina, la alimentación, le educación, la música y hasta las energías. Sandra no se maquilla, no se peina, usa ropa holgada que no se corresponde con su talla, es patosa y torpe, si bien sabe dar unos indescriptibles masajes en los pies, aunque con fines exclusivamente terapéuticos. También riñe constantemente a su marido por no saber usar de modo correcto las bolsas de basura. El pobre Luis, que ha trabajado siempre en una central nuclear, aunque afortunadamente para su convivencia marital se ha reconvertido al mundo de los generadores eólicos de electricidad, se ve obligado a seguir las prescripciones de su naturista mujer y por ello ingiere diariamente doscientos miligramos de magnesio para fortalecer su corazón, un vaso de leche de soja para equilibrar sus hormonas, una infusión de hojas de olivo para la tensión arterial, tintura de gingko, vitamina E, cardo mariano, salvado de trigo y uno o dos píldoras de kava kava para mitigar el estrés que le produce tener que acordarse de tomar todo lo anterior. Por el contrario, su exmujer, Carmen, es la antítesis de su vagarosa esposa, un torbellino que se maquilla y se viste con la explícita pretensión de gustar y el inequívoco deseo de provocar. Egoísta y desconsiderada, atractiva y decidida, Luis sigue enamorado de ella.

Vayamos con los hijos. Los que comparte con Carmen son Álex y Cris. Álex tiene quince años y, entre otras ocupaciones propias de la edad, parece dedicarse al tráfico de drogas de diseño. Cris, dejando atrás también la adolescencia, esgrime como principal peculiaridad el tener un novio que son dos. Por un lado, un confundido pediatra con coleta, Pablo, que oculta en el bolsillo de su bata médica los postizos con los que ejerce en secreto de payaso, el payaso Dumbo, su otro yo que provisto de zapatones y una nariz de goma espuma divierte a los niños que sufren en los hospitales. Lo más sorprendente es que las existencias de Pablo y Dumbo son, inverosímilmente, simultáneas. Everest, con diez años, es fruto de su relación con Sandra. Se trata de un pequeño monstruo que interroga de continuo a su progenitor, provocando su irritación con preguntas capciosas e imposibles, del estilo de ¿qué diferencia hay entre el pelo cortado y el corto? o ¿ahora es antes o después? o ¿cómo es el tiempo? y otras abstrusas incógnitas de índole similar, otros inextricables porqués que sumen a su padre en las más absolutas impotencia y perplejidad. Everest, que debe su nombre -en realidad Everest del Himalaya- a las tendencias naturistas de su madre, se hace acompañar, entre otras rarezas propias de su corta edad, de una invisible unidad terminator a la que su padre debe dotar de estatuto real so pena de provocar, en caso de no hacerlo, las iras de toda su parentela. En alguna ocasión, por ello, el bueno de Luis se ha visto obligado, reprimiendo su airada impaciencia, a reparar el condensador electrolítico de neutrinos que según el niño tiene averiado el engendro imaginario que le acompaña. Valle, Valle del Indo su nombre completo, es hija de un anterior matrimonio de Sandra con un difunto exhippy trasnochado que inoculó en la ahora mujer de Luis su esotérica cosmogonía, su particular visión de la vida. Antes de su fallecimiento Sandra le prometió que pondría a sus hijos los nombres del valle y la montaña más hermosos de la tierra, de ahí lo singular de los apelativos con los que designan a sus retoños. Valle es una niña inteligentísima, genial, su padrastro dice que debiera llamarse Valle-Inclán, capaz de resumir en aforismos esclarecedores, en sentencias iluminadas y magníficas, las ideas más complejas: la precocidad es el reverso de la voluntad, le espeta a su padre, o lo que en unos es carácter en otros es idiotez, afirma algo críptica en otro momento del libro.

La familia se completa con la madre de Luis que, obsesionada con la salud, llama a su hijo por teléfono varias veces al día para relatarle, en inconsistente letanía, los valores de su presión diastólica y sistólica y sus agitadas pulsaciones. Su obediente vástago registra en una hoja de cálculo tales instructivos datos y sueña con la vengativa posibilidad de elaborar un informe completo con medias aritméticas semanales, mensuales y anuales y castigar a su familia con su completa explicación el día de Nochebuena, por ejemplo. Además, fantasea con donar a la ciencia su corazón, el de su madre, cuando ésta muera, con el fin de que en algún laboratorio lo corten en filetes muy finos y lo estudien al microscopio para felicidad póstuma de su aprensiva madre.

Junto a este núcleo central de personajes excepcionales pulula una cohorte de espléndidos e igualmente disparatados secundarios. Óscar es, además de primo de Luis, un auténtico imbécil, un trepa descarado que aparte de quitarle el puesto al que aspiraba con más méritos nuestro pobre protagonista, le arrebata también a Carmen, a la que, para más humillación, Luis encuentra en la cama con su primo en los mismos días de su derrota profesional. Óscar es el actual marido de Carmen, lo que no cambia, más bien acentúa, la escasa consideración que le merece a Luis. Carles es vecino y amigo de la estrafalaria familia. Médico de profesión, aunque por desgracia no especializado en los desequilibrios del alma, defiende un modo de vida relajado frente al estrés atosigado en el que vive sumido el bueno de Luis. Sus complejas relaciones amorosas tendrán una influencia decisiva en la historia. Lucía es la joven profesora de Everest con la que Luis tendrá un breve pero enrevesado escarceo amoroso. Y está Andrés, uno de los mejores abogados civilistas de la ciudad, novio de Lucía y también relacionado con Carles. Y, por supuesto, no puedo dejar de mencionar a un sarcástico guardia de tráfico que comparece puntualmente en diversos momentos del libro.

Entre esta fauna entrañable se desarrolla la enloquecida existencia de Luis, de la que el libro nos da cuenta en dos planos que se suceden en epígrafes alternativos. En unos, los impares, es la voz de Luis la que relata la acción, en primera persona del singular pues, a través de fragmentos de su diario a los que tenemos acceso mediante un expediente que sólo al final del libro se desvelará. En otros, los pares, la voz narrativa habla en tercera persona y esa conjunción del distanciamiento objetivo que esta fórmula impone y la implicación del relato subjetivo, esta estructura dual es, a mi juicio, uno de los grandes aciertos de la novela.

En definitiva, Vive como puedas nos habla, desde esta perspectiva humorística y repleta de sutil comicidad, de la aspiración y la búsqueda de una vida mejor, más auténtica, un canto amargo y a la vez feliz a unos valores que nuestras apresuradas y cínicas sociedades, nuestras materialistas sociedades parecen haber relegado al olvido: la noble amistad, el amor genuino, la ternura, la inocencia, la felicidad. Ésta es la última respuesta que existe, dice Valle a su preguntón hermano Everest, dando con la clave final del libro, para todos los interrogantes que puedas imaginar. No falla nunca. Siempre se acaba en el mismo punto, el objetivo de cualquier ser humano, el sueño imposible de la vida: la felicidad.

Os aseguro, creedme, unas cuantas horas de absoluta felicidad si os decidís a adentraros en este Vive como puedas de Joaquín Berges publicado por Tusquets. Leedlo, no os arrepentiréis. Como vídeo de cierre de esta entrada os ofrezco la estupenda secuencia final de Vive como quieras, la entrañable película (que también os aconsejo; la tenéis íntegra en Youtube) de Frank Capra. En ella podéis escuchar Polly Wolly Doodle, una pieza del folklore tradicional, que aquí nace de las armónicas de un dúo de actores espléndidos, Lionel Barrymore y Edward Arnold. Hasta la semana que viene.


 
He sido incapaz de recordar el título exacto de la película de Dumbo. Por suerte, la dependienta del video-club estaba de buen humor y ha tenido la suficiente paciencia para buscar en su base de datos todos los títulos de películas que contuvieran la palabra ‘vive’. Incluso me ha hecho una oferta especial y me he llevado las tres películas que ha encontrado por el precio de dos, como si se tratara de los tetrabriks de tomate frito del supermercado.
Ahora que ya las he visto comprendo que Dumbo se refería a Vive como quieras, el retrato de una familia muy singular compuesta por unos extravagantes miembros que viven por y para sus aficiones, sin someterse a las normas laborales y sociales del sistema. Más bien al contrario, tratan de alcanzar sus sueños sin preocuparse de si son lo suficientemente prácticos para proporcionarles un medio de vida. Muy en la línea de Dumbo y hasta en la de Carles y su rollo de trabajar menos. Ahora bien, si la película tratara sobre mi familia debería titularse Vive como puedas, porque la voluntad de vivir es inmensamente proporcional al número de bocas que dependen de tu sueldo. Y del mío dependen demasiadas como para que la voluntad prevalezca sobre la potencia.
Es una película estrafalaria y deliciosa. El final ha llegado a emocionarme, contagiándome una dosis de fugaz optimismo que por desgracia no he podido compartir con nadie. Supongo que mi organismo me ha proporcionado un chute de endorfinas que ha equilibrado temporalmente mi estado anímico. Según Carles, la felicidad es una relación de equilibrio entre las sustancias que regulan el coco, una fórmula mágica y secreta, como la de la coca-cola, que se alimenta de nuestros recuerdos, vivencias y esperanzas. Es probable que ese equilibrio sea parametrizable y pueda analizarse en un laboratorio, igual que se analiza el número de hematíes, leucocitos o el tipo de colesterol que recorre nuestra sangre. Quién sabe. Tal vez fuera un próspero negocio que podría llevarse a cabo en las farmacias. Bastaría con recoger una pequeña muestra de sangre y esperar unos minutos para procesar los datos. Tiene usted el nivel de serotonina algo bajo y la adrenalina demasiado alta. Haga más ejercicio, tómese unas cápsulas de neurotransmisores de la risa, vea una comedia de Capra y no se olvide de llorar de vez en cuando.
Hay que llorar más, como hacen los niños. Por algo son los seres más felices de la creación, siempre y cuando estén sanos y bien alimentados. No hace falta ningún análisis para saber que los niños apenas sufren enfermedades psiquiátricas. No arrastran traumas del pasado (quizá porque apenas tienen pasado). No padecen insomnio ni depresiones ni desórdenes de la personalidad. No toman ansiolíticos, hipnóticos, ni relajantes naturales como la valeriana y la pasiflora. Y sin embargo se pasan el día llorando, a veces a lágrima viva y moco tendido, y otras con mohines de disgusto, hipando, tosiendo o haciendo pucheros. Y son felices. Lo que significa que todo ser vivo que aspire a la felicidad debe aprender a llorar (yo no incluiría a los vegetales en esta intrépida sentencia).
Los adultos lloramos poco, especialmente los hombres. Yo, por ejemplo, hace años que no derramo una sola lágrima. Ni siquiera recuerdo la última vez que lo hice. Quizá por eso no encuentro el camino hacia la satisfacción personal, porque le estoy negando a mi cerebro la posibilidad de desahogarse y eliminar las toxinas del espíritu. Pero ¿cómo se hace?, ¿cómo se llora? Tal vez necesite recibir clases de llanto. Concéntrese, encoja la frente, cierre los ojos, respire por la nariz un par de veces, espire entrecortadamente, tápese el rostro con las manos, diga que no con la cabeza, coloque los dedos pulgar e índice entre las cejas, sorba los mocos, otra vez, diga ‘ay’, más despacio, añada ‘dios mío’, no, no tan alto, dígalo mientras suspira, así, tiéndase sobre la cama en posición decúbito prono, autocompadézcase, vamos, más, sienta cómo se le humedecen los lagrimales, siéntalo, apriete los ojos, deje que las lágrimas resbalen por las mejillas, continúe, un dos, un dos...



miércoles, 4 de enero de 2012

PETER MATTHIESSEN: PAÍS DE SOMBRAS

Hola, buenos días. Mi elección de hoy en Todos los libros un libro es una recomendación indiscutible, un libro imprescindible que debéis leer sin ninguna duda, una joya literaria, una obra maestra, y pese a ello, pese a tanto entusiasmo inicial, debo confesaros de entrada que hay un ligero obstáculo que me frena ligeramente al aconsejároslo. Y es que este País de sombras, del que a continuación os hablaré con pasión, tiene casi mil doscientas páginas, y aunque se desenvuelve en un estilo y con una estructura relativamente convencionales, la historia que nos cuenta se desarrolla a lo largo de casi un siglo y está repleta de personajes, de relaciones, de intrincados vínculos familiares, lo que unido a su desmesurada extensión hace que sea grande el riesgo de perder el hilo, de despistarse entre los muchos espacios en los que acontece, entre sus múltiples protagonistas, entre la infinidad de nombres. Por ello, me atrevo a sugeriros antes de empezar que, si os decidís a abordar su lectura, lo hagáis en un momento de vuestras vidas en el que podáis dedicar vuestro tiempo casi íntegro al libro, como yo mismo he hecho el pasado verano, inmerso, entregado en cuerpo y alma a tiempo casi completo durante una larga semana a convivir con las apasionantes páginas de la novela. Francisco Solano, en su crítica en El País, habla de maratón para referirse a la lectura del libro; quedáis, pues, avisados, por si la perspectiva de una aventura que os dejará satisfechos pero exhaustos os lleva a prescindir del resto de mi entregado alegato en su favor. Es por ello que os ofrezco esta reseña en Navidades, una época en la que muchos de vosotros disponéis efectivamente de más tiempo libre.

Hecha pues esta advertencia inicial vayamos con la referencia completa del libro. Su título es, como ya he dicho, País de sombras. Su autor, el norteamericano Peter Matthiessen, y la editorial que lo publicó en España en el año 2010, en traducción de Javier Calvo, la catalana Seix Barral. A propósito, precisamente, de la traducción debo haceros, como otras veces, algún comentario negativo. Siendo tan abrumador el volumen de la obra debe admitirse como normal un cierto número de fallos y de erratas, casi humanamente imposibles de evitar entre los cientos de miles de palabras que han debido ser vertidas a nuestra lengua. Sin embargo, resultan molestos aunque no excesivos -convendré con vosotros en que quizá yo sea un poco picajoso- ciertos catalanismos, el uso de términos inapropiados (¿os imagináis a un forajido del oeste americano, en pleno siglo XIX, calificando de gilipollez un comentario de uno de sus secuaces?), incorrecciones varias (por ejemplo el uso del tan reiterado hoy día, hasta hacernos titubear sobre su inconveniencia, ‘punto y final’), confusiones en los nombres de los personajes que nos llevan a dudar en algunos casos de sus identidades... En fin, por desgracia, una vez más, esa ligereza en las traducciones tan habitual en las desganadas políticas editoriales, aunque en esta ocasión, insisto, con la atenuante, casi exculpatoria, de la magnitud de la tarea que el traductor ha debido afrontar.

En fin, volvamos al libro. País de sombras gira sobre una figura principal, un personaje legendario, a caballo de la realidad histórica y la ficción literaria, cuya presencia explica en cierto modo, o al menos ejemplifica, el proceso de crecimiento y desarrollo de un país, los Estados Unidos de América, en la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX. Edgar J. Watson, el Sanguinario Watson como se le llamaba dado su historial delictivo, fue un hombre singular, un pionero, con todo el entusiasmo y la iniciativa de los individuos emprendedores, capaces de sobreponerse a un entorno hostil para intentar construir en él, una y otra vez, su propio mundo, un mundo de progreso y civilización; pero también alguien que, de modo simultáneo, fue un terrible criminal y un asesino despiadado, al que no le dolían prendas si tenía que dejar en el camino, privándoles de sus vidas, a cuantos se oponían a sus deseos. Una representación emblemática -y ello constituye, como os digo, una de las posibles lecturas del libro- del espíritu de la conquista del continente, un espíritu que acababa de surgir en nuestro país, señala Mark Twain, citado en la novela, y que era pura y simple cuestión de codicia. En este mismo sentido también podemos leer en otro pasaje: todos los líderes empresariales a los que aplaudimos por ser americanos insignes nunca dejan que nada se interponga entre ellos y sus ambiciones: ahí radica el secreto de su grandeza. Están más que dispuestos a invertir las vidas de sus trabajadores siempre y cuando a ellos no les toque ver nada desagradable. Nunca tienen que mancharse de sangre sus finas manos ni tampoco enterarse de ningún caso de violencia excesiva. No es el caso, sin duda, del sangriento Watson. Su existencia y sus afanes, sus logros y sus obras, su crímenes y sus excesos están documentados (podéis incluso leer sobre él en la wikipedia), pero Matthiessen desconfía de los muchos puntos oscuros u ambiguos del relato histórico y, desde el profundo conocimiento que demuestra de los datos y de la más o menos abundante literatura sobre el forajido, nos ofrece su particular y exhaustiva versión de su vida, las muchas verdades de la historia de Ed Watson. Y es que estamos ante un personaje fascinante por su complejidad, un hombre vigoroso y lleno de fogosidad, con un horroroso pasado del que avergonzarse y que provocaba el terror de cuantos le trataban. Un hombre brutal, acostumbrado a tomar por la fuerza y capaz de violar a sus mujeres y a la vez un ciudadano ejemplar, cariñoso y considerado con ellas. Un hombre -como se apunta en el libro- con una herida enorme que no puede curar. Un hombre, un ser humano, cuya violencia es su lado siniestro -mi hermano oscuro, Jack Watson, nos dice- nunca redimido, que padece una especie de maldición cuando se pone a beber: se vuelve duro, cínico y trágicamente autodestructivo. Pero que puede ser también amable y generoso, capaz de tener como libro de -casi- cabecera la Historia de la Grecia Antigua, y que posee un lado cariñoso, divertido, valiente e inflamado, como os digo, de energía e iniciativa. Un hombre que no teme afrontar esa odiosa faceta de su personalidad: He quitado vidas humanas. Y me arrepiento de ello. Pero, nos dice, nunca lo he hecho para obtener ganancias económicas. Y empezando por todos esos armadores y mercantes que comercian con seres humanos y han destruido millares de vidas, ¿cuántos fundadores de nuestras grandes industrias y fortunas familiares hay que puedan decir lo mismo? Un hombre, en fin, que sabe que esa actitud ante la vida se paga con el alma.

La fidedigna recreación de esa desalmada personalidad se hace a través de un recurso estructural muy eficaz, aunque en cierto modo fruto del azar y no de la premeditación. Porque, en realidad, País de sombras es el resultado de la conjunción, de la integración de tres novelas autónomas que el autor escribió y publicó a lo largo de treinta años y que corrigió y pulió recientemente para darle al conjunto unidad y coherencia, evitar repeticiones y conformar un todo uniforme y autónomo. Cada una de esas tres novelas constituye uno de los tres capítulos de la obra final. En el primero de ellos se nos relata la muerte -en 1910- de Watson, que en ese momento contaba 55 años, a manos de sus vecinos, de los que recibe una tanda de disparos que dejan treinta y tres balas en su cuerpo, lo que da buena idea del odio suscitado entre sus más allegados, también entre los extraños. Desvelado así, de entrada, el funesto final de su azarosa vida, el capítulo es un mosaico en el que sus familiares, amigos, conocidos, vecinos, rivales y enemigos, nos dan su particular visión del poliédrico Watson. En la segunda parte, Lucius, uno de los múltiples hijos del asesino, siete legítimos y al menos cuatro nacidos fuera de sus tres matrimonios, deseando dilucidar los claroscuros de la misteriosa y controvertida vida de su padre, ese monstruo mitológico en el que lo convirtió la leyenda, queriendo completar un retrato real de su contradictoria personalidad y devolverle así su humanidad, nos da cuenta de su personal investigación en pos del verdadero rostro de su progenitor, hacia el que le mueve un ambivalente sentimiento de atracción y rechazo. Por último, la tercera parte de la novela, que ocupa casi la mitad de su extensión, es el relato de la vida de Watson, hecho en primera persona por el propio complejo personaje. En ella asistimos a la dura infancia de un niño sometido a un padre implacable e igualmente brutal y, desde esos años iniciales, al resto de las peripecias, amores, mujeres e hijos, asesinatos, aventuras, conquistas y empresas, padecimientos y dilemas morales y conflictos interiores de una torturada existencia de la que nunca -y este es otro de los muchos logros de un libro plagado de aciertos- llegamos a saber la última verdad.

País de sombras es también, además del formidable, escrupuloso y muy completo retrato del pionero en la conquista de las inhabitables tierras de la Florida del siglo XIX, la historia del propio lugar, un territorio salvaje, un lugar primitivo y violento, en el que la vida es dura y de poco valor. Una tierra indomeñable, en la que sus habitantes eran en su mayoría fugitivos y salvajes, y en la que los salvajes más bárbaros eran los blancos. Los negros habían llegado a la región en calidad de esclavos de los indios y los peores elementos de las tres razas se mezclaban en un páramo maldito de barro, sangre y soledad, prejuicios raciales, aguardiente matarratas y tornados terribles, donde todo rastro de civilización era un sueño de un pasado remoto y casi olvidado. Un lugar en el que hay poca religión y ninguna ley, nada de cultura, moral ni buenas maneras. La mayoría de las gentes que trabajaban en aquellas tierras hostiles eran borrachos o vagabundos, fugitivos de la ley, negros escapados o todas aquellas cosas a la vez. Hombres tercos e ignorantes, recelosos de todo el mundo salvo de los suyos, pero también, como ellos mismos se definen, hombres buenos, duros y honrados, americanos temerosos de Dios que llevan vidas miserables y no se quejan.

Y en esa geografía casi mítica rigen los principios y el espíritu de la frontera, en una referencia más, y son constantes, al western, con apariciones fugaces del sheriff Wyatt Earp y Billie el Niño, entre otros personajes de contornos míticos inmortalizados por el cine. Oigamos a Watson exponer su reglas morales: defender los derechos de uno respondiendo por la fuerza a los insultos, las injusticias, las amenazas y las humillaciones, sin importar las consecuencias que ello pudiera tener para la propia integridad; el derecho a defender el propio honor por la fuerza cuando la fuerza pareciera lo apropiado y mediante la astucia en caso de que la fuerza no pudiera imponerse. Y es que no hay honor en la derrota, por valiente que ésta sea, ni tampoco hay deshonor en vengar dicha derrota, por mucha crueldad que se ponga en ello. Daba igual lo que predicaran los moralistas, el único deshonor era agachar la cabeza y aceptar la derrota. Las mentiras, las tretas y eso que la gente llamaba la traición, todas esas cosas se volvían aceptables y hasta dignas de elogio cuando eran el único medio posible para defender el honor de tu familia o de tu clan. De modo que el libro está atravesado por los linchamientos, asesinatos, huidas de prisión, robo de ganado, tiroteos, contrabando, tráfico de alcohol, propios de la épica del oeste americano, pese a la ubicación muy oriental de Florida.

Pero hay también, porque el ámbito temporal es muy amplio y crece más allá de los cincuenta y cinco años de la vida de Watson, piratas, pioneros, cazadores de aves de pluma y desolladores de caimanes, traficantes de ron, contrabandistas y fugitivos. Y conquistadores españoles, esclavos africanos fugados, granjeros y pescadores ancestrales. Y la guerra de Secesión y la de Cuba, e infinidad de ejemplos de la gran epopeya americana, Lincoln y Grant, Edison y Ford, y el propio Twain y la sombra de Faulkner y los relatos del sur.

Y hay una naturaleza exuberante, desbordada, manglares intrincados y mares embravecidos, gigantescas plantas tropicales y bosques opacos, áridos caminos de tierra y playas de arena finísima y aguas esmeralda, y enormes túmulos de conchas y una maleza que esconde míseros poblachos y vientos desatados y tormentas y ciclones. Y poblando ese escenario primitivo una fauna deslumbrante, búfalos, el gran jaguar, las panteras que los españoles llamaban tigres, los osos, los lobos rojos. Y se oyen los chillidos estridentes de las panteras apareándose, que dejaban muertas de miedo a las sufrientes damas, que no podían sino imaginar a mujeres blancas violadas por salvajes desnudos. Y los caimanes macho que tosían y rugían en las ciénagas, las bandadas de aves negras y enormes, los pavos de lomos de bronce, los ágiles patos saltando entre los juncos y las cañas, sacudiéndose de encima el agua resplandeciente. Y pájaros carpinteros más grandes que cuervos, con los picos blancos y las crestas escarlatas, inflamadas por el sol, bandadas de loros de cola larga, de un verde tan lustroso como las hojas nuevas bajo la luz matinal. Y cientos de especies de peces y tortugas de agua y serpientes de todo tipo.

En fin, no puedo dar cuenta con más detalle, y en el corto espacio de esta breve sección, de una novela inmensa, memorable, intensísima, genial. Leed este País de sombras de Peter Matthiessen que publica Seix-Barral y viviréis una experiencia literaria y aun vital única. Os dejo, tras una significativa cita del libro que narra un momento decisivo en la vida del personaje, con una pieza musical vinculada, siquiera de modo indirecto, al ambiente del salvaje pero también entrañable Oeste. De la banda sonora que compuso Bob Dylan para la película Pat Garrett & Billy The Kid, está extraída esta Knockin' on heaven's door, magnífica e imperecedera, un clásico ya. Hasta la semana que viene.

Con un solo gesto brusco, el Hombre-Búho agarró el cañón del arma, lo retorció en su garra negra con la fuerza del espasmo y tiró de la boca del mismo hacia su garganta mientras yo luchaba por apartarme. Mi muñeca estaba siendo aferrada por una mano que parecía un cuerno, y el grito que solté mientras me apartaba quedó tapado por la explosión. Debido a que el retroceso me hizo soltar el arma, salí lanzado hacia atrás a través del hoyo en medio de un remolino de humo. El eco se apagó y el humo evanescente se alejó flotando en dirección a los bosques sumidos en sombras.

Unos pasos amortiguados -¿dentro de mi cabeza?- que me perseguían por el sendero hacia la carretera fueron mi primer recuerdo tras ponerme de pie de un salto y echar a correr. “¡Aléjate de mí! ¡Aléjate!” Oí que mis botas repicaban sobre la tierra congelada y arrancaban ecos de los árboles rígidos como si fueran disparos de rifle. “¿Qué has...? -grité-. ¿Por qué has...? Yo nunca... ¿nunca qué?” Ni siquiera con el paso de los años llegué a saber nunca qué había querido decir yo con mi pregunta, ni tampoco si había habido alguna respuesta en alguna parte. ¿Le había gritado yo al Hombre-Búho o al primo Selden? ¿O a la vida perdida que ya nunca volvería a encontrar?

¿Quién me iba a perseguir? Recargando el mosquete para defenderme, me quedé aullando en medio de la carretera. A fin de expulsar el presente de mi cerebro, de sumergirme en el pasado, en el antes, les aullé a los cielos más altos, pero como todavía estaba ensordecido por el disparo de mi propio mosquete, no me pude oír a mí mismo.

Ayer Edgar Artemas Watson, un joven y prometedor granjero, se había adentrado por aquel sendero y se había alejado incautamente de su vida para adentrarse en unos sueños oscuros. Ahora que acababa de despertar, tenía que volverse corriendo a Clouds Creek para dar de comer a sus cerdos, para dejar que regresara su vida perdida, que las cosas volvieran a su sitio. Lo que fuera que acababa de pasar -¿acaso había pasado?- tenía que ser desterrado. ¿Qué podía significar una simple alucinación para unos jóvenes cerdos hambrientos de sobras? Con sus gruñidos y sus arcadas...

A solas en la carretera bajo la luz plomiza, supe que mi vida había perdido los cimientos. Igual que un pájaro oscuro que desaparece sobrevolando unos bosques lejanos, el futuro había fluido hasta el pasado. Yo deseaba correr, correr y correr, hasta llegar a casa, y sin embargo, cargado como iba con el pesado mosquete de mi padre, pronto tuve que aminorar la marcha, cansado de seguir corriendo.