Vivo entre muchos libros y extraigo una gran parte de mis ganas de vivir del hecho de que aún leeré la mayoría de ellos. (Elias Canetti)

miércoles, 15 de junio de 2011

JOHN STEINBECK. LAS UVAS DE LA IRA

Hola buenos días. Hoy en Todos los libros un libro quiero proponeros una recomendación plural, múltiple y -con ese término tan de moda, que tanto se utiliza en distintos ámbitos- transversal. Aunque mi sugerencia de esta tarde gira sobre un único tema principal, por otro lado de mucha actualidad tras las recientes movilizaciones sociales en contra de los excesos del capitalismo y reivindicando una sociedad más justa, quiero hablaros de él, de ese tema, desde hasta cinco perspectivas diversas, complementarias y, en cualquier caso, muy interesantes. Hoy nuestra sección se centra en Las uvas de la ira, aunque, como os digo, los enfoques que de esta obra quiero mostraros van a ser variados, aunque no exhaustivos porque como toda gran clásico el número de aproximaciones que admite y que ha experimentado es incontable.

En la década de los treinta del siglo pasado, la acción combinada del crack de la bolsa en 1929, de la posterior Gran Depresión de la economía norteamericana y de la desoladora sequía que afectó a gran parte de los estados del Medio Oeste de los Estados Unidos (la seca Dust Bowl, la así llamada ‘Taza de polvo’, Oklahoma, Nebraska, Kansas, Texas) provocó que, como consecuencia de todo ello decenas de miles de granjeros, de campesinos, de pequeños agricultores, se vieran obligados a abandonar sus tierras, partiendo con sus familias y sus humildes pertenencias hacia la tierra prometida de California en busca de un trabajo, de un jornal, de sus muy pobres posibilidades de supervivencia; en busca, también y en definitiva, de su propia dignidad como seres humanos.

En 1939, John Steinbeck, que años después llegaría a ser Premio Nobel de Literatura, relató en una novela, Las uvas de la ira, esa experiencia multitudinaria y dolorosa, ese trágico y masivo éxodo, sorprendente en una sociedad ya entonces tan desarrollada, tomando como protagonista a los Joad, una familia de ficción, pero fiel trasunto de cualquiera de las que en la realidad tuvieron que llevar a cabo tan infausta aventura, tan dramático viaje. El personaje principal, Tom, la madre MaJoad, el padre, PaJoad, sus hermanos Ruthie, Winfield y Rosa Sharon, el marido de ésta, Coney, los ancianos abuelos, el predicador Casey, Noah, el tío John… son expulsados de sus tierras por las compañías especuladoras, y abandonan, a la fuerza, su hogar para, en una camioneta renqueante, iniciar su aventura de emigrantes en busca de un futuro mejor. Steinbeck nos muestra la digna peripecia de este puñado de nobles seres humanos poniéndose en todo momento del lado de los débiles, de los desfavorecidos, de los desamparados, de los abandonados de la fortuna, de los que sufren los abusos del poder, de los desvalidos, en una novela intensa y emotiva, profunda y repleta de humanidad que constituye una obra maestra de la literatura de todos los tiempos. Podéis encontrar una edición excelente de ella, con un prólogo esclarecedor del profesor Juan José Coy y traducción de María Coy, publicada en 2001 por la Editorial Cátedra. Asimismo, hay una versión más reciente, en Tusquets, con una nueva traducción, totalmente distinta, radical en su interpretación del lenguaje del libro, de Pilar Vázquez.

Pero Las uvas de la ira es, además, una película, una magnífica película, una obra maestra también de la historia del cine. La dirigió, en 1940 y con ese mismo título, el genial John Ford, con Henry Fonda en el papel de Tom Joad. La película logró ese año dos Oscars de Hollywood, el de mejor director y el de mejor actriz secundaria a la magistral Jane Darwell en el papel de MaJoad. Hoy por lo tanto no sólo os recomiendo que leáis la novela sino, no lo dudéis, no os arrepentiréis, que veáis esta maravilla cinematográfica a vuestro alcance en DVD.

Pero hay más, porque Las uvas de la ira es también, en cierto modo, un disco, un conmovedor, triste y emotivo disco. Bruce Springsteen tituló en 1995 The Ghost of Tom Joad, el fantasma o el espíritu de Tom Joad, un disco que recrea, sesenta años después, pero con personajes de nuestros días, con los marginados, con los excluidos, con los parias de nuestras opulentas sociedades como protagonistas, el mundo de Las uvas de la ira. Rompemos pues la pauta habitual de Todos los libros un libro, para recomendaros también la escucha de las bellísimas canciones de este magnífico CD de Bruce Springsteen que os transportará, con su atmósfera densa y opresiva, pero con una música sencilla y muy hermosa, al mundo de perdedores humildes y fracasados sin suerte, al mundo de rebeldes con causa y de anónimas víctimas de las injusticias que deambulan también por la novela de Steinbeck. Ni que decir tiene que la pieza musical con la que cerraré por hoy la sección es una canción de este disco, la que le da título, The Ghost of Tom Joad, el personaje principal del libro. Os ofrezco además, ahora, su intensa y conmovedora letra.

Hombres caminando a lo largo de las vías del tren
en ruta hacia algún sitio. No hay vuelta atrás.
Helicópteros de tráfico ascendiendo sobre la ladera.
Sopa caliente en una hoguera bajo el puente.
La cola del refugio alargándose hasta doblar la esquina.
Bienvenidos al nuevo orden mundial.
Familias que duermen en sus coches en el sudoeste,
sin hogar, sin trabajo, sin paz, sin descanso.

La carretera está viva esta noche,
pero nadie engaña a nadie sobre su destino.
Estoy sentado aquí a la luz de la fogata,
buscando al espíritu de Tom Joad.

Saca un libro de oraciones de su saco de dormir.
El predicador enciende una colilla y le pega una calada esperando el
momento en que los últimos serán los primeros y los primeros los últimos.
En una caja de cartón bajo el paso subterráneo
tiene un billete de ida a la tierra prometida.
Tú tienes un agujero en el estómago y una pistola en la mano.
Durmiendo sobre una almohada de roca sólida,
bañándote en el acueducto de la ciudad.

La carretera está viva esta noche.
Su destino lo conoce todo el mundo.
Estoy sentado aquí a la luz de la fogata,
esperando al espíritu de Tom Joad.

Pues Tom dijo:
Mamá, dondequiera que haya un poli atizando a un tío,
dondequiera que un recién nacido hambriento llore,
donde haya una pelea contra la sangre y el odio en el ambiente,
búscame, mamá, allí estaré.
Dondequiera que haya alguien luchando por un sitio donde estar,
o un trabajo decente o una mano amiga.
Dondequiera que alguien esté luchando por ser libre,
mírales a los ojos, mamá, y me verás.

Bueno, la carretera está viva esta noche.
pero nadie engaña a nadie sobre su destino.
Estoy sentado aquí a la luz de la fogata,
con el espíritu del viejo Tom Joad
.

Hay, todavía una cuarta manera de aproximarse a nuestra propuesta de hoy, la más reciente. Hace un par de años, la editorial Libros del Asteroide publicó Los vagabundos de la cosecha, una serie de reportajes, escritos por el propio John Steinbeck y aparecidos en el diario San Francisco News en 1936, que se centra, esta vez sin la distancia de la ficción, con la cercanía y la verdad documental del periodismo, en la situación de esos ciento cincuenta mil emigrantes forzosos, esas almas en pena que surcaron, en los años treinta, las carreteras norteamericanas. Estos reportajes constituyeron el entramado base a partir del cual, algunos años después, Steinbeck escribiría su novela. La edición de Libros del Asteroide nos los presenta ilustrados con espléndidas fotografías de Dorothea Lange, en una serie de estampas ya clásicas de la historia de la fotografía.

Y ése es, precisamente y para terminar, el quinto ángulo desde el que quiero mostraros Las uvas de la ira. Walker Evans y Dorothea Lange son dos grandes fotógrafos, cuya obra podéis consultar, casi completa, -en cualquier caso, la más representativa-, en internet. Ambos realizaron reportajes en aquellos años treinta sobre las condiciones de vida y trabajo de esas familias obligadas al vagabundeo en procura de mejores condiciones de vida. No tengo tiempo para comentaros su obra, que, por otro lado, se explica por sí misma. Acercaos a ella a través de internet y quedaréis, sin duda, deslumbrados y conmovidos.

Os dejo, como es habitual, con un texto del libro que recoge de manera muy nítida lo esencial de su espíritu. Un título éste, Las uvas de la ira que se corresponde, en efecto, al menos, con una novela de John Steinbeck, pero también con una película de John Ford, con un disco de Bruce Springsteen, con unos reportajes periodísticos del propio John Steinbeck, y con unas fotografías de Walker Evans y Dorothy Lange. Espero que cualquiera de estas referencias, mejor aún, todas ellas, puedan interesaros.

Un hombre, una familia, obligados a abandonar su tierra; este coche oxidado que cruje por la carretera hacia el oeste. Perdí mis tierras, me las quitó un solo tractor. Estoy solo y perplejo. Y por la noche una familia acampa en una vaguada y otra familia se acerca y aparecen las tiendas. Los dos hombres conferencian en cuclillas y las mujeres y los niños escuchan. Éste es el núcleo, tú que odias el cambio y temes la revolución. Mantén separados a estos dos hombres acuclillados; haz que se odien, se teman, recelen uno del otro. Aquí está el principio vital de lo que más temes. Éste es el cigoto. Porque aquí “he perdido mi tierra” empieza a cambiar; una célula se divide y de esa división crece el objeto de tu odio: “Nosotros hemos perdido nuestra tierra”. El peligro está aquí, porque dos hombres no están tan solos ni tan perplejos como pueda estarlo uno. Y de este primer “nosotros”, surge algo aún más peligroso: “Tengo un poco de comida” más “yo no tengo ninguna”. Si de este problema el resultado es “nosotros tenemos algo de comida”, entonces el proceso está en marcha, el movimiento sigue una dirección. Ahora basta con una pequeña multiplicación para que esta tierra, este tractor, sean nuestros. Los dos hombres acuclillados en la vaguada, la pequeña fogata, la carne de cerdo hirviendo en una sola olla, las mujeres silenciosas, de ojos pétreos, detrás, los niños escuchando con el alma las palabras que sus mentes no entienden. La noche cae. El pequeño está resfriado. Toma, coge esta manta. Es de lana. Era la manta de mi madre, cógela para el bebé. Esto es lo que hay que bombardear. Este es el principio: del “yo” al “nosotros”.



miércoles, 8 de junio de 2011


UMBERTO ECO. EL CEMENTERIO DE PRAGA

Hola, buenos días, bienvenidos una semana más a Todos los libros un libro que como cada miércoles sale a vuestro encuentro con la intención de ofreceros una nueva recomendación de lectura que pueda resultaros de vuestro agrado. Nuestro consejo de hoy, como el de hace un par de semanas cuando me referí a la última obra de Mario Vargas Llosa, resulta bastante elemental, obvio y, en cierto sentido, redundante, porque hoy también quiero hablaros de una novela de un autor consagrado, uno de esos no muy numerosos autores que ha superado fronteras y países, límites geográficos e incluso literarios y cuyo nombre, pronunciado en sea cual sea el contexto, resulta automáticamente reconocido y pertenece, como diría un crítico pedante, al mainstream, a ese núcleo central de la cultura globalizada, de modo que traerlo ahora aquí, cuando ya ha protagonizado las páginas de revistas y periódicos, las portadas de noticiarios y suplementos culturales, cuando ha desfilado sin cesar por todas las televisiones, puede resultar superfluo e innecesario. Se trata, quizá ya lo habéis adivinado, de Umberto Eco y su más reciente novela El cementerio de Praga que hace unos meses presentó la editorial Lumen en una unánimemente reconocida como espléndida traducción de Helena Lozano Miralles; una traducción por lo demás compleja, dada la riqueza del léxico que se emplea en el libro, dada la erudición del autor, y dada, sobre todo, la excepcional recreación que en la novela se hace de un universo, el de todo el siglo XIX, y dentro de él, de un mundo, el del ambiente libresco, las conspiraciones políticas y religiosas, el de las sectas masónicas y los movimientos carbonarios, el de las intrigas oficiales en el seno de los poderes, el de las falsificaciones y las imposturas en documentos y personas, el del espionaje y los oscuros complots perpetrados por agentes dobles y hasta triples, un territorio literario, en fin, que requiere y que aun exige un lenguaje muy preciso y ajustado para resultar fidedigno y que la traducción de Helena Lozano logra con creces. Os daré un indicio más, aunque pueda resultaros demasiado personal y a la postre disuasorio: yo he tenido que consultar el diccionario en más de una ocasión para aclarar dudas acerca de términos para mí desconocidos, lo que es prueba -doble prueba- de mi ignorancia, claro, pero además de la amplitud, la profundidad y la excelencia del idioma usado por Eco y por su eficiente traductora.

Pero vayamos con el libro, que con tan extensos prolegómenos no dispongo ya de tiempo para analizarlo más que someramente. El cementerio de Praga va a ser, sin duda, lo es ya, como lo fue hace ahora treinta años la gran obra de Eco, El nombre de la rosa, un best-seller, un éxito de ventas. Pero a mi juicio, creo que la última novela del italiano va a ser sólo eso y no tendrá -quizá me equivoque- la repercusión que sí tuvieron las peripecias y aventuras de Guillermo de Baskerville y de su joven ayudante. Quiero decir con ello que El cementerio de Praga va a ser, resulta indudable, muy vendido, pero creo, permitidme un pronóstico aventurado, que será muy poco leído.

Y no es la falta de interés del argumento, que os resumiré en un instante, lo que suscita mi arriesgada opinión, sino el propio desarrollo de la novela, abigarrado, confuso en ocasiones, también su estructura, compleja, difícil de seguir a veces, con dobles planos, vueltas adelante y atrás en el tiempo no siempre muy nítidas -hasta el punto de que el autor se ve obligado a incluir al final del libro una tabla de correspondencias entre los tiempos de la trama y los de la realidad histórica-, la profusión de datos, de acontecimientos y de personajes históricos, con los que quizá se encuentre familiarizado un ciudadano italiano o hasta un francés razonablemente culto, pero ajenos y, en su abundancia, disuasorios incluso para un lector medio español. Los medios de comunicación se han centrado en los aspectos supuestamente provocadores del libro, el manifiesto y agresivo antisemitismo de su personaje principal sobre todo, pero ello, como reconoce el propio Eco, no tendrá otra incidencia que la mayor difusión del libro, no resulta un obstáculo infranqueable para un lector formado que sabe distinguir con nitidez la ficción y la realidad. Son otros, en cambio, los motivos del rechazo que puede encontrar la novela, los que al menos ha encontrado en mí: el aluvión de informaciones que inunda el libro pero que no llega a penetrar nunca en el alma de lector; el personaje central, que más que antipático, que lo es, nos resulta ajeno y, lo que es peor, casi siempre indiferente, a años luz de nuestras vidas en sus preocupaciones, en sus intereses; una indiferencia que, en suma, se hace extensiva a la historia entera, que transcurre siempre a mucha altura por encima del anonadado lector, una novela demasiado ‘intelectual’, demasiado artificial, demasiado construida, demasiado fría. Y uno reconoce en ella los motivos de interés, la excelencia literaria de su autor: la magnífica recreación de una época, que revela el dominio y la maestría de Umberto Eco en el manejo de lo que podemos suponer una inmensa bibliografía y una cantidad desmesurada de fuentes históricas; el profundo conocimiento de la literatura folletinesca del XIX, Dumas y Sue sobre todo muy presentes en el texto; la parodia implícita de los libros de conspiraciones vaticanas -ese subgénero tan en boga, con El Código da Vinci como exponente principal; el mordaz sentido del humor; incluso la actualidad de su propuesta, con los polémicos papeles de Wikileaks como el referente en nuestros días del flujo de informaciones -fraudulentas o no- que corren por el libro. Pero las peripecias del capitán Simonini, el falsificador que protagoniza la novela, y las vicisitudes de lo que acabarán siendo los espurios protocolos de Sión que el piamontés fabrica y difunde, nunca llegan a ’tocarnos’; yo he acabado la novela -con dificultades, todo he de decirlo- y a su término me he dicho: 'sí, muy bien, muy bonito, muy inteligente, pero ¿qué me importa a mí todo esto?', antes de que el libro vaya difuminándose en mi memoria hasta desaparecer para siempre, sin dejar rastro apreciable en mí.

Y ello, insisto, pese a que su trama, en su mera descripción abreviada, puede resultar atractiva. Nuestro capitán Simonini es, en efecto, un falsificador, nacido en Italia en 1832, y que con el siglo XX casi alboreando cuenta retrospectivamente la historia de su vida, una vida de intrigas e imposturas, de fraudes e insidias, de conspiraciones y mentiras, de dobleces y engaños. Profundamente misógino, aborrece a las mujeres, y por supuesto a todas las razas ‘inferiores’, pero también a los judíos, a los masones, a los jesuitas, a los republicanos. De su radical soledad, de su huraño aislamiento del mundo, sólo lo salva su gula, su desorbitada pasión por la comida, lo que por otro lado permite a Umberto Eco dar nueva prueba de su erudición en decenas de recetas de platos servidos en restaurantes y figones, en tascas y comedores de la época. Simonini se vende al mejor postor, pergeñando documentos falsos y comprometedores para unos y otros, con una absoluta amoralidad y sin escrúpulos de conciencia. Reparad en este fragmento del libro, muy ilustrativo sobre la personalidad del individuo: Quede claro, querido Simone, que yo no fabrico falsificaciones, sino nuevas copias de un documento auténtico que se ha perdido o que, por un trivial accidente, nunca ha llegado a ser producido pero que habría podido o debido serlo. Sería una falsificación si yo redactara un certificado de bautismo en el que resultara, perdóname el ejemplo, que has nacido de una prostituta de esas de Odalengo Piccolo -y se reía por lo bajo, feliz con esa deshonrosa hipótesis-. Jamás osaría cometer un crimen de ese tipo porque soy un hombre de honor. Claro que, si un enemigo tuyo aspirara a tu herencia y tú supieras sin lugar a dudas que el fulano no nació ni de tu padre ni de tu madre sino de una buscona de Odalengo Piccolo y que ha hecho desaparecer su certificado de bautismo para aspirar a tu riqueza; pues bien, si tú me pidieras que fabricara ese certificado desaparecido para confundir a ese malhechor, yo ayudaría, permítaseme la expresión, a la verdad, probaría lo que sabemos que es verdadero, y no tendría remordimientos. Es en verdad, este Simonini, un cínico profundamente desagradable, capaz de urdir, a partir de un recuerdo familiar, una descabellada historia -pero creíble a la vez- de una falaz conspiración judía para adueñarse del mundo, una conspiración que partiendo de una tenebrosa reunión en el cementerio de Praga habría atravesado los siglos influyendo y condicionando la política y la historia, alterando negocios, generando odios, provocando guerras.

Es, pese a todo, este nuevo libro de Umberto Eco, una novela más que estimable, no podía ser de otra manera, dada la inmensa sabiduría y la incuestionable inteligencia del autor, aunque, por una vez, inteligencia y sabiduría suenen en mis labios con un tono algo peyorativo, que pretende daros cuenta de la fría precisión, la gélida construcción, la algo artificiosa perfección de la novela.

La nacionalidad del escritor piamontés dirige hoy mi recomendación musical. Se trata de la magnífica Certamente interpretada por el grupo italiano Madreblu. Hasta la semana que viene.


Ahí están las bromas que gasta la memoria. Quizá esté olvidando hechos de capital importancia, pero me acuerdo de la emoción que experimenté aquella noche cuando, cerca del Pont Royal, me quedé parado, herido por un repentino resplandor. Estaba ante las obras de la nueva sede del Journal Officiel de l’Empire François que por la noche, para acelerar las obras, estaba alumbrado por la corriente eléctrica. En medio de una selva de vigas y andamiajes, una fuente luminosísima concentraba sus rayos sobre un grupo de albañiles. Nada puede verter en palabras el efecto mágico de aquella claridad sideral, que resplandecía en las tinieblas que la rodeaban.

La luz eléctrica... En aquellos años, los necios se sentían encandilados por el futuro. Se había abierto un canal en Egipto que unía el Mediterráneo con el mar Rojo, por lo que ya no hacía falta dar la vuelta a África para ir a Asia (y así saldrían perjudicadas muchas honestas compañías de navegación); se había inaugurado una exposición universal en la que las arquitecturas dejaban intuir que lo hecho por Haussmann para arruinar París era sólo el principio; los americanos estaban acabando un ferrocarril que atravesaría todo su continente de oriente a occidente, y dado que acababan de darles las libertad a los esclavos negros, pues ahí tendrían a toda esa gentuza invadiendo toda la nación, convirtiéndola en una ciénaga de híbridos, peor que los judíos. En la guerra americana entre el Norte y el Sur, habían aparecidos unas naves submarinas, donde los marineros ya no morían ahogados, sino asfixiados bajo el agua; los buenos cigarros de nuestros padres iban a ser sustituidos por unos cartuchos tísicos que se quemaban en un minuto, quitándole todo gozo al fumador; nuestros soldados, desde hacía tiempo, comían carne podrida conservada en cajas de metal. En América, decían haber inventado una especie de cabina cerrada herméticamente que subía a las personas a los pisos altos de un edificio por obra de algún que otro pistón de agua. Y ya se sabía de pistones que se habían roto un sábado por la noche y de gente que quedó atrapada durante dos noches en esa caja, sin aire, por no hablar de agua y comida, de suerte que el lunes los encontraron muertos.

Todos se complacían porque la vida se estaba volviendo más fácil, se estaban estudiando máquinas para hablarse desde lejos, otras para escribir sin la pluma.

¿Seguiría habiendo algún día originales que falsificar?



miércoles, 1 de junio de 2011

FRANÇOIS RENÉ DE CHATEAUBRIAND. AMOR Y VEJEZ

Hola, buenos dias. Bienvenidos a Todos los libros un libro. Como todos los miércoles, os recibimos aquí, en el 89.0 de Radio universidad, para proponeros una recomendación de lectura con la que esperamos acertar, un libro que os interese y os entretenga, os apasione y os divierta. Esta mañana traigo para vosotros un librito, un muy breve texto -su cuerpo principal apenas llega a las veinte páginas-, pero de una intensidad, de una emoción, de una inteligencia, de una profundidad tales que os aseguro que, más allá de la media hora escasa que os llevará su lectura, su poso, su influjo, su penetración, su capacidad de sugerir e inducir a la reflexión, van a provocar que esté con vosotros durante mucho tiempo.

El libro del que quiero hablaros es Amor y vejez. Su autor, un clásico, François René de Chateaubriand, y la editorial que lo dio a la luz hace unos meses fue la ejemplar Acantilado, de cuya política de publicaciones, rigurosa y escogida, ya he hablado aquí en otras ocasiones. El texto, como os digo, muy breve, se presenta traducido por José Ramón Monreal y acompañado de un también breve pero esclarecedor estudio del catedrático Marc Fumaroli, reconocido experto en Chateaubriand y responsable también de la publicación en España, asimismo en Acantilado, de la monumental obra maestra del literato francés, Memorias de ultratumba.

Amor y vejez recoge unas pocas páginas que el autor, ya mayor, ya bien entrado en la sesentena, escribió a una joven para explicarle que aún deseándola con pasión, iba, sin embargo, a rechazar sus propuestas amorosas. Estas pocas hojas estaban pensadas para ser incluidas en sus memorias, las del propio Chateaubriand, pero al final, quizá viéndose demasiado expuesto en ellas, quizá avergonzado por la sinceridad, por la fragilidad que emanaban de sus propias palabras, decidió no incorporarlas. Fueron la disculpable desobediencia y el no tan justificable ánimo de lucro de su secretario, que decidió conservarlas pese a la orden expresa del escritor, que le había ordenado quemarlas, los que las han preservado y, conocidas y divulgadas por primera vez en 1922, los que nos han permitido acceder ahora a ellas, publicadas en castellano.

No voy a detenerme demasiado en el comentario de la obra, hoy prefiero que sea el propio texto, a través de dos fragmentos elegidos, muy significativos, muy evocadores, muy tristes, muy bellos, el que hable y describa el libro en mi lugar. Dejadme deciros, tan sólo, que Amor y vejez es una obra maestra sobre el amor, el erotismo y la pasión, sobre la destrucción y el deterioro y la impotencia que provoca el terrible paso del tiempo, sobre el deseo y la insatisfacción, sobre el ansia de perfección, la ilusión y la aspiración de trascendencia del ser humano, sobre la nostalgia y la memoria y el recuerdo… Chateaubriand, el conquistador, el amante de mil mujeres y amado por cien mil, el seductor, el encantador, se encuentra, ya mayor, con una joven que le apasiona, que le enloquece, a la que ama… pero renuncia a ella de un modo desgarrado y tristísimo, trágico y conmovedor con razones y argumentos, con reflexiones y pálpitos, con intuiciones y lamentos de los que da cuenta en el libro. Escuchemos primero la inteligente descripción del ansia de amor, de la pasión romántica que aqueja al autor desde su juventud y que es la causa de todos sus males, sobre todo en estos sus días crepusculares:

Hay que remontarse muy atrás en el tiempo para dar con el origen de mi suplicio, hay que retornar a esa aurora de mi juventud, cuando me creé un fantasma de mujer que adorar. Me agoté con esa criatura imaginaria, luego vinieron los amores reales con los que no alcancé nunca esa felicidad imaginaria cuya idea estaba en mi alma. He sabido lo que era vivir para una sola idea y con una sola idea, encerrarme en un sentimiento, perder de vista el universo y poner la vida entera en una sonrisa, en una palabra, en una mirada. Pero incluso entonces una inquietud insoportable turbaba mis ensueños. Me decía: “¿Me amará ella mañana como hoy?” Una palabra que no era pronunciada con tanto ardor como la víspera, una mirada distraída, una sonrisa dirigida a otro que no fuera yo me hacia desesperar al instante de mi felicidad. Yo advertía su final y, dado que me acusaba a mí mismo de mi desventura, no he tenido nunca deseo de matar a mi rival o a la mujer cuyo amor veía extinguirse, sino siempre de matarme a mí mismo, y me consideraba culpable por no ser amado.

Relegado al desierto de mi vida, volvía a él con toda la poesía de mi desesperación. Trataba de descubrir por qué Dios me había traído a este mundo, y no conseguía comprenderlo. ¡Qué pequeño sitio ocupaba sobre la faz de la tierra! Aunque toda mi sangre se hubiera derramado en las soledades en las que me adentraba, ¿cuántas briznas de brezo habría manchado de rojo? Y mi alma, ¿qué era? Un dolorcillo desvanecido que se mezclaba con los vientos. ¿Y por qué todos estos mundos en torno a una criatura tan mísera, por qué ver tantas cosas?

Anduve errabundo por el globo, cambiando de lugar sin cambiar de ser, buscando siempre y sin encontrar nada. Vi pasar por delante de mí nuevas hechiceras; unas eran demasiado hermosas para mí, y no me habría atrevido a dirigirles la palabra, otras no me amaban. Y, sin embargo, mis días pasaban, y estaba espantado por su rapidez, y me decía: “¡Vamos, date prisa por ser feliz! Un día más, y ya no podrás ser amado”. El espectáculo de la felicidad de las nuevas generaciones que surgían en torno a mí me inspiraba los arrebatos de la envidia más negra; si hubiese podido aniquilarlas, lo habría hecho con el placer de la venganza y la desesperación.

¡¡Qué deslumbrante y lúcida descripción de la condición humana!! ¿O debiera decir de nuestra -de mi- torturada mente masculina? Tener la cabeza llena de sueños y no recibir una sola mirada de deseo. Esa frase, que ya no sé quién escribió, y que a mí me ha acompañado -como una especie de mantra- desde hace años, constituye una reflexión muy reveladora sobre los devastadores efectos del paso del tiempo en nuestras almas, en el amor, en nuestra pobre vida, y define, de un modo elocuente y a mi juicio bellísimo, el drama de la vejez del que da cuenta el libro de Chateaubriand. Transcurren los años, crecemos, envejecemos, nuestro cuerpo se deteriora, los hombros se arquean, flaquean nuestras piernas, la vista se apaga de modo progresivo, debemos esforzarnos para oír los sonidos que nos circundan, las palabras, las canciones. El organismo se rebela y nos deja ominosas pruebas de su decadencia. Se acercan, difusas pero firmes, las negras nubes de la muerte, la inexorable sombra de la tumba… y, pese a ello, seguimos deseando, la sonrisa de una desconocida entrevista al azar en una calle nos deslumbra, nos arrebata, nos emociona y entusiasma, pero, por desgracia, también nos trastorna y amarga, también duele, porque percibimos en ella, en su inaccesibilidad, en su ligera indiferencia, en su inocencia ajena a nuestro temblor, la derrota más acerba, el inevitable fin de nuestros días. No desearé más, pues, nos decimos, permaneceré ajeno a los encantos del mundo, a la belleza de las mujeres, cegaré mis ansias en su origen, olvidaré los sueños, me aislaré de la vida. Y no puede ser, claro, y vuelven los encantamientos estériles, vuelve el amor ya jamás correspondido, vuelven las quimeras imposibles, vuelve la irrefrenable atracción de los cuerpos hermosos, vuelve la conmoción del alma entera, vuelve la perturbadora imaginación, y, claro está, vuelve el desgarro, vuelve el sufrimiento, vuelve la frustración, vuelve la derrota, vuelve nuestro más definitivo fracaso, ahora sí irremediable.

De todo ello habla de un modo bellísimo Amor y vejez, de Chateaubriand, publicado por Acantilado, del que os dejo ya otro extenso fragmento en el que podréis encontrar la esencia del libro. Como acompañamiento musical al tema tratado, podréis escuchar, tras el texto leído, Old man, otro clásico, de Neil Young, aunque esta vez en la espléndida versión de Lizz Wright.

No, no soportaré nunca que entres en mi mísera casa. Me basta con reproducir tu imagen, como envejecer como un insensato pensando en ti. ¿Qué pasaría si te sentaras sobre la estera que me sirve de yacija, si respiraras el aire que respiro de noche, si te viera en mi hogar, compañera de mi soledad, mientras cantas con esa voz que me enloquece y me lastima?

¿Cómo creer que esta vida salvaje podría bastarte por mucho tiempo? Dos hermosos jóvenes pueden estar encantados con las atenciones que se prodigan mutuamente; pero, ¿qué harías tú con un viejo esclavo? De la noche a la mañana, y de la mañana a la noche, soportar la soledad conmigo, los furores de mis previsibles celos, mis largos silencios, las melancolías inmotivadas y todos los caprichos del carácter desgraciado que se desagrada a sí mismo y cree desagradar a los demás.

¿Y soportarías los juicios y las burlas de la gente? Si fuese rico, diría que te compro y que tú te vendes, pues nadie sería capaz de aceptar que pudieras amarme. Si fuese pobre, se burlarían de tu amor, y lo convertirían en un objeto ridículo a tus propios ojos, te harían avergonzarte de tu elección. En cuanto a mí, me acusarían como de un delito de haber abusado de tu candidez, de tu juventud, de haberte aceptado o de haber abusado del estado de delirio en el que caes.

Si te abandonases a los caprichos a los que a veces cede la imaginación de una muchacha, día llegaría en que la mirada de un joven te sacaría de tu fatal error, pues los cambios y el asco llegan incluso entre los amantes de la misma edad. Entonces, ¿con qué ojos me verías cuando apareciera ante ti bajo mi verdadera forma? Irías a purificarte entre unos brazos jóvenes después de la vergüenza de haber sido estrechada por los míos, pero ¿qué sería de mí? Tú me prometerías tu veneración, tu amistad, tu respeto, y cada una de estas palabras me rompería el corazón. Condenado a disimular mi doble ridículo, a tragar las lágrimas que harían reír a quienes las vieran en mis ojos, a guardar en mi pecho mis lamentos, a morir de celos, imaginaría tus placeres. Me diría:
En este momento, mientras se muere de placer en los brazos de otro, le repite esas tiernas palabras que me ha dicho a mí, mucho más sinceramente y con ese ardor pasional que no ha podido sentir nunca conmigo. Entonces, todos los tormentos del infierno embargarían mi alma y sólo podría aplacarlos cometiendo un crimen.



miércoles, 25 de mayo de 2011


MARIO VARGAS LLOSA. EL SUEÑO DEL CELTA

Hola, buenos días. Hoy Todos los libros un libro cumple una función redundante, acaso por ello banal y estéril, y, en consecuencia, quizá yo no hubiera debido elegir este libro para hablar en la radio de él. Porque, ¿hay alguien entre quienes ahora amablemente me escuchan que no haya leído, visto, comentado hasta la saciedad alguna referencia, alguna mención, alguna nota más o menos publicitaria sobre la más reciente novela de Mario Vargas Llosa, El sueño del celta, publicada el noviembre pasado por la editorial Alfaguara? Los medios de comunicación, los periódicos, los suplementos, literarios o no, los dominicales, los telediarios, los programas de libros y hasta los del corazón se han hecho eco de la exuberante edición de la obra del peruano, que debe ir ya por el medio millón de ejemplares, y ello sobre todo tras la concesión del Premio Nobel de Literatura a quien con oportunismo patrioteril no se ha dudado en considerar enfática y orgullosamente español, dada la doble nacionalidad del escritor. A estas alturas, pues, la mayor parte de vosotros conocéis la obra, sabéis cuáles son sus temas principales, estáis familiarizados con la vida y milagros de Roger Casement, el diplomático irlandés de vida legendaria al que Vargas Llosa ha convertido en personaje principal de su novela, casi todos habéis oído hablar del Congo belga y de las atrocidades perpetradas en aquel vasto país por el brutal colonialismo de Leopoldo II, a muchos les suena ya la región del Putumayo en el Amazonas, escenario de los abusos, las violaciones, las inhumanas torturas que llevaban a cabo sobre los indígenas las compañías caucheras; incluso, aunque este tercer eje de la novela no ha sido tan divulgado, bastantes de vosotros ya os habéis aproximado a las interioridades de los conflictos nacionalistas en la Irlanda de principios del siglo pasado. En cierto modo muchos de vosotros ya habéis leído la novela, incluso, me atrevería a decir, quienes no lo han hecho real y materialmente, tantos son los fragmentos reproducidos, tantos los reportajes, tantas las entrevistas, tanta la información sobre este El sueño del celta, best-seller antes, casi, de ser publicado. ¿Qué puedo decir yo, pues, en esta breve reseña que evite las repeticiones inútiles, que añada algo de interés para vosotros y que pueda haceros contemplar la obra desde otro ángulo aún no mostrado? Seré sincero, en las decenas de referencias que han estado a mi alcance en estos meses, en la prensa y en la televisión, en revistas, en la radio, en blogs y páginas de Internet, todo ha sido dicho y escrito, de modo que acepto mi condición de mero replicante, de modesto reseñista sin apenas originalidad. Vayamos, pues, con algunos rasgos del libro que merece la pena destacar, haciendo abstracción de lo que haya sido contado ya.

De entrada, quizá el único elemento que no he visto reflejado en ni uno solo de los comentarios, ni siquiera en las críticas sobre la novela, es la constatación de un cierto descuido, una aparente dejadez, un cierto desaliño formal que, sobre todo en las cien primeras páginas resulta a mi juicio, bastante molesto y, en cualquier caso, impropio de un escritor de este calibre. Tengo la impresión, quizá equivocada -¿quién soy yo para objetar la obra de un Premio Nobel de Literatura?-, que la editorial hubiese querido aprovechar el tirón del galardón sueco y hubiera entregado al público con demasiada premura un texto necesitado, probablemente, de un último repaso y de algunos retoques. Por ejemplo, al menos en tres ocasiones, el peruano usa el vocablo ‘polizonte’ para referirse a lo que a todas luces es un polizón. Una consulta apresurada al Diccionario panhispánico de dudas, por comprobar si el error no era tal y sí solo un coloquialismo sudamericano, nos confirma que el término despectivo que en el habla coloquial se usa para referirse a un policía, no debe confundirse -la conminación es del diccionario- con polizón, viajero clandestino de un barco o un avión, que es el sentido que Vargas Llosa quiere darle en las tres ocasiones detectadas. Pero hay más, hay, siempre en mi modesta apreciación, comas mal puestas, concordancias erróneas, incluso anacolutos y frases sin sentido. Fijaos en este texto de la página 35: Entonces, tuvo el primer ataque de malaria. Nada comparado a lo que fue el segundo y, sobre todo, tres años después -1887- y, sobre todo, ese tercero de 1902. También se usa algunas veces el término ‘material’ para referirse a un conjunto de documentos que sirven de base a un trabajo intelectual, acepción admitida por la Academia, pero a mi inseguro juicio, de uso bastante improbable con ese sentido en la Inglaterra de comienzos del siglo XIX, contexto en el que aparece en la novela. Y así, algunos ejemplos más. En fin, nada demasiado serio, nada siquiera sospechoso de ligereza en un escritor de la talla del peruano; sí, por el contrario, una práctica imperdonable en una editorial que dice defender la calidad y aun la excelencia literarias.

Por lo demás, el libro es formidable, o más exactamente -y espero que no apreciéis hoy en mí una excesiva meticulosidad desmitificadora de la enorme figura de Vargas Llosa- lo que resulta formidable y apasionante es la vida de este Roger Casement, que el escritor aprovecha para construir su obra. Amante desde niño de la aventura, viajero en el Congo y en la Amazonía, apasionado defensor de la noble causa de la liberación de los africanos y los indígenas de la asesina e inmoral codicia del colonialismo, redactor de sendos informes sobre ambas regiones en los que de manera valiente denunciaba las atrocidades contempladas en sus viajes, diplomático por todo el mundo y Sir en su controvertida Inglaterra, patriota irlandés en lucha contra la sin embargo, pese a la admiración, opresora Gran Bretaña, hasta el punto de pactar con la Alemania enemiga, en plena primera guerra mundial, con tal de favorecer las ansias de independencia de su Eire mítico, redactor de unos diarios en parte inventados -esa es la tesis de Vargas Llosa- en los que aflora su condición de oscuro homosexual, reprimido y torturado, probablemente pederasta, con infinidad de escarceos y escabrosas aventuras sexuales en urinarios y baños públicos, con marineros y soldados, con curtidos prostitutos y con bellos jóvenes en sus viajes. Pero, sobre todo, Casement era, o así aparece en la novela, gracias a la maestría del autor, un ser humano contradictorio y complejo, riguroso y excesivo, irreprochablemente ético en su trato con la inhumanidad en África y Sudamérica, pero profundamente inmoral en sus opciones privadas y políticas, un héroe ejemplar y un traidor despreciable, manifestación modélica del ciudadano armado de coraje intelectual y cívico, pero a la vez condenado a muerte, y finalmente ejecutado, por sus torpes y despreciables maniobras durante la guerra, profundamente lúcido en su denuncia de los excesos coloniales, pero insensato hasta el delirio en obsesión irlandesa.

Un libro estimable, pues, como no podía ser menos en un escritor como Mario Vargas Llosa, aunque a mi juicio, algo plano, sin la fuerza, sin la creatividad, sin la innovación, sin el riesgo de Conversación en la Catedral o La casa verde o La guerra del fin del mundo. Un libro con mucho de Roger Casement y no tanto de Vargas Llosa; un libro estupendo, no obstante, con cuya lectura aprendemos y nos deleitamos mucho, y que, por ello, os recomiendo.

Como música de cierre, y teniendo en cuenta que el Putumayo geográfico de la novela de Vargas Llosa da nombre también a un excepcional sello discográfico especializado en lo que se ha dado en llamar ‘músicas del mundo’ os ofrezco una canción extraída de uno de sus múltiples discos. Se trata de Mon amour, ma cherie, de los malienses Amadou y Mariam con la colaboración de Johnny Marr. Hasta la semana próxima.

Cuando estaba en Liverpool, donde sus primos, Roger vencía a veces su timidez e interrogaba al tío Edward sobre el África, un continente cuya sola mención le llenaba la cabeza de bosques, fieras, aventuras y hombres intrépidos. Gracias la tío Edward Bannister oyó hablar por primera vez del doctor David Livingstone, el médico y evangelista escocés que desde hacía años exploraba el continente africano, recorriendo ríos como el Zambezi y el Shire, bautizando montañas, parajes desconocidos y llevando el cristianismo a las tribus de salvajes. Había sido el primer europeo en cruzar África de costa a costa, el primero en recorrer el desierto de Kalahari y se había convertido en el héroe más popular del Imperio británico. Roger soñaba con él, leía los folletos que describían sus proezas y ansiaba formar parte de sus expediciones, enfrentar a su lado los peligros, ayudarlo a llevar la religión cristiana a esos paganos que no habían salido de la Edad de Piedra. Cuando el doctor Livingstone, buscando las fuentes del Nilo, desapareció tragado por las selvas africanas, Roger tenía dos años. Cuando, en 1872, otro aventurero y explorador legendario, Henry Morton Stanley, periodista de origen galés empleado por un periódico de Nueva York, emergió de la jungla anunciando al mundo que había encontrado vivo al doctor Livingstone, estaba por cumplir ocho. El niño vivió la novelesca historia con asombro y envidia. Y cuando, un año más tarde, se supo que el doctor Livingstone, que nunca quiso abandonar el suelo africano ni volver a Inglaterra, falleció, Roger sintió que había perdido a un familiar muy querido. De grande, él también sería explorador, como esos titanes, Livingstone y Stanley, que estaban extendiendo las fronteras de Occidente y viviendo unas vidas tan extraordinarias.



miércoles, 18 de mayo de 2011

REBECCA WEST. EL REGRESO DEL SOLDADO

Hola, buenos días. Aquí estamos como todos los miércoles en Todos los libros un libro, el espacio de recomendaciones literarias de Radio Universidad de Salamanca. Hoy os traigo una novelita, un texto muy breve, aunque intenso y magistral, una pequeña maravilla cuya publicación ha sido saludada con alborozo por los especialistas, una joya que pese a haber sido escrita ni más ni menos que en 1918 (aunque su autora revisó el texto en 1980, tres años antes de su muerte) no ha visto la luz en nuestro país hasta el pasado 2008. Se trata de El regreso del soldado, la obra maestra de escritora Cecily Isabel Fairfield, conocida en el mundo literario como Rebecca West. Rebecca West nació en Irlanda en 1892 y falleció en Londres en 1983. El libro lo publica la editorial Herce en traducción de Laura Vidal.

El regreso del soldado parte de una anécdota muy simple, casi trivial, podríamos decir, pero que permite a su autora construir, con un tan sencillo germen, una historia llena de evocaciones, que induce a la reflexión sobre el amor, la identidad, las convenciones sociales, la autenticidad, la importancia de las apariencias, los prejuicios de clase, la belleza real y la inventada, y, en definitiva, el sentido último de la vida.

La novela se abre con una conversación entre Kitty, refinada, elegante y algo snob esposa de Chris Baldry, y la prima de éste, Jenny. Ambas viven en una inmensa y hermosísima mansión en el campo desde la que la mirada abarca kilómetros de pastos esmeralda, húmedos y brillantes al pie de unas lustrosas colinas, azules por la distancia y los bosques distantes. Más cerca se aprecian la agradable correción del césped y del cedro del Líbano, cuyas ramas son como la oscuridad hecha materia, y la amenazadora aspereza de los pinos más altos del bosque que se extiende hacia el sur desde el estanque hasta los pies de la colina, sus ramas desnudas de una textura tupida de tonos castaños y púrpuras, tal y como se describe en un fragmento del texto. La belleza, el sosiego, la tranquilidad del lugar, perteneciente a la adinerada familia Baldry, contrastan con el mundo que discurre fuera de él. La primera guerra mundial, la Gran Guerra, destroza vidas a unos cientos de kilómetros, en las húmedas trincheras de los campos de Francia, y en ellas, Chris Baldry lucha por su patria mientras su esposa y su prima esperan su regreso acomodando el idílico entorno de manera que el joven pueda reencontrarse a su vuelta con el esplendor de la vida en la campiña inglesa: el brillo multicolor de las maderas barnizadas, el acogedor abrazo de los sillones tapizados, de las pesadas cortinas, de las cálidas telas que recubren las paredes, la luz tenue de los candelabros, el agradable calor de la confortable chimenea, el frescor de los frondosos rincones del jardín, la desbordante luminosidad de los capullos de rosa, las azaleas resplandecientes, los dorados helechos, los oscuros macizos de rododendros, las garzas sobrevolando los sauces, el afable cariño de sus perros, de sus caballos favoritos, y, sobre todo, el amor incondicional de su mujer y la admiración y el cariño fraternos de su prima.

Sin embargo, toda esta placidez va a quedar truncada a las primeras de cambio cuando en Baldry Court se presenta la señora Gray, de soltera Margaret Allington. Margaret es una mujer desaliñada y muy poco agraciada, que comparece pobremente vestida con ropas baratas y algo desastradas en la lujosa mansión de los Baldry. Su aspecto era terrible, estaba repulsivamente rebozada en abandono y pobreza, como un guante caro que ha caído bajo una cama en un hotel y tras permanecer allí un día o dos resulta repugnante cuando la criada lo rescata del polvo y las pelusas, relata la narradora, la prima Jenny, desde cuya perspectiva se cuenta la historia. La ahora señora Gray, que había estado enamorada de Chris Baldry, un amor correspondido por éste, hace quince años, lleva consigo un telegrama del propio capitán Baldry, dirigido a ella desde un hospital francés. Al parecer, según señalan el telegrama y una carta adicional más íntima remitida de modo personal a Margaret, la explosión de un obús ha afectado a Chris provocándole una pérdida de memoria, de tal manera que todo su ser, su mente, sus afectos, sus recuerdos, se retrotraen quince años atrás. Así, en su cerebro afectado por la explosión, se siente un joven de veintiún años y no un adulto de treinta y seis. Además, no reconoce en Kitty a su mujer y sí, en cambio, experimenta como algo vivo el amor que hacía tres lustros sintiera hacia Margaret.

Pocos días después de esta sorprendente aparición, Chris es repatriado y tras su llegada a su antiguo hogar, su amnesia, en efecto, le hace ignorar su matrimonio con Kitty, le permite identificar a su prima Jenny tan sólo como un mero recuerdo de su pasado, le lleva a desconocer los principales cambios ocurridos en el personal y la fisonomía de la mansión y, sobre todo, le hace seguir experimentando por Margaret un amor verdadero e intenso, genuino y pleno, como si su juventud aún floreciera, como si no pudiera ver en ella a esa mujer ajada y vulgar, de feas manos -las manos, un motivo recurrente en el libro-, y sí únicamente a la dulce joven de su pasado, como si su boda con Kitty nunca hubiera tenido lugar, como si la guerra no hubiera perturbado su vida.

A partir de estos hechos, que se desarrollan en las primeras páginas del relato, de modo que desvelándolos no os descubro nada sustancial de él, nada que no esté recogido en la solapa del libro e incomode su lectura, se inicia el núcleo principal de la novela, en el que, de un modo muy sensible y hermoso, se encierra su más poderoso mensaje. Porque la reacción que la desmemoria de Chris provoca en su mujer y en su prima, el profundo rechazo de aquella y la progresiva comprensión de esta ante el hecho de que un amor de juventud, valiente, irreflexivo, sincero, pueda prevalecer pese a las diferencias de clase y educación, pese a la ostensible ausencia de belleza en la burda Margaret actual, esa reacción de perplejidad, de desconcierto, pone de relieve algunas importantes cuestiones que afectan de un modo esencial a nuestras existencias como seres humanos. ¿Somos capaces de reconocer, en una existencia casi siempre artificiosa y mediocre, entre los oropeles de un mundo ficticio que nos construimos sin querer, la más auténtica verdad de nuestra vida? ¿Podemos identificar en la más que probable vulgaridad de nuestras opciones vitales, en las domesticadas rutinas, en los hábitos cobardes, la más profunda dimensión de nuestra existencia? ¿Rodeados por la fealdad de nuestra sociedad consumista y falsa, por la mentirosa apariencia de las cosas, estamos en condiciones de captar la belleza del mundo, de ser sensibles ante los logros del espíritu, de apreciar los valores profundos, de ponderar con generosidad lo que merece la pena?

De todo ello habla este El regreso del soldado. Y lo hace con una prosa bellísima, conmovedora, sencilla pero no simple, llena de encanto y emoción, que encierra, más allá de su superficie más o menos convencional, mucho sentimiento, mucha verdad, mucha vida.

Os recomiendo vivamente el libro. Leedlo y disfrutadlo, no os arrepentiréis. Y otro soldado, éste del amor, Soldier of love, de Sade, protagoniza nuestra pequeña aportación musical por esta semana. Hasta dentro de siete días.


Ella había alisado la lona con sus feas manos de manera que él se sintiera confortable cuando por fin, somnoliento, se quedó dormido sobre un costado. Yacía allí con la placidez confiada de un niño que descansa, las manos distendidas y la cabeza echada hacia atrás dejando ver la garganta, indefensa. Ahora que dormía y su semblante estaba vacío de todo pensamiento era posible admirar cuán verdaderamente hermoso era. Y ella, con su cara solemnemente vigilante, sonrosada por el aire frío del río que llegaba con el atardecer colándose entre los dorados helechos, estaba sentada junto a él, mirándole.

A menudo he visto personas en actitudes como aquélla en la campiña que queda fuera de nuestra propiedad, en los días festivos. Las más de las veces el hombre sostiene un pañuelo sobre su cara para protegerse del sol, mientras la mujer, inclinada a su lado, examina la maleza para asegurarse de que sus hijos no se hacen daño mientras juegan. En ocasiones he tenido la impresión de que aquello tenía un significado especial. Es como cuando uno se adentra en el frescor húmedo y fragante de una iglesia católica y contempla a los fieles arrodillados, sus cuerpos rígidamente inclinados, reacios y abandonados a un tiempo, como representando la voluntad que inevitablemente se doblega ante un propósito que es más grande que el individuo. O como cuando uno ve bajo cualquier cielo una madre con su hijo en brazos y algo parecido a una espada te atraviesa el corazón y te dices:
Si la humanidad se olvida de gestos como éstos entonces es que ha llegado el fin del mundo.


miércoles, 11 de mayo de 2011

AMALIA IGLESIAS (editora). POETAS EN BLANCO Y NEGRO

Hola, buenos días. Os damos la bienvenida una semana más a Todos los libros un libro, nuestra habitual recomendación de lectura que os proponemos desde la sintonía de Radio Universidad. Hoy el libro seleccionado pertenece al dominio de la poesía, un territorio que no goza de demasiada atención en los medios de comunicación. Uno tiene la impresión de que la prensa, la televisión, la radio son considerados, por una especie de acuerdo implícito universal, vehículos para que en ellos fluya la realidad ‘real’, podríamos decir, para las noticias, para la política, para los sucesos, para todos los aspectos ‘externos’ al alma humana, para, como decía La Codorniz, aquel semanario satírico que sólo los mayores de cuarenta años recordarán, ‘los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa’, en frase de Juan de Mairena, el entrañable profesor de retórica machadiano.

Y así, nuestros telediarios, las tertulias radiofónicas, las páginas de los periódicos, se pueblan de guerras y muertes, de atentados y violencia, de tediosas reuniones políticas e insulsas soflamas partidarias, de lemas predigeridos e intelectualmente vacuos, de declaraciones altisonantes y casi siempre inanes, de las mil y una variedades de los interminables deportes, e incluso, cuando, en esos medios aflora el mundo de la cultura, su aparición es superficial, pues se nos da cuenta de una inauguración, de un estreno, de una publicación, jamás (salvo en algún ámbito muy especializado) se lee un poema, se reflexiona sobre un fragmento literario, se escucha con sosiego una pieza musical.

¿Y por qué debe ser así? ¿Es que acaso no necesitamos alimento espiritual?, ¿acaso no estamos abiertos, día a día, a la emoción, a las palabras conmovedoras, acaso no nos tocan los grandes temas de la existencia humana, el amor y la muerte, el paso del tiempo y el destino, la pérdida y el dolor, la felicidad y su imposible búsqueda, la decadencia y la exaltación, el entusiasmo y la pasión, el fracaso y la alegría? Vivimos una rutina programada, muy mal programada, en realidad, por groseros mercaderes muy limitados intelectual y espiritualmente. La gente se acostumbra a lo que le ponen delante, y así tendemos a creer que la realidad es eso que nos muestra la televisión o los periódicos… y no es así, no lo es para muchas personas, no lo es para todos aquellos para los que los sentimientos, la intimidad, los sueños, los anhelos, la poesía, en fin, resultan más reales que el último intercambio de insultos entre políticos o la enésima reedición del partido del siglo.

En fin, afortunadamente existen reductos, incluso en esos medios, en los que hay espacio para la vida auténtica y el libro que hoy os presento refleja uno de esos espacios privilegiados y admirables. Se trata de Poetas en blanco y negro, y es una edición a cargo de Amalia Iglesias, poeta ella misma, y que vio la luz a finales de 2006 publicado por Abada Editores.

Os cuento la génesis del libro, que explica su propósito y su sentido últimos. El catorce de septiembre de 2001, el suplemento cultural del periódico ABC, que entonces se llamaba Blanco y Negro Cultural y más adelante cambió su nombre por ABCD las Artes y las Letras, denominación esta última que subsiste en la actualidad, comenzó a publicar una sección de creación poética, a cargo de la mencionada Amalia Iglesias, con la intención, insólita en este mundo de griterío y superficialidad que os comentaba en mi introducción, de ofrecer en un periódico una muestra variada de la poesía que se estaba haciendo, que se hace hoy día, en nuestro país, pero también en Hispanoamérica y Portugal. Y así, desde entonces, cada semana ha ido apareciendo en el suplemento un poema inédito de un poeta portugués o hispanoamericano o, por supuesto, español (y en este caso, escrito en cualquiera de las lenguas con vida, tradición y arraigo literarios en España: el castellano, claro, pero también el euskera, el gallego o el catalán). Junto al poema se ofrecía, se sigue ofreciendo, la sección sigue activa, una escueta ficha biobibliográfica y un breve apunte sobre el estilo del poeta seleccionado.

Pues bien, en la primavera de 2006, cuatro años después, la editorial Abada reunió los casi doscientos cincuenta poemas publicados hasta entonces, manteniendo la estructura original, con la reseña y los comentarios estilísticos, en el libro que hoy os comento.

Amalia Iglesias señala en la introducción que Poetas en blanco y negro no es una antología. Quiere decir con ello que no pretende reflejar un canon o una escuela o una singular tendencia estética, un coincidente compromiso literario, o una determinada generación poética, ni una perspectiva particular, o un criterio estilístico aglutinador. Todas las antologías son, por esta voluntad taxonómica restrictiva, reduccionistas, limitan la visión al centrarla sobre un foco necesariamente estrecho. La editora prefiere y reclama para el libro el término muestra, de modo que si os decidís a comprar y leer el libro que hoy os estoy presentando os encontraréis con eso, con una muestra amplísima, con una recopilación de voces poéticas dispersas que refleja el heterogéneo panorama de la poesía de nuestro tiempo en el entorno cultural del que formamos parte. Poetas en blanco y negro es, pues, un excelente modo de acceder a la obra de una significativa representación de los poetas de nuestra contemporaneidad; unos poetas que, dejadme recordároslo, no escriben para iniciados, para especialistas, sino que aspiran a ser degustados, disfrutados por el mayor número posible de destinatarios, no olvidéis que se trata de poemas inicialmente publicados en la prensa, en una prensa general y no literaria.

Me disculparéis si termino mi reseña sin citar ningún nombre de los casi doscientos cincuenta poetas recogidos, baste con decir que en Poetas en blanco y negro están todos (o casi todos) los que significan algo en el ‘mundo poético’, todos los estilos, todos los movimientos. Como señala la propia Amalia Iglesias en su comentario introductorio, en este Parnaso tan poblado hay espacio para todos. Disfrutad de este Poetas en blanco y negro publicado por Abada Editores. Estoy seguro de que entre sus páginas vais a encontrar sin duda versos que os van a interesar y conmover, a entretener y apasionar y emocionar.

Quiero, como cierre, leeros uno de los poemas seleccionados. Se titula Los días inminentes y su autor es el melancólico, el elegíaco Eloy Sánchez Rosillo. Tras él, la música de otro poeta, Leonard Cohen y su magnífica Famous blue raincoat. Hasta la semana próxima.

Los días inminentes

Yo, que nunca he pensado en el mañana,
que no sentí jamás preocupación ninguna
por lo que habría de venir,
me veo ahora meditando a veces
-con inquietud que alcanza
hasta el desasosiego- en el futuro.
Mas no me acucia la entelequia absurda
del porvenir remoto,
sino los días que ya llegan,
los que están casi a punto
de llamar a mi puerta con impaciente aldaba. Y observo atentamente
el semblante que muestran cuando aparecen. Busco
indicios en sus gestos que me digan
cómo habrán de tratarme, qué me traen. Todo pende
de un hilo en el precario
lugar de mi vivir en el que estoy. Y un día, cualquier día,
puede ser un día más, razonable, pacífico,
y puede ser también
un golpe inopinado que nos lance de súbito
a la intemperie hostil de lo desconocido
o al gran silencio de lo irremediable. Mueve el viento con fuerza
las frondas del presente. Y una sombra enigmática
nos quita las migajas de luz que deja el tiempo
en nuestras pobres manos.


miércoles, 4 de mayo de 2011

FRANCIS PISANI Y DOMINIQUE PIOTET. LA ALQUIMIA DE LAS MULTITUDES

Hola, buenos días. Bienvenidos un miércoles más a Todos los libros un libro. Hoy os traigo un texto divulgativo, un esclarecedor ensayo, absolutamente arrebatador, y de lectura indispensable si estáis interesados (y deberíais estarlo) por el muy atractivo mundo de Internet y, en general, de las tecnologías de la información y la comunicación que en este comienzo del siglo XXI están cambiando el mundo e, incluso, me atrevo a afirmar, la concepción de la vida y hasta la mente del hombre. El libro del que os hablo se titula La alquimia de las multitudes, sus autores son Francis Pisani y Dominique Piotet, y ha sido publicado, en difícil y meritoria traducción de Alicia Capel, por la editorial Paidós hace un par de años, a principios de 2009. El libro, que cuenta con un iluminador prólogo de Tomás Delclós, subdirector de El País, responsable de Ciberp@ís, el suplemento de tecnología e informática del diario madrileño, lleva el muy significativo subtítulo de Cómo la web está cambiando el mundo, con lo que ya podéis, tan sólo a partir de esa frase, haceros una idea de la temática última de la obra.

Francis Pisani es bloguero (espero que a estas alturas la denominación no os resulte desconocida o insólita) especialista en nuevas tecnologías en la versión electrónica de Le Monde. Su blog, Transnets.net, que escribe desde San Francisco, es uno de los más influyentes de Francia. Sus crónicas aparecen en los mejores periódicos de Europa y de América Latina. Además, imparte clases y colabora de forma regular como consultor. Es columnista de Ciberp@ís, el citado suplemento de tecnología de El País, y de Reforma en México. Su muy interesante blog, por si queréis consultarlo, aparece traducido al español en Soitu.es.

Dominique Piotet dirige la filial americana de l’Atelier, una entidad dedicada a las nuevas tecnologías de BNP Paribas (Atelier-us.com). Asesora a las grandes empresas en su estrategia en internet. Participa en el programa de radio L’Atelier numérique, en BFM, y escribe habitualmente una crónica en La Tribune, un periódico financiero francés.

Ambos son, pues, grandes expertos en el novedoso mundo en el que la red ha introducido nuestras existencias y extraordinarios conocedores también de los enormes cambios de todo tipo, intelectuales, políticos, sociales, culturales, vitales que ha provocado Internet en los últimos veinte años, así como de las repercusiones que el dominio de la web está produciendo en el presente y que llevará consigo sin duda en un futuro ya inminente.

En el libro se analizan, con profusión de citas, de referencias, de ejemplos tomados de la realidad (virtual o convencional), bastantes de esos cambios y de esas repercusiones de internet, en territorios tan distintos como la educación, los medios de comunicación, las empresas, el comercio, la innovación, el ocio, el consumo, el trabajo, las relaciones personales y tantos otros. ¿Qué va a pasar con las clases convencionales, cuando cualquier alumno, con un ordenador y a un solo click de ratón, puede acceder a más información que la que su profesor puede suministrarle en años? ¿Cuál será el futuro de la prensa escrita en un mundo en el que las noticias son colgadas en Internet por sus protagonistas a los pocos minutos de ocurrir el acontecimiento, con fotografías y vídeos hechos con el teléfono móvil, con infinidad de comentarios y opiniones de multitud de personas en todo el orbe, y con réplicas e interacciones y análisis espontáneos, pero también profundos y reposados, de los hechos? ¿Cómo será el modelo de negocios en un siglo en el que ya un porcentaje alto de las compras se hace en la red, en el que la oferta y la demanda muchas veces coinciden en el espacio virtual, para comprar una entrada a un concierto, reservar un hotel, programar un viaje, adquirir un libro o un disco? ¿Y qué será de los estilos tradicionales de relaciones laborales, con el patrón controlando al trabajador, los sindicatos cerca de éste en el ámbito del trabajo, cuando el cada vez mayor ancho de banda, la mejora de las tecnologías están propiciando ya el auge del teletrabajo, la actividad laboral a distancia? ¿Y el ocio y las relaciones personales de los jóvenes, y de los no tan jóvenes, cómo va a desarrollarse, contaminado, por decirlo así, como lo está ya, por las descargas de música y de películas, por las conversaciones, por los chats, por Twiter, por los intercambios personales en la red?

Y así, Google, los blogs, la Wikipedia, las páginas de descargas, la 'nube', Twenti, Facebook, Myspace, YouTube, Ebay, el Messenger, Flickr, Amazon.com, las redes sociales, los webactores, Internet en el móvil, la empresa en red, los periódicos digitales, los modelos de negocios en la web, la democratización de la política que permiten las nuevas tecnologías, con Obama como ejemplo paradigmático, son algunos, sólo algunos, de los protagonistas de un libro fascinante, que podríamos calificar de adelantado a su tiempo, que podríamos denominar ensayo de anticipación si no fuera porque, en todas estas cuestiones, el futuro ya está aquí. No dejéis de leerlo, es estimulante y adictivo, enseña y entretiene, interesa y hace reflexionar y, sobre todo, nos abre nuevos caminos tanto en el terreno del pensamiento como en el de la acción más inmediata. Os dejo con un esclarecedor fragmento del libro, en el que se concentra una de sus tesis principales. La alquimia de las multitudes. Francis Pisani y Dominique Piotet. Editorial Paidós. Para acompañar musicalmente nuestra reseña de hoy, una canción que habla del futuro que viene. Se trata de Clint Eastwood, del grupo Gorillaz. Espero que os guste. Hasta la semana que viene.

¿Qué tenemos que saber y comprender de la web, de internet, de las redes y de los medios de comunicación en este comienzo del siglo XXI? ¿Qué herramientas, qué lógicas, qué maneras de pensar y de organizarse deben dominar los hombres y las mujeres de hoy, los jóvenes y los mayores, para sentirse a gusto, para que su participación sea lo más rica posible?

¿Tiene esta pregunta sentido o, como piensan algunos, sólo hay que esperar a que se mueran los viejos pesados del papel y de la pluma de oca para alcanzar, por fin una suerte de nirvana digital?

Acechados por un desequilibrio creciente, creemos, al contrario, que hay que añadir la educación a esa capacidad de enfrentamiento generacional entre nativos e inmigrantes digitales.

A finales del siglo XIX, bastaba con hablar de alfabetización. En la actualidad, este término ya no es suficiente por tres sencillas razones: nuestros medios de expresión son multimedia y no pasan sólo por las letras y el abecedario, sino que también debemos conocer las herramientas que podemos usar, las aplicaciones y los aparatos; la
web nos ha abierto un mundo nuevo, y es importante entender su lógica. El esfuerzo debe realizarse, por consiguiente, tanto en la práctica como en la cultura. Atañe a la recepción de la información, a la expresión, a la utilización de las herramientas y a la lógica del sistema en cuestión. Requiere, además, el aprendizaje sistemático del pensamiento crítico para discernir mejor de qué se trata, a qué estamos expuestos y el sentido de lo que circula y de lo que emitimos.

La brecha es grande. Mucha gente aún no tiene acceso a este medio o se niega, a veces por miedo, a utilizarlo, aun cuando saldría beneficiada de ello. Un gran número de los que tienen acceso a él cree que lo utiliza correctamente, pero sólo aprovecha una pequeña parte de todo lo que podría serle útil. Muchos carecen de los conocimientos generales que permiten hablar de una cultura digital, y por ello se frenan.